Llega a los cines la novena parte de la mítica saga que comenzó a finales de los 70 George Lucas y cuyo testigo para finalizar esta nueva trilogía ha recaído de nuevo, tras un interludio con Rian Johnson, en las manos de J.J. Abrams. El film supone un cierre emotivo y digno a esta etapa que no arriesga pero tampoco defrauda.
Son las once y cinco de la noche. Acabamos de ver el preestreno de El ascenso de Skywalker y hemos llegado a casa, donde Kauko, nuestro perro, nos ha recibido a mi chica y a mí meneando el espinazo como si fuera un metrónomo. Katya se pone a hacer la cena para los dos y yo a pensar en cómo empezar a escribir el artículo que, como acabo de prometerle a Tones, tendré preparado para las nueve de la mañana. En los líos que me meto yo solo. En fin, unos cascos, la banda sonora de John Williams y a darle a la tecla.
Son las once y cuarto.
Kauko se eleva en un vano intento de rapiñar parte de la cena que Katya ha improvisado con los restos de la nostalgia que ayer compró para hacer unas pitas de pollo realmente ricas que se parecían notablemente a las que solía llevarle envueltos en papel de plata del trabajo. Siempre dice que se ponía muy contenta cuando terminaba mi jornada en una franquicia de healthy fast food afincada en Helsinki y, tras atravesar una ciudad siempre ajena envuelta por la nieve y la noche, llegaba a casa con ese producto de la gastronomía griego-turca. Pienso que, como nosotros esta noche, precisamente de lo que se ha alimentado esta última película de la trilogía que ha firmado J. J. Abrams es de restos de nostalgia.

Son las doce y cuarto.
Suena en mis oídos el tema de los Skywalker cuando miran el atardecer bicéfalo de Tatooine, señal incuestionable de que Star Wars ha sido siempre una obra nostálgica. Incluso los episodios del I al III son crepusculares. Al fin y al cabo, asistimos a la decadencia y final de la República. Sin embargo, Obi Wan le decía a Luke en el Episodio IV que un sable láser era una noble arma de unos tiempos supuestamente más civilizados. El viejo Ben, pues, echaba de menos una época en la que Yoda, ya viejo pese a moverse en ocasiones como un saltimbanqui, sentiría a su vez nostalgia de la anterior y por ello aconsejaba entrenarse para dejar ir todo lo que se temía perder.
Es la una menos cinco.
Pienso, mientras destilo el agua que el tipo de Aquaservice me trae de un acuífero perdido de Jakku, que Abrams se arrojó a la nostalgia desde el principio y se ha mecido entre sus brazos hasta el final. Nostalgia de la nostalgia de la nostalgia. Nostalgia al cubo. En el Episodio VII, paisaje sublime de un superdestructor abatido en mitad de desierto abrasador. En el Episodio IX, paisaje sublime de la Estrella de la Muerte caída en medio de un océano embravecido. El fantasma de Percy Shelley escribiendo Ozymandias vaga por la Primera Orden. La estructura narrativa de El despertar de la Fuerza fue un calco de Una nueva esperanza. Irremediablemente, El ascenso de Skywalker, tenía que dibujarse con un papel tras el cristal de El retorno del Jedi. ¿Cómo se le pudo ocurrir a Rian Johnson la osadía pro-millennial de querer matar lo viejo? Ni hablar. Una cosa es matar a Han Solo y otra muy distinta a George Lucas. ¿Cómo que los Jedi son vanidosos? ¿Qué es esa porquería nazi de quemar libros sagrados?

Es la una y veinte.
Siento que empiezo a embalarme con algo que me ronda desde que era un adolescente que visionaba en bucle La venganza de los Sith, algo que me hizo situarme del lado de la propuesta esgrimida por Johnson en Los últimos Jedi. En cierto modo, la seducción de Anakin por parte del reverso tenebroso fue culpa del Consejo, así como la caída de Kylo Ren en manos de Snoke fue de Luke. Al fin y al cabo, su estilo de vida monacal es propio de la moral del resentimiento judeo-cristiana hacia las pulsiones vitales que expone Nietzsche en La genealogía de la moral. La estricta vía apolínea se acaba revolviendo con furia hacia el extremo dionisíaco. Además, es precisamente el miedo y el rechazo visceral que profesan los Jedi a que sus alumnos se sientan atraídos por el lado oscuro lo que los precipita hacia el abismo. La intransigencia en el dogma de la Fuerza, como el mismo Luke le reconoce a Rey, es su debilidad. Pura vanidad.
Son las dos menos tres.
Pero, ¿qué nos queda si matamos a nuestros mentores clásicos del Bien? ¿Arrojarnos en brazos de los Sith? Kylo Ren, como buen iconoclasta, acabó el ecuador de la nueva trilogía proponiendo también reducirlos a cenizas. Construir un mundo nuevo. Acabar con esa negación de un presente doloroso, que diría cierto personaje pedante de Woody Allen, que supone la nostalgia. Por supuesto, el bueno de J.J. no iba a permitir esto y en Disney encantadísimos de volver a los valores tradicionales. Sin embargo, el camino ya estaba andado…

Son las dos y nueve.
Me gusta pensar en Abrams devanándose los sesos en busca de una solución satisfactoria en tiempo récord. Eso obliga a ceder, o mejor aún, a conceder, lo que lleva a convencer, es decir, a vencer contigo, con otros. Es probable que con- sea uno de los prefijos más bonitos y necesarios de nuestro idioma. Al consentir ciertas cosas exploradas por Johnson, Abrams consigue compenetrar su añorada nostalgia con la nueva andadura y alcanza el objetivo de su antecesor y relevo de destruir definitivamente lo viejo sin renunciar a ello. Esta aura de síntesis se puede percibir en cada fotograma de El ascenso de Skywalker. Hay un deseo de reunión entre los personajes, de reconocimiento de lugares comunes, reencuentro con los caídos y de recuerdo de lo olvidado. Hay anhelo de renovación. Re-, otro prefijo precioso y, sin embargo, en ocasiones también redundante.
Son las tres menos diez.
El Episodio IX es, por tanto, una vuelta una vez más a la ruina renovada, un digno final para una saga eternamente imperfecta y, por/a pesar de ello, increíblemente conmovedora. Un notable desenlace realizado por un director todavía no sobresaliente por falta de arrojo y exceso de prudencia. Una amalgama de respuestas resultado del ansia titánica y admirable de su creador por colocar algún tipo de argamasa a las grietas que los fans, fluctuantes como la Fuerza entre el amor más abrumador y el odio más profundo, han ido encontrando a lo largo de toda la historia galáctica. Una búsqueda de reconciliación en una balanza siempre tendente a la asimetría. Una mirada nostálgica hacia dos soles que, como una copa en una fiesta que nunca termina, siempre es la penúltima y sabe tanto a gloria como a resaca.

Son las tres menos cuarto de la madrugada.
Suena Star-Dust, compuesta por Michael Giacchino para Rogue One. Kauko duerme a los pies de Katya. Pienso que haría lo mismo que Ben Solo si se diera el caso.