Tracey Emin es una de las artistas más controvertidas de los últimos años. “Éso no es arte, es una tomadura de pelo” es la clásica muletilla que emplean quienes la desprecian para referirse a su obra. La publicación de sus memorias en castellano es la ocasión perfecta para acercarse a su obra con conocimiento de causa.
Una cama deshecha. A sus pies, sobre la alfombra, periódicos acumulados, “kleenex” usados, bragas manchadas de sangre… My Bed (1998) es una de las obras más conocidas de Tracey Emin, y también una de las más polémicas. No ganó el premio Turner para el que estaba nominada, pero Charles Saatchi pagó 150.000 libras por ella y dio fama a la artista, que paso de ser una desconocida para el gran público a alcanzar renombre mundial. La entrevista que concedió en televisión un año antes, completamente borracha, también contribuyó a convertir a Emin en el perfecto ejemplo de girl you love to hate.
Emin ha hecho de lo privado el eje de su obra. Lo del arte confesional no es nuevo: Frida Kahlo y Louise Bourgeois son los casos más conocidos, pero a diferencia de las anteriores, Emin ha expuesto su vida sin sutileza alguna. En Everyone I Have Ever Slept With 1963–1995 (1995), una tienda de campaña exhibía los nombres de todas las personas con las que Tracey durmió en ese periodo, desde la abuela con quien compartía cama en su infancia a amantes. A diferencia de las artistas anteriores, Emin no se anda con insinuaciones, no habla de amor, ni recurre a abstracciones, sino que hace algo que no escandaliza a nadie en los tiempos de Facebook y los estatus que dan más información de la que necesitamos, pero en los noventa era toda una provocación.
Para entender por qué Emin plantaba tiendas de campaña con nombres de amantes y amigos o camas de convalecencia en las galerías, hay que entender también la época. En los noventa las mujeres empezaban a alzar la voz con técnicas más agresivas, desde las riot grrls que salían a actuar con un “bitch” escrito sobre el vientre a la inversión de roles de la que alardeaba Madonna, mostrándose como la versión femenina de un womanizer y gritando al mundo que ella ponía las normas. Emin convierte su sexualidad, su aborto, su violación y los abusos que sufrió en su infancia en el eje de su obra: temas incómodos también para el espectador, que se da una hostia de realidad ante una presentación en la que nada se adorna ni se aborda con metáforas o ejercicios conceptuales.
“No tienes que nacer con huevos para tener huevos. Los cojones te pueden colgar entre las piernas pero también puedes demostrar que los tienes con tu actitud; es esto último lo que me ayuda a levantarme por las mañanas, lo que me inspira a cambiar mi vida, lo que mueve el mundo.”
En Strangeland, que se publica por primera vez ahora en castellano, la artista repasa su vida con la misma crudeza que emplea en el arte: no entra en detalles, pero tampoco embellece su vida ni trata de justificarse o quedar por encima del bien y del mal. El ejemplo más obvio lo tenemos cuando escribe acerca del hombre casado décadas mayor que ella con el que tuvo una relación y no oculta la existencia de la esposa enferma, abandonada y desterrada de su propia casa. Emin no busca la redención del lector, ni siquiera su empatía, sino que se limita a recorrer su infancia en Margate (marcada por la pobreza y un padre prácticamente ausente) a los primeros años de juventud, con todas sus relaciones fallidas, la violación, un aborto traumático (en el que terminó recogiendo al niño nonato con sus propias manos) o su alcoholismo. “Esto es lo que hay, y me da igual lo que pienses”, parece querer decir.