Tras pasar nueve años parapetado detrás de un personaje, el presentador del nuevo The Late Show se postula a sí mismo como abanderado de una forma distinta de entender la televisión, la comedia y la cultura contemporánea: es el fin de la ironía y el momento de volver a decir lo que sentimos para poder hacer reír.
Empezó cantando el himno. Desde que abandonase su anterior programa, The Colbert Report, en diciembre del año pasado, los seguidores de Stephen Colbert (y sólo hay que escuchar los gritos extasiados cada vez que entra en escena para reconocer que este cómico tiene seguidores, en el sentido más amplio del término) se preguntaban cómo demonios iba a empezar. ¿Cómo se inicia una nueva etapa del Late Show, un formato creado específicamente para una persona (David Letterman) que lo convirtió en una alternativa real al todopoderoso Tonight Show? ¿Cómo se estrena un programa nocturno de variedades en 2015, donde uno no puede salir a dar una vuelta por internet sin encontrarse al menos doce artículos de opinión sobre el peligro de muerte o, al menos, de irrelevancia que corre el programa nocturno de variedades? Y, sobre todo, ¿cómo afrontas un periodo de transición entre el Colbert personaje y lo que quiera en lo que Colbert se va a transformar ante nuestros ojos en los próximos meses? [pullquote align=»right» cite=»» link=»» color=»» class=»» size=»»]Colbert se pasó los últimos años escondido tras una máscara de la que sólo ahora ha decidido prescindir.[/pullquote]
The Colbert Report no estaba presentado exactamente por él. El programa era, para todos aquellos que no lo conozcan —y tíos: creedme cuando os digo que tenéis un buen puñado de páginas del Libro de Oro de la Comedia Moderna con las que poneros al día— una sátira perfecta sobre el narcisismo ideológico sin demasiada base real de las personalidades mediáticas conservadoras. Es decir, que ese era Colbert y, al mismo tiempo, no era Colbert. En sus entrevistas recientes y en su podcast, se refiere a él como El Personaje. Lo que quiere decir que se pasó los últimos nueve años (más, si contamos su estancia como colaborador en The Daily Show) escondido tras una máscara de la que sólo ahora ha decidido prescindir. Y así es como se ha generado una paradoja interesantísima: Colbert es, probablemente, el primer hombre (sí, siguen siendo todos hombres) que ya desembarca a la franja de late night con una base de fans multitudinaria, en lugar de dedicarse a cosecharla a raíz de desembarcar en la franja de late night. Sólo que, de algún modo, no son sus fans. No son los fans del verdadero Colbert.
El verdadero Colbert sólo se había revelado a sus seguidores más constantes, los pocos que leían sus escasas entrevistas fuera de personaje durante los tiempos del Report, o los que conocían su carrera previa a Comedy Central. El verdadero Colbert es alguien que sólo decidió mostrarse ante una audiencia millonaria el pasado martes, cuando decidió abrir su estancia en el Late Show cantando el himno nacional en diferentes localizaciones de la Norteamérica tradicional. El hombre que ha estado manteniendo un constructo irónico durante casi una década decidió, en otras palabras, dinamitar toda idea de ironía desde el primer minuto. Esto no va a ir de memes prefabricados con famosos haciendo karaoke, sino de volver a las raíces del género que todo el mundo cree que está muriendo. De volver, en suma, a la sinceridad.
La Nueva Sinceridad es uno de esos conceptos para los que realmente necesitaríamos que David Foster Wallace siguiese con vida. De hecho, él fue uno de los primeros en preconizarlo dentro de E Unibus Pluram: Television and U.S. Fiction, su revolucionario ensayo sobre la cultura que aprehendemos por vía catódica (en los noventa, al menos, seguía siendo catódica). En sus últimos compases, DFW hablaba de cómo podrían ser los nuevos rebeldes de la literatura estadounidense, y su tesis era un regreso pendular a la honestidad, ese concepto que la posmodernidad había decidido enterrar en favor de la ironía. Como escudo protector contra el mundo, y como pequeño escaloncito para obtener instantáneamente una sensación de superioridad moral, la ironía es la compañera ideal para el narrador que no se quiere arriesgar. A la burla, a la ridiculización, al melodrama. La mirada por encima del hombro blindó a los posmodernos, pero también los introdujo de cabeza al cul-de-sac descrito por Roger Rosenblatt en su famoso artículo The Age of Irony Comes to an End. En él, el ensayista argumentaba que el giro de ojos y los «dame-un-respiro» no son más que un truco para no enfrentarse a las auténticas cuestiones, un mecanismo de defensa que permitió a muchos posmodernos esquivar los Grandes Temas sin que pareciese el caso. Entre Foster Wallace y Rosenblatt tuvo lugar, por supuesto, el 11-S, momento trascendental en la historia de Estados Unidos. Especialmente, de la comedia en Estados Unidos. [pullquote align=»right» cite=»» link=»» color=»» class=»» size=»»]El 11-S, momento trascendental en la historia de Estados Unidos. Especialmente, de la comedia en Estados Unidos.[/pullquote]
El Stephen Colbert personaje fue, en muchos sentidos, producto directo del 11-S. En los años posteriores a la tragedia no vivimos exactamente el fin de la ironía, pero sí una tregua que, entre otras cosas, permitió a George W. Bush esgrimir conceptos como «Eje del Mal» o «Guerra Contra el Terror», inimaginables en un contexto sociopolítico previo. La caída de las Torres Gemelas abrió un panorama en el que la ironía como mecanismo de defensa había quedado abolida: la sinceridad volvía a estar en alza, porque la sinceridad es la reacción más inmediata ante la magnitud de lo incomprensible. Pero entonces la administración Bush y sus medios palmeros empezaron a aprovecharse de ese repunte de sinceridad para servir a sus propios y no tan honestos fines, a menudo a través de un lenguaje tan barroco como, en el fondo, fatuo. The Colbert Report fue el testimonio perfecto de esos días, pero sobrevivió al propio Bush, convirtiéndose en el azote de una idea más amplia de conservadurismo mediático. Cuando Colbert (su personaje) decidió presentarse a las elecciones, el velero de la ironía chocó, como al final de El show de Truman, contra una pared pintada como un cielo abierto. En ese momento, Colbert y sus seguidores (la Colbert Nation) intuyeron que su potencial, de hecho, trascendía la ironía.
Durante su primera semana al mano del Late Show, Stephen Colbert ha hecho un buen número de cosas. Por ejemplo, llamar a Paul Simon (aunque no pudiera usar su verdadero nombre) para cumplir su sueño de tocar la armónica en Me and Julio Down by the Schoolyard. O fingir que ha obtenido el trabajo gracias a un amuleto satánico, uno de los muchos momentos donde pudo demostrar su ventaja frente a sus rivales de franja horaria: es actor, algo que los Jimmies no pueden decir (ni siquiera Fallon, que nunca ha interpretado otro personaje más que a Fallon). O aportar nuevas ideas para segmentos que lo alejen decisivamente del contenido creado para ser viral, ese tsunami de arbitrariedad que está haciendo un daño terrible al formato, al menos en términos de credibilidad crítica. Pero, sobre todo, Colbert entrevistó al vicepresidente Joe Biden. Y no fue una entrevista de late night al uso.
https://www.youtube.com/watch?v=opVaEC_WxWs
Este increíble momento televisivo, que ya ha generado su buen número de artículos invocand la Nueva Sinceridad (por una vez, CANINO no ha llegado primero), no ha roto ningún tabú: antes que Colbert, el infravalorado Craig Ferguson también pasó del formato chiste-anécdota-chiste para entrar en terrenos muy reales con algunos invitados. Pero este mano a mano podría ser histórico por dos razones. Para empezar, la gran mayoría de los analistas políticos norteamericanos dan por seguro que Biden acabará presentándose en el futuro cercano, y esta entrevista podría ser la que le franquease el acceso a la Casa Blanca. Y segundo: Colbert la introdujo en su primera, y decisiva, semana al frente del programa, justo cuando el público pensaba que se había acostumbrado al cambio de paradigma —se va el personaje, pero se mantiene su sentido del humor puro y absurdo—, justo cuando creían que comprendían al nuevo Colbert. Puede que no. Puede que lo que está haciendo tenga que ver con un regreso a la pureza del formato, a los tiempos de Carson, cuando el late night realmente importaba a (y, hasta un extremo, modeaba el) pensamiento colectivo de una nación. Como esos rebeldes del futuro que pronosticaba David Foster Wallace, Colbert ha decidido volver al pasado, a la honestidad sin tapujos, para poder encarar unos tiempos en los que la ironía amenaza con volver en forma de vídeo viral, TT o concurso de lip-sync en Periscope.
Así que el hombre que se ha pasado los últimos años siendo otra persona miró a los ojos al único político norteamericano en activo al que las sospechas de impudicia parecen pasarle por encima, y ambos se pasaron buena parte del programa hablando (sin chistes) de pérdida, de dolor, de fe y del estado de la nación. Ver The Late Show with Stephen Colbert en su semana inaugural se ha parecido mucho a ver Historia en gestación.
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Ese final del himno, cuando se quita la máscara y grita "Play ball!"… Jon Stewart, cómo te echo de menos.