Ha muerto Seijun Suzuki, uno de los grandes directores de cine japonés del siglo pasado. Hoy lo recordamos por lo que era, un gran experimentador, pero también por lo que se tiende a olvidar: que en su momento fue considerado un director de segunda. Incluso si él se merecía estar entre los grandes directores de su época.
No hay nada más importante en el arte que las limitaciones. La libertad absoluta nunca acaba en nada bueno. Sin embargo, cuando se tienen que cumplir fechas de entregas, presupuestos y temas y tonos, la creatividad se dispara al tener que limitar la siempre abusiva capacidad creativa del artista a los cerrados supuestos de lo real.
Seijun Suzuki, muerto a los 93 años de edad a causa de una enfermedad pulmonar crónica, es el mejor ejemplo de la virtud de las limitaciones. Porque si de algo estuvo hecha su carrera es de barreras.
Asociado durante gran parte de su carrera a la productora Nikkatsu, Suzuki era un director contratado en la época de la producción de estudio. Algo que implicaba claras limitaciones artísticas: no tenía derecho a elegir en qué películas trabajar, se le daba el guión ya concluido y tenía que grabar con los actores, el (ínfimo) presupuesto y el tiempo (mínimo) que se le concedía. Si se negaba a hacer una película, se arriesgaba a ser despedido. Y para un director que creció en el sistema de estudios, eso significaba arriesgarse a no grabar nunca más.
Ese sistema es el que explica cómo logró hacer casi cuarenta películas en menos de diez años. Con ingerencias mínimas, con cero fe por parte de los productores, al ser un mero machaca del estudio podía hacer lo que le viniera en gana siempre y cuando se ajustara a las condiciones del contrato.
Y lo hizo. Hasta sus últimas consecuencias.
Durante el tiempo en que estuvo en Nikkatsu sólo rechazo hacer dos o tres películas, pero modificó, en mayor o menor medida, los guiones de todas las demás. ¿Haciendo qué? Convirtiéndolas en ejercicios de puro expresionismo fílmico. Su especialidad fue convertir películas eróticas y criminales de segunda fila en demenciales ejercicios de estilo. Siempre entre el pop art, el noir y una influencia evidente del kabuki y la nūberu bāgu, sus películas han acabado pasando a la historia del medio como bellísimos ejercicios de experimentación. Películas de vanguardia. Incluso si, en origen, se vendían como producciones baratas para inundar los cines de películas japonesas en un intento vano de parar el inevitable avance de la industria fílmica norteamericana.
Pero es precisamente por ese acercamiento radical por lo cual ha tenido una inusitada influencia en otros directores. Con nombres como Jim Jarmusch, Quentin Tarantino, Park Chan-wook o Nicolas Winding Refn declarándose influídos, o directamente herederos, del cine del maestro japonés, resulta imposible hablar de la gramática del cine contemporáneo sin pensar, primero, en las locuras de un cineasta de estudio que en su país se le consideró siempre un director de segunda sólo válido para ejercer su oficio como quien trabaja haciendo churros.
Pero, ¿qué hubiera sido Suzuki de no tener esas limitaciones? Tal vez hubiera podido codearse con los directores de primera fila que, por aquel entonces, estaban en la vanguardia del cine japonés y mundial. Gente como Shōhei Imamura, Nagisa Oshima o Hiroshi Teshigahara. Y si bien hoy esos nombres siempre van junto con el de Suzuki, esa conjetura parece dudosa. Todos sus méritos están tan conectados con sus limitaciones, que es inimaginable pensar en un Suzuki no curtido a través del hambre. De la necesidad de ser creativo bordeando todas las limitaciones.
Por eso podemos decir que hoy hemos sufrido una pérdida terrible. Se ha ido un grande. Un maestro. Y si bien aún nos queda su obra, películas como Tokyo Drifter (1966) o Branded To Kill (1967), el mundo, sin genios capaces de amoldarse a lo que sea como lo fue Suzuki, parece hoy un lugar peor.
No por nada, pocos directores quedan ahí fuera capaces de hacer el hambre y la necesidad el motor de un cine del futuro.