Ha muerto George A. Romero, genio absoluto del cine de terror, responsable último de la creación del único mito perdurable sin raíz gótica que tiene el género: el zombi. El director de La noche de los muertos vivientes o Zombi ha muerto a los 77 años tras una breve pero devastadora lucha contra un cáncer de pulmón.
Las etiquetas de «genio», «revolucionario» o «maestro» se aplican con demasiada ligereza entre la prensa cultural, siempre necesitada de titulares rimbombantes y de metáforas definitivas, día tras día, hora tras hora. Pero con la muerte de George A. Romero se va uno de los más grandes nombres propios que ha tenido el cine de terror en toda su historia, y sin duda uno de los responsables (si no el responsable último) de su forma, sus tropos y su estética actual.
Al menos dos de sus películas son esenciales para entender el cine de terror de hoy: La noche de los muertos vivientes, en 1968, barrió de un plumazo con el monstruo gótico y sus tragedias morales, y expuso ante los espectadores de su época, con presupuesto cero y un arrojo que hoy se antojan titánicos, a un monstruo sin objeto ni meta, vacío por dentro y de profunda simbología metafísica. Inspirándose en la novela Soy leyenda (1954) de Richard Matheson, pero extirpándole la conexión con el mito vampírico, Romero enhebró una pesadilla en blanco y negro que transpasó todos los límites de la violencia permisible en pantalla, creando el cine gore, pero sobre todo, planteando un monstruo del que era imposible escapar porque era nosotros mismos. Una pesadilla que no se arreglaba quemando el molino con el monstruo dentro. Una pesadilla de la que aún no nos hemos despertado.
En 1978, más de una década después, Zombi sumergió en sociología contestataria e incómoda los abstractos muertos vivientes de la primera película, y los mandó a un mall vacío en un entorno ya abiertamente post-apocalíptico, con coproducción de Dario Argento, inolvidable banda sonora de Goblin y efectos especiales de un Tom Savini hoy aún insuperado. El resultado fue un cóctel de violencia y horror del que producciones de éxito actuales como The Walking Dead (2010) están bebiendo, gracias al estupendo remake de 2004, El amanecer de los muertos, que ayudó a que el eco de los muertos de Romero se prolongara indefinidamente. Hoy los zombis son el monstruo más comercial y aterrador de la cultura pop, y todo sale de la espástica histeria narrativa de Zombie, una película que convertía a los muertos vivientes en espectros de la sociedad de consumo.
Pese a que solo con esas dos películas Romero se habría ganado un nombre imborrable en la historia del cine de terror, abundan en su filmografía las producciones esenciales. El resto de sus películas de muertos vivientes son muy estimables, cada vez más baratas, radicales y simbólicas, pero sin duda la más destacable es El día de los muertos (1985), también tremendamente influyente en el cine actual y cuyo esquema de médicos, ejército, bases militares y experimentos con la inteligencia de los muertos se ha convertido en un esquema a calcar una y otra vez.
Pero es que no solo Romero fundó el mito del zombie moderno, lento e implacable que ha prolongado The Walking Dead. También los zombis infectados, que arrollan la civilización en oleadas de furia caníbal fueron imaginadas en una de sus primeras y más brutales películas, Los Crazies (1973). En este cine de Romero, inicial y salvaje, alejado de todo compromiso, abundan las joyas: la siniestrísima epopeya vampírica Martin (1978), la macabra historia de brujería La estación de la bruja (1972) o la demencial y muy divertida Los caballeros de la moto (1981).
En los ochenta y los noventa su furia se fue diluyendo, pero atesora grandes títulos, todos rebosantes de momentos memorables, como el sentido homenaje a todo lo bueno de este mundo Creepshow (1982), la chirriante pesadilla de romanticismo animal Atracción diabólica (1987) y, finalmente, la notable adaptación de su amigo Stephen King (cocreador de Creepshow) La mitad oscura (1993) y la muy inquietante y reivindicable El rostro de la venganza (2000).
Se va con Romero un grande indiscutible, y con él la sensación de que el cine de terror, sepultado en franquicias y sustos baratos para todos los públicos, ha perdido la noción de cómo ser revolucionario, aspero e incómodo. Posiblemente nunca veamos algo tan primordial y radicalmente nuevo como La noche de los muertos vivientes. Por eso hay que llorar a Romero por partida doble. Adiós, maestro. Sin comillas.
Descanse en paz este revolucionario.