S. Craig Zahler y la trilogía de los hombres blancos cabreados

Bone Tomahawk, Brawl in Cell Block 99 y Dragged Across Concrete apenas han tenido repercusión fuera de EE.UU. Las razones son diversas, pero cabe achacarlas a un desinterés total por la heterodoxia hollywoodiense y su exportabilidad, algo que sin duda complace a su director S. Craig Zahler. Con motivo del estreno de su tercera película en Filmin, buceamos en su obra y calibramos su importancia.

(Este artículo contiene spoilers ligeros de Bone Tomahawk y Brawl in Cell Block 99, y algo más severos de Dragged Across Concrete)

“Nuestros espectadores no han visto Lady Bird, y mucho menos han visto Call Me By Your Name. Pero si juntas en un póster a Vince Vaughn, Kurt Russell y Don Johnson, se vuelven locos”, le contaba alegremente Dallas Sonnier al Wall Street Journal en 2018, con el fin de especificar el target de su empresa. Pero, antes de que pronunciara estas palabras, estaba más que claro. Fundada en 2016, la productora Cinestate se especializó desde su primera película en contentar a un tipo de espectador que los medios estadounidenses terminaron identificando como hombre blanco, heterosexual y partidario de Donald Trump.

Un colectivo de varones descontentos con el camino que estaba tomando el mainstream a cargo de las grandes productoras, pendiente de estudios de mercado que los aislaban y descartaban como posibles consumidores. “Hacemos películas sin filtro que no siguen una agenda”, concretaba Sonnier, fundador de Cinestate. “En esta época films como los que hacemos parecen contraculturales. Y los hacemos sabiendo que van a ser controvertidos”.

Dallas Sonnier, fundador de Cinestate

Es de lo que más orgullosos se muestran Sonnier y sus socios. De «carecer de agenda». De hacer las películas que les interesan, sin preocuparse de que estas se ajusten a un molde o un discurso determinado. En el caso concreto de Sonnier, este empresario de Texas también ha dejado claro en varias entrevistas que su traumático pasado ha sido clave para delimitar sus intereses creativos. Con una juventud marcada por el asesinato de su madre a manos de su segundo marido y el posterior asesinato de su padre a manos del ex de su nueva pareja, su trabajo como productor le ha impulsado a retratar historias de violencia asfixiante e imbuidas en un estado de paranoia absoluta, que se han analizado reiteradamente en función a lo bien que se ajustan con los postulados de la alt-right. Sonnier, sin embargo, niega rotundamente que haya un mensaje político intencionado en sus films —niega incluso haber votado a Trump—, como también lo niega el gran héroe de Cinestate, por nombre Steven Craig Zahler. De quien, a lo largo de su carrera, Sonnier ha ejercido de manager.

En su corta andadura Cinestate ha estrenado las tres películas dirigidas por Zahler —Bone Tomahawk (2015, producida cuando el estudio aún se llamaba Caliber Media), Brawl in Cell Block 99 (2017) y Dragged Across Concrete (2018)—, The Standoff at Sparrow Creek (2018, dirigida por Henry Dunham), y, entre otros títulos por venir, Puppet Master: The Littlest Reich (2018), con guion del propio Zahler. Este último film fue lanzado por el sello Fangoria Presents, a partir de la icónica revista dedicada al cine de terror que tuvo una inmensa popularidad en los años 80 y 90, y que Cinestate había resucitado en 2018.

Porque sí, Sonnier no había tardado en querer abrir el estudio a otras competencias, animándose a traer de vuelta una revista que había concluido su publicación en 2015, y siendo Zahler una parte primordial de estos esfuerzos. La pasión de este cineasta de Miami por el cine de terror de serie B y otras letras posteriores del alfabeto era conocida sobradamente a estas alturas, siendo uno de los principales impulsores de la idea y teniendo en cada número una columna de opinión a partir de su relanzamiento.

Cinestate fue más allá de ahí y, además de hacerse con el medio Birth. Movies. Death y afrontar en los últimos días un escándalo sexual relacionado con otro de sus productores —Adam Donaghey, de quien ya se han desvinculado— , terminó publicando una de las últimas novelas de Zahler, Hug Chickenpenny: The Panegyric of an Anomalous Child. Obra que el director de Bone Tomahawk considera lo mejor que ha escrito nunca, centrado en las desventuras de un niño deforme, y muy vinculada al género de terror. Una obra, por último, que Sonnier ya se ha comprometido a financiar en su salto al cine, contando con el entusiasmo de un Zahler que en efecto se siente tremendamente cómodo dentro de una empresa como Cinestate. Merece la pena preguntarse por qué.

Vagando por el desierto

S. Craig Zahler tenía demasiado talento como para tolerar que nadie le hiciera caso. Nacido en 1973, a medida que crecía nuestro hombre pudo conciliar su inmensa y aguijoneante creatividad a través de muy diversas formas. Empezando su carrera en el audiovisual como director de fotografía de cortometrajes, Zahler se inició en la música tocando la batería para el grupo de black metal Charnel Valley, con el que publicó su primer disco —donde aparecía con el nombre Czar, una constante a partir de entonces en su carrera musical— en el año 2005.

Paralelamente no dejaba de escribir guiones, y varios de ellos no tardaron en dar vueltas por los despachos, consiguiendo The Brigands of Rattleborge aparecer en la prestigiosa Black List de 2006. The Brigands of Rattleborge, diríamos en retrospectiva, era puro Zahler: un western donde un pistolero, un sheriff y un médico se veían involucrados en una serie de robos, cometidos al amparo de una lluvia torrencial que arrasa la región. La historia era cruda y violenta, los diálogos estaban magistralmente escritos, y resultaba evidente que ahí había material para una gran película. Una a la que le costaba lo indecible consumarse.

En 2010 publicó su primera novela, A Congregation of Jackals, dándose el caso curiosísimo de que en la portada original Zahler aparecía como guionista de The Brigands of Rattleborge… pese a que dicho film nunca había llegado a rodarse. El nombre de Zahler era tan conocido como para dar pie a estas ocurrencias editoriales, pero no lo suficiente como para lograr que alguien le pagara la película. Anteriormente los medios habían anunciado que nuestro hombre se encargaría de escribir la adaptación fílmica del anime Robotech, mientras que The Brigands of Rattleborge (luego llamada The Brigands of Rattlecreek) llegaba a manos de Park Chan-wook, comprometiéndose a dirigir la película sin que en todos estos años haya habido muchos más avances. 

Zahler no consiguió ver en pantalla algo que hubiera escrito hasta el estreno en 2011 de The Incident y tuvo que hacerlo fuera de su país, a través de una coproducción francobelga. Dirigía Alexandre Courtès sobre un guion que el escritor había desarrollado a partir de una novela suya, Incident at Sands Asylum, y su alcance fue muy minoritario, llamando la atención con respecto a la filmografía posterior por un destacado elemento biográfico —los tres protagonistas son músicos— y su apego sin dobleces al cine de terror, que Zahler nunca cultivaría tan abiertamente dentro de su faceta como director.

El estreno de The Incident no ayudó a que su nombre fuera más conocido, o al menos hiciera acopio de una mayor confianza por parte de los inversores, pero Zahler no tenía intención de rendirse. De hecho, a cada proyecto que no salía adelante —como la serie de artes marciales Downtown Dragons que en teoría iba a producir FX— aumentaba su desprecio hacia la maquinaria hollywoodiense. “He tenido cerca de 21 guiones con opciones de compra, pero ninguno ha sido realizado”, contaba resentido años más tarde. Con la seguridad de que sus historias eran demasiado extremas, demasiado libres, para un sistema tan encorsetado como el de Hollywood.

Cuando su manager Dallas Sonnier accedió a producir Bone Tomahawk a través de su pequeño estudio Caliber Media, a Zahler le había dado tiempo a publicar cuatro novelas más —una de ellas, Espectros de una tierra trizada, fue publicada en España en 2018 por Tres Puntos Ediciones—, e iniciado colaboraciones con Jeff Herriott (apodado JH Halberd) en el marco de su nuevo grupo heavy, Realmbuilder. Zahler y Herriott se encargarían de componer ellos mismos la banda sonora de Bone Tomahawk, mientras que nuestro hombre por fin tenía la oportunidad de dirigir un largometraje basado en un guion suyo, y de hacerlo como buenamente le diera la gana. Dado el interés que la industria había tenido por los esfuerzos de Zahler al poco de que este empezara a escribir, no es descabellado atribuir esta tardanza a la obsesión del cineasta por debutar en el medio con una carta de presentación personal, sin intromisiones de ningún tipo, y furiosamente suya. Por eso Bone Tomahawk supone una forma tan excelente de asomarse al pensamiento de Zahler.

La ley del Oeste

A su estreno en varios festivales, Bone Tomahawk fue saludado como un western extraño, fruto de una mente cinéfaga que no dudaba en introducir en su ópera prima todos sus fetiches, tuviera su combinación precedentes fílmicos o no. Y lo cierto es que a partir de la sola sinopsis es tentador suscribir algo así: el primer film de S. Craig Zahler como director se ambienta en 1890, y se centra en los esfuerzos de un grupo de hombres valientes —Kurt Russell, Richard Jenkins, Matthew Fox y Patrick Wilson— por rescatar a la esposa del último de ellos, secuestrada por una tribu de caníbales espectrales a los que se refieren en todo momento como “trogloditas”. Su enfrentamiento con los protagonistas estará lo suficientemente bañado en sangre y mutilación como para empezar a hacer malabarismos con los géneros y conectar uno tan clásico y de tanto academicismo como el western con el terror más macarra y proclive a ser aplaudido en Sitges. Una mezcla aparentemente explosiva y desprejuiciada, con el inconveniente de que no lo es en absoluto.

Bone Tomahawk es un western mucho más inmovilista de lo que parece, y esto se debe a que Zahler —a semejanza de alguien tan a priori lejos de su órbita como el Jon Favreau de Cowboys & Aliens (2011)— profesa un respeto tremendo por el género. El estreno de Bone Tomahawk en 2015 coincidió en el tiempo con films como Los odiosos ocho de Quentin Tarantino —también protagonizada por Kurt Russell— y El renacido de Alejandro González Iñárritu, y resulta sintomático que la opinión de Zahler sobre ambas fuera, en el primer caso, que era “una película demasiado teatral” y, en el segundo, que se trataba directamente de “una de las peores películas que he visto en mi vida”. El renacido y Los odiosos ocho eran westerns, pero westerns reflexivos, criticones y gustosos de meterse en problemas. Algo que Zahler parecía tomarse como una traición al género —por mucho que este haya sido siempre uno de los más susceptibles a pensarse a sí mismos—, y que apuntala una visión mitómana y purista de la que Bone Tomahawk no puede ni pretende despegarse.

Dentro de esta visión Zahler no se queda solo en lo estético, sino también en lo ideológico, y el ingrediente terrorífico se limita a ser un toque de cosecha propia que ha de darle sabor a un conjunto ensimismado, planteado como la celebración taciturna de una honorable tradición cinematográfica. Bone Tomahawk es una dócil mezcla de dos de los grandes clásicos del western estadounidense: Centauros del desierto de John Ford (1956) y Río Bravo de Howard Hawks (1959). Del primero toma la persecución de salvajes que han secuestrado a una mujer querida y a un personaje consumido por el odio a estos, con el arrogante Brooder (Fox) presumiendo de la cantidad de indios que ha asesinado amparándose en el recuerdo de su familia muerta. Del segundo la narrativa hawksiana de grupo de hombres, con paralelismos evidentes entre los miembros de una y otra tropa, aunque destacando la dupla del sheriff Franklin (Russell) y Chicory (Jenkins) como émulos clónicos de John Wayne y Walter Brennan

Bone Tomahawk tiene claros sus referentes y, aunque llame la atención que la alianza entre estos hombres nunca sea tan emocional y cariñosa como la cultivada por Hawks y sus guionistas —algo que puede deberse a las carencias de Zahler como escritor, demasiado frío para un material así—, conserva intactas las directrices temáticas de estos. El sentido del deber es omnipresente, así como la lealtad y el dibujo heroico del hombre como guardián de la unidad familiar, que nunca flaquea y siempre hace lo necesario. Dándole la espalda a una ficción cada vez más asidua a estas lides, la masculinidad nunca es cuestionada en Bone Tomahawk, codificándose como un ente trascendental que es inmune al devenir de la historia.

De esta masculinidad legendaria proviene todo lo relativo a Arthur (Wilson) y su esposa Samantha (Lili Simmons): postrado en el sofá con una pierna rota, Arthur es capaz de satisfacerla sexualmente, de mantener la chispa del enamoramiento con una carta muy sentida que él se niega a considerar “poesía”, y por último de ir a rescatarla de manos de los salvajes luego de haber advertido a Brooder que no cruce galanterías con ella. La mujer en Bone Tomahawk —y en centenares de westerns que la anteceden— es el hogar, es la curación —resulta, además, que Samantha se dedica a la medicina— y, sobre todo, es una propiedad que ayuda a definir la identidad de su cónyuge.

Pero esta concepción del hombre como medida de todas las cosas es más interesante —y más atendido por la filmografía de Zahler— dentro de un ámbito ajeno a su relación con las mujeres, como es el legislativo. Bone Tomahawk es una férrea defensora de la ley de la frontera, una ley que los hombres acaban de diseñar sobre la marcha, conducidos por un seguro pragmatismo, y que en este estadio pretérito de la historia estadounidense no conoce contradicciones; sólo la fe de sus conversos. Esta ley no precisa de documentos oficiales para aplicarse, no tiene opciones de ser refutada, y posee un carácter inequívocamente individualista capaz de guiar a cualquier habitante decente de los EE.UU., incluso si es un nativo americano que, embutido en un traje, rechaza verse relacionado con los caníbales que están sembrando el terror en Bright Hope —siendo Zahn McClarnon el rostro de un turbio tratamiento racial que se analizará en breve—.

La fe en este modelo de justicia es la principal seña de identidad de Bone Tomahawk, y tiene al entrañable personaje de Richard Jenkins como garante: un anciano que mira a la ley y al hombre fuerte que la imparte (el sheriff Franklin que encarna Russell), con ojos de niño y confianza ciega. Una que puede ser manipulada en pos de un bien mayor —como hace el propio sheriff en connivencia con Samantha hacia el final de la película— pero a la que Zahler mira con gran entusiasmo, maravillándose de que exista una época y un tipo de cine donde esta confianza pueda ser posible y nunca se tambalee, fundamentada en la verdad y en la naturaleza esencial de la civilización.

Ahora bien, esta confianza de Zahler tiene poco de inocente, y por mucho ensimismamiento y placer virginal que se perciba en Bone Tomahawk, estaríamos subestimando a su responsable si pensáramos que esta postura no tiene nada que ver con el ahora. Y en esto hay que volver a hablar de Quentin Tarantino y en concreto de su última película, Érase una vez en Hollywood.

El western clásico y ajeno a revisionismos es para S. Craig Zahler un lugar seguro del mismo modo que para Tarantino lo es el Hollywood post-asesinatos de Charles Manson. Sus visiones están muy emparentadas, y los propósitos de ambas películas son similares: remontarse a una época dorada, llena de certezas, para sancionar el presente y manufacturar un artefacto poderosamente reaccionario. En Bone Tomahawk a Zahler, sumido en la coartada western y en el clasicismo sin fugas meta, no acabó de salirle del todo. Pero ya habría tiempo. 

La ley frente al caos

En sus siguientes películas Zahler ya no dudaría en proyectarse hacia la contemporaneidad, pasando el foco del western a otro género igualmente muy querido para él, y también muy acotado en el tiempo: el thriller de raigambre setentera. Cabría entonces desactivar aquí el paralelismo que quisimos hacer con Tarantino —en Érase una vez en Hollywood se entiende que fue el fin de los años sesenta lo que lo jodió todo—, pero las jugadas siguen siendo complementarias, ahora a efectos cronológicos.

Siendo ambos autores obsesionados por las imágenes capaces de reducir coyunturas sociales a una narrativa sólida hacia la que disparar su cine, a Zahler le interesan los setenta precisamente en tanto a fin de los sesenta, que en el pensamiento zahleriano es (como en el tarantiniano, vaya) el fin de la pureza y el inicio de las derrotas. Zahler considera la década de los setenta como el hundimiento moral del pueblo estadounidense, y se apoya tanto en episodios históricos —el fin de la utopía hippie, el escándalo Watergate, la capitulación en Vietnam— como, sobre todo, en cinematográficos para apoyar esta creencia.

Entre ominosos exponentes del Nuevo Hollywood como Bonnie y Clyde (1967), Easy Rider (1969), La última película (1971) o, por supuesto, Taxi Driver (1976); y nuevas expresiones de cine popular del estilo de Harry el sucio (1971) y El justiciero de la ciudad (1974), Zahler se siente en casa. Le atrae esta época de incertidumbres, con la justicia sujeta a relativismos, del mismo modo que le atrae el esplendor inmaculado del western. En su cabeza son contrapartidas jugosísimas donde emplazar sus historias, sin querer buscar —al menos hasta Dragged Across Concrete— culpables de este proceso. Del proceso a través del cual EE.UU. se fue a la mierda.

Es fácil entender por qué a Zahler le atraen tanto los setenta. El imaginario descrito, así las cosas, supone un terreno fértil para que germinen sus inquietudes acerca de la autoridad, la masculinidad y una suerte de ley innata, que en el tiempo del western se alineaba a la perfección con la figura del sheriff pero que, en este nuevo terreno, ha de ser impartida sin una estrella que le dé a su ejercicio un carácter oficial.

La imagen con la que da comienzo Brawl in Cell Block 99, su segunda película como director, no puede ser más ilustrativa en este sentido: la nuca del protagonista, Bradley Thomas (Vince Vaughn), mostrando en primer plano el tatuaje de un crucifijo. Zahler se declara ateo por la gracia de Dios, pero es consciente de que el poder de las imágenes siempre va a escapar a sus creencias íntimas, y por eso no duda en sustituir la insignia del sheriff por el símbolo del cristianismo a la hora de insistir en la misma idea: el papel de su protagonista como justiciero supremo, cuya voluntad viene reforzada a efectos iconográficos por algo que no es historia —como el western nunca se preocupó por ser histórico—: es mucho más.

La figura es si cabe más potente ahora que el protagonista no es un sheriff, ni siquiera un agente de la ley: es un delincuente de poca monta. Un hombre normal, de turbulento pasado, que tiene dificultades mucho más complejas de afrontar que una tribu de caníbales. La masculinidad idealizada por Zahler, sin embargo, no se coarta en este estado de confusión, sino que se crece, se viene arriba, gracias a la voluntad intrínseca de este hombre.

Otra escena ilustrativa, que en el metraje sucede al plano descrito por pocos minutos: Bradley llega a su casa tras ser despedido, y descubre que su mujer Lauren (Jennifer Carpenter), con quien perdió un hijo, lleva tiempo siéndole infiel. La reacción de Bradley es una de las presentaciones más contundentes de un personaje en el cine reciente: sin decir palabra se da media vuelta y desahoga sus sentimientos destrozando el coche a puñetazo limpio. Un comportamiento fundamentado, claro, en la ira, pero no solo hacia Lauren sino hacia sí mismo: los golpes le producen dolor físico, las manos le sangran, y Zahler descarta cualquier posible consideración de maltratador en potencia al mandarle seguidamente de vuelta a casa, y colocarle teniendo una conversación extremadamente tranquila con Lauren en torno a qué pueden hacer ambos para arreglar su relación. Y la arreglan. Vaya que si la arreglan.

Zahler entiende la virilidad como algo que se impondrá eventualmente si el hombre es lo bastante bueno y se ajusta sin reparos a un canon de masculinidad clásica que, vale, ha vivido tiempos mejores —es inimaginable que al personaje de Patrick Wilson le hubiera ocurrido algo así en 1890—, pero que por eso mismo su esfuerzo por legitimarse habrá de ser más épico aún. A partir de este segmento, culminado con promesas de un futuro mejor para la pareja, Brawl in Cell Block 99 se desarrollará en una constante línea recta, y los conflictos que en breve encontrará Bradley serán tan básicos como rescatar a Lauren (nuevamente la figura de la dama en apuros) y salvar a su hija no nata de las garras de un abortista que quiere extirparle los bracitos.

Debido a un negocio que sale mal, Bradley da con los huesos en la cárcel y sus antiguos socios le chantajean secuestrando a su mujer embarazada, dando paso a una sucesión de asesinatos y violencia impactante que, al igual que Bone Tomahawk, no se fundamentan en reflexiones desagradables sobre la condición humana, sino en puro y duro disfrute. Bradley ha de abrirse paso a hostias y desmembramientos por los pasillos de la prisión y lo hace sin dudar, consciente de que es lo único que cabe hacer. El que minutos antes hayamos visto cómo utiliza la violencia solo contra sí mismo y se niega a emplearla gratuitamente —por ejemplo en un combate de boxeo, deporte del que participó en su juventud—, no hace sino fortalecer esta condición de Bradley como justiciero intachable, ajenas sus prácticas a cualquier cuestionamiento de índole moral.

Lo cual tiene gracia porque las víctimas de las palizas de Bradley son sobre todo miembros de minorías racializadas, a las que hay que añadir el psicópata y refinado europeo de Udo Kier y el citado abortista (Tobee Paik), que resulta ser vagamente asiático. Dentro del film no son factores que contribuyan a sembrar dudas en la determinación de Bradley —como tampoco lo hacían los caníbales de Bone Tomahawk dentro de la problemática nativoamericana—, pero sí son factores que Zahler tiene en cuenta, como demuestra que trate de aligerar su carga racista incluyendo a una actriz de ascendencia india (Pooja Kumar) como oficial de prisiones, remitiendo al Zahn McClarnon de Bone Tomahawk.

Entra dentro de lo interpretable la motivación de Zahler con jugarretas así —ya fuera porque quería ahorrarse críticas, o burlarse de la gente que podría llegar a criticarlo—, pero en todo caso es otra cuestión que ejemplifica las dificultades de ajustar el zeitgeist setentero a los receptáculos de la actualidad. Un callejón sin salida con el que, por cierto, también se topa otro film de similar vocación como es Joker (2019), atendiendo a su incapacidad para soportar cualquier análisis crítico que vaya más allá de la mímesis pop que ha querido marcarse.

Brawl in Cell Block 99, al no aspirar a nada más que esta mímesis pop, sale mejor parada que el polémico film de Todd Phillips, y lo consigue sobre todo por la honestidad con la que abraza sus presupuestos. Se percibe en ella el mismo entusiasmo y la misma búsqueda de un lugar seguro para su creador que en Bone Tomahawk, dando pie a una historia confortable y eficaz que apuntala la coherencia dentro de la breve filmografía de Zahler. Al fin y al cabo sigue apegada al sentido individualista de la justicia y da continuidad al discurso de Bone Tomahawk, conduciéndolo a un escenario distinto e indudablemente más complicado, pero a la larga inofensivo.

Ha aparecido otra ley queriendo sustituir a la ley de los hombres, pero es una ley insuficiente, incapaz, en cuyos nuevos e institucionales circuitos —las cárceles que Bradley va llenando de cadáveres— anida la corrupción —el alcaide interpretado por Don Johnson, la tortura a la que son sometidos los presos—. Bradley ha de traer la verdadera ley a estos lugares corrompidos, y en su consecución la mirada al ahora de Zahler resulta ser, como en Bone Tomahawk, más testimonial que otra cosa. 

Hay una diferencia, no obstante, y es que a través de la construcción de Bradley el escritor puede llegar a imaginar quiénes se van a sentir más identificados con él. Quiénes sentirán más empatía por este hombre inicialmente derrotado, abandonado por la sociedad. Sin empleo, al que su mujer ha engañado, y predispuesto a la violencia. 

La ley del más fuerte

La rabia de los hombres blancos es auténtica (esto es, se siente de forma profunda y sincera), pero no es legítima (es decir, no muestra un análisis acertado de la situación). Los enemigos de los hombres blancos no son las mujeres ni los hombres racializados, sino un ideal de masculinidad que heredamos de nuestros padres (…) que nos hace sentir solos e insignificantes cuando nos va bien pero aún peor cuando nos va mal. Lo peor es, sin embargo, cuando sentimos que hacemos las cosas bien y no obtenemos lo que creemos merecer. Entonces tenemos que culpar a alguien
(Michael Kimmel, Hombres blancos cabreados, 2013)

Hay muchos conceptos que el sociólogo Michael Kimmel lanza y maneja con extrema lucidez en su imprescindible ensayo Hombres (blancos) cabreados: La masculinidad al final de una era, pero puede que el que mejor condensa todo lo que tiene que decir, y gran parte de las problemáticas que sacuden nuestra sociedad, sea el del derecho agraviado. Uno que se explica por sí mismo, pero que por aquello de las risas vamos a dejar que defina el policía Brett Ridgeman, protagonista de Dragged Across Concrete que interpreta Mel Gibson: “Ahora la política es más importante que el trabajo honesto», asegura en una escena del film, «pero yo no hago política ni cambio con los tiempos. Tenemos el derecho de ser compensados”.

“El nuevo rencor americano no es meramente defensivo: es reaccionario”, replica Kimmel en su libro. “Pretende restaurar, recobrar, reclamar algo que se cree perdido. Los cabreados hombres blancos miran hacia el pasado en busca del futuro que anhelaban. Creen que el futuro se han vuelto contra ellos”. La noción de merecimiento es troncal a la filmografía de Zahler, aunque esta no se tope con conflictos que la pongan en duda hasta su tercera película como director.

En el western clásico y en el cine de acción descerebrada donde se enmarcaban Bone Tomahawk y Brawl in Cell Block 99 la figura del privilegio masculino era celebrada y defendida como la única alternativa ante el caos y las injusticias modernas y, aunque el aliento de su autor tenía unas connotaciones cristalinas y claramente emparentadas con el modelo de negocio de Cinestate, la suerte de fantasía escapista que cultivaban era suficiente para que no saltaran las alarmas. A partir de ellas, Zahler podía ser recibido amablemente como un revulsivo gamberro —pero de dicción exquisita, pues en verdad poca gente escribe y rueda como él— que hasta le podía venir bien a la homogeneidad del cine de Hollywood.

En Dragged Across Concrete, sin embargo, Zahler no quiso jugar al despiste por más tiempo. Nuestro hombre la estrenó el mismo año en que Fangoria Presents, bajo el mando de Dallas Sonnier, lanzaba Puppet Master: The Littlest Reich: nuevo episodio de la saga El amo de las marionetas desarrollada por Empire Pictures a partir de 1989 que Zahler había escrito queriendo dar cuenta de su pleitesía al terror de Serie B. Encontrar un modo en el que The Littlest Reich y Dragged Across Concrete puedan llegar a dialogar no es imposible, pero sí una vía fácil para caer en las trampas dialécticas de Zahler, que haciéndose eco de las declaraciones de Sonnier se pasó un año entero asegurando que sus películas no tenían mensaje político. Que, de hecho, aborrecía las películas con mensaje político, con una inquina especial por esas “películas de superhéroes que vas a ver pensando que así eres mejor persona”.

Dado que The Littlest Reich se centra en un grupo de marionetas nazis que asesinan de forma muy gore a colectivos defenestrados por el movimiento, las declaraciones de Zahler pueden ser o bien vistas como una nueva muestra de que solo piensa en términos de imagen cinematográfica —abrazando gozosamente el nazismo como el gran villano de la cultura pop que nunca ha dejado de ser—, o como una simple provocación. Vista Dragged Across Concrete, es más apropiado decantarse por lo segundo.

Todo en su tercera película como director transpira provocación, incluso un ataque frontal al carácter supuestamente moralista de la producción hollywoodiense. No hay más que fijarse en la elección de actor para Ridgeman, y en el hecho de que dicho personaje parece haber sido escrito con él en mente. La ideología de Mel Gibson es bien conocida en Hollywood, tanto como los escalofriantes episodios de un pasado relacionado con el antisemitismo y la violencia doméstica; un currículum que, hasta cierto (mínimo) punto, le ha deparado problemas en la industria.

Y es más o menos lo mismo que ocurre con Ridgeman, policía talludito que se mete en problemas por sus opiniones y un comportamiento violento —sobre todo en términos de brutalidad policial hacia minorías— que provoca su suspensión en el cuerpo. Unamos esto a la segunda colaboración con Vince Vaughn (flamante votante del Partido Republicano), y a una forma de disimular lo hediondo del conjunto más torpe que nunca —a través del personaje de Henry (Tory Kittles), que merece un comentario aparte—, y es fácil imaginar a Zahler y Sonnier partiéndose de risa imaginándose la escandalizada reacción de la prensa progresista cuando viera el film.

La cuestión es que hay otros escenarios relevantes fuera de la industria cinematográfica a la hora de analizar las prácticas de Cinestate, y son escenarios bastante más graves que una mera agitación de presunciones por parte de los que se creen los listos de la clase solo porque todo les importa un poco menos. Los films de Cinestate han llegado a las salas en un momento realmente convulso para la historia de EE.UU., con sus postulados conectando con dinámicas sociales que han conducido a la victoria de Donald Trump, y a una escalada del conflicto racial a cuyos extremos más salvajes estamos asistiendo estos días.

Cuando se estrenó Dragged Across Concrete esta situación de enorme tensión ya existía, y las justificaciones de Zahler fueron perdiendo cada vez más aplomo. Acorralado por una prensa que no iba a pasar por alto su irresponsabilidad, el director de Dragged Across Concrete se vio obligado a lanzar una ristra de referentes que volvieran a limitar su inspiración a la experiencia cinéfila —el cine de los setenta al rescate, más un homenaje confeso a El príncipe de la ciudad de Sidney Lumet (1981)—, a meterse en los siempre ingratos debates de “los personajes no tienen por qué representar mis opiniones” y a, por supuesto, asegurar que la actualidad sociopolítica —con los sucesos de Charlottesville en 2017 como punta de lanza— no le había influido de ningún modo a la hora de escribir la historia. Había concluido el guion de Dragged Across Concrete a principios de la década, se defendía. Y, en este esfuerzo, no dejaba de recordar precisamente a Michael Kimmell, que publicó Hombres (blancos) cabreados en 2013 sin una sola mención a Donald Trump. Lo cual no le restaba un ápice de pertinencia, como tampoco lo hace en el caso del film que nos ocupa.

Dragged Across Concrete es la película más sofisticada de S. Craig Zahler —en el sentido técnico y artístico de la palabra— y al mismo tiempo la más garrula. La jugada mitómana está muy difuminada, por poder más la voluntad de significarse políticamente que de limitarse a otro mero ejercicio de placer cinéfilo. Esto desemboca, y no deja de resultar curioso dados los luminosas precedentes, en que Dragged Across Concrete también sea la película más cínica de Zahler. La narrativa ya no se apoya en referentes culturales y en lecturas específicas de los mismos, sino que se levanta sobre una toma de pulso de la actualidad, en última instancia vinculada con las inquietudes como escritor de nuestro hombre en torno a los vericuetos de la ley.

La ley de la frontera impartida en Bone Tomahawk fue arrasada por la civilización; la ley de los hombres de Brawl fue desmantelada por un conjunto de circunstancias que, secundando las palabras del personaje que aquí encarna Don Johnson y de tantos otros que lo aplaudirían, darían forma a la dictadura de la corrección política. Un concepto que ya se ha explicado muy bien por aquí, y que en la cosmovisión de Zahler solo es consecuencia de un nuevo fracaso de los EE.UU. tras las crisis de valores de los años 70. Un fracaso, claro está, mucho más virulento. El más virulento al que los hombres íntegros se han enfrentado nunca. 

Contra este fracaso no hay voluntades que valgan, pues se fundamenta en confusas pulsiones colectivas. No hay derechos divinos, basados en cruces o en estrellas de sheriff. Se ha promulgado una nueva ley cuyos precedentes pueden rastrearse incluso antes de los códigos del western, y que se fundamentan en algo mucho más primitivo. La ley de la jungla, la ley del más fuerte, que Zahler —en una de las figuras literarias más rudimentarias que se ha marcado nunca— enuncia a través del personaje de Henry, un afroamericano cuya biografía acumula todos los estereotipos raciales que puedan imaginarse y cuyo éxito final por encima de los hombres blancos y cabreados encarnados por Gibson y Vaughn es simbolizado con un videojuego en el que controla a un cazador furtivo.

Vamos a cazar unos cuantos leones”, dice al final de Dragged Across Concrete culminando su arco y demostrando haber sido más listo y fuerte que los policías corruptos. También mucho más justo, como atestigua que entregue a la familia de Ridgeman parte del botín mientras esta sigue viviendo en un barrio donde es asaltada periódicamente por delincuentes negros (sic), pero a partir de esto tampoco nos atreveríamos a decir que las simpatías de Zahler están de su parte. Más que nada, porque como personaje no es gran cosa, y es mucho más socorrido estudiarlo como una figura más del escenario social que Zahler construye en Dragged Across Concrete. Uno caracterizado por el caos y el hundimiento de los valores, donde ya no es posible que el sheriff Franklin y el convicto Bradley ejerzan su triple papel de padres, protectores y proveedores sin que algún ofendidito venga a molestar.

La retórica de Zahler es, por supuesto, mucho mejor que aquella de la que se pueda alardear en este texto —es un escritor superdotado y eso nunca se ha puesto en duda—, pero su diagnóstico social es bastante pueril y se ajusta punto por punto a las tesis de Kimmel en torno a qué fundamenta los nuevos movimientos machistas, nativistas y, en una palabra, ultraderechistas que asolan EE.UU. y otras partes del mundo.

Hay un extra de retorcimiento en la modulación de estos textos —el segmento protagonizado por Jennifer Carpenter habla de esta podredumbre de la sociedad de un modo tan original como enfermizo—, pero no le sirve para escapar de la incomodidad y olor a cerrao que se perciben en Dragged Across Concrete, y que por otro lado nunca fueron ajenos a su filmografía. La puerilidad de esta última es algo más distintiva, claro, por lo chillona que es y lo poco abierta que se muestra a ser sustituida por el buen gusto —y el saludable interés de que la ficción tenga sentido por sí misma— que campa en sus dos películas anteriores. El poso nihilista, la conciencia de que la sociedad no tiene remedio y ni siquiera nuestra voluntad varonil puede salvarnos, acaba por anegarlo todo.

Porque claro, ni Ridgeman ni su compañero Lurasetti salen bien parados en Dragged Across Concrete. Zahler gusta de ridiculizarlos y de colocar personajes frente a ellos cuestionando sus razonamientos —incluso más allá de Henry—; de forma que en honor a la verdad tampoco podríamos decir que Dragged Across Concrete está de su parte. Una noción complicada, imposible de resumir en un tuit y que faltaría por tanto a la verdad si bastara para vincular a Zahler con la alt-right —aunque su productor no parezca tener problemas con ello—, cuando únicamente lo hace a un pesimismo cobardón en el que se sienten cómodas otras películas como la mencionada Joker, la muy aplaudida Parásitos (2019) y buena parte del autoproclamado cine social.

Ante las dificultades que ofrece su visión, y el consiguiente embarazo que inspira proclamar lo grandísimo cineasta que es S. Craig Zahler, buena parte de la prensa se ha refugiado en la idea de que nuestro hombre no es más que un troll. Alguien que maneja la provocación con maestría gracias a conocer exactamente cuál es el zeitgeist y a no querer comprometerse con nada ni con nadie.

Cuando no es así. La realidad es mucho más sencilla, y se reduce a que Zahler es simplemente un hombre blanco descontento con el tiempo —y el cine— que le ha tocado vivir, entendiendo a la perfección ese derecho agraviado que describía Kimmel. Un nostálgico incurable, en pocas palabras. Lo que no implica, claro, que sea menos peligroso.

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