La llegada de El hijo ha sorprendido a la legión de seguidores del cine de superhéroes. Pero para el lector de cómics avezado, esta visión negra del mito de Superman esto no es ninguna sorpresa, porque las deconstrucciones y visiones críticas del género es una tendencia nacida en los años ochenta que sigue muy vigente a día de hoy en su versión en papel.
No debería sorprender que la figura del superhombre -encarnada en la figura de Superman y aparecida por primera vez en el primer ejemplar de la revista Action Comics, en mayo de 1938- sea continuamente diseccionada, analizada y revisionada desde el prisma del totalitarismo y el fascismo, basándose en la máxima de que el poder absoluto corrompe absolutamente. Porque aunque la criatura de ficción creada por Jerry Siegel y Joe Shuster para DC Comics haya sido siempre considerada un adalid de la libertad, la justicia y el bien en mayúsculas, su verdadero origen ya daba pistas de por donde iban a ir los tiros en la interpretación posmoderna y contemporánea del mito. Dicho origen primigenio apareció en 1933 en la revista pulp Science Fiction, bajo la forma de relato pulp en prosa titulado The Reign of the Superman, escrito por Siegel e ilustrado por Shuster.
Pero más allá de este relato de origen amateur, el icono creado por ambos autores se convirtió -tanto bajo su batuta como por sus continuadores- en símbolo de la bondad y la pureza, del bien y del orden. La llegada de Marvel Comics y sus héroes humanizados siguieron la misma tónica, aunque sus personajes -con mayores niveles de profundidad y capas que sus contrapartidas de la Golden Age– sí permitían el juego de la dualidad, aunque en la mayoría de las ocasiones el viraje ocurriera del mal al bien, exceptuando el via crucis vivido por Jean Grey en su transformación en Fénix Oscura. Todo cambiaría con la llegada de los años ochenta y sobre todo, con la de de Alan Moore.
Los precursores: Alan Moore, Rick Veitch y Pat Mills


En 1982, un joven Alan Moore rescataba en las páginas del magazine británico Warrior a Marvelman, un personaje creado en 1954 por Mick Anglo para el editor inglés L. Miller & Son y trasunto del Capitán Marvel/Shazam estadounidense de la editorial Fawcett Comics. El personaje tuvo -en su primera etapa- una vida editorial que abarcó casi diez años. Su reinterpretación a manos de Moore no tuvo dicha longevidad y periodicidad: la obra comenzó a publicarse en el segundo ejemplar de Warrior en 1982 y la cancelación de la revista provocó que hasta finales de los ochenta y ya dentro del mercado americano (bajo el paraguas de la desaparecida Eclipse Comics y renombrado como Miracleman) Alan Moore no pudiera rematar uno de sus trabajos más emblemáticos. Pero, en cambio, se convirtió en el punto de partida de una reinterpretación crítica y demoledora de los mitos del superhéroe americano.
Partiendo de los conceptos e ideas del tebeo original, Alan Moore entrega un trabajo demoledor, tanto en discurso como en forma. Apoyado por dibujantes como Garry Leach, Alan Davis, Chuck Austen y John Totleben, Moore disecciona no solo lo que significa la aparición de un ser sobrehumano en el mundo real, sino que convierte a estos seres aparentemente puros en víctimas de gobiernos y organizaciones secretas, que convierten la supuesta pureza en absoluta vileza y aquello sugerido en mostrado. En primer lugar, coloca en primera línea todo aquello que les era escamoteado a los lectores infantiles de dichas publicaciones, ya fuera la extrema violencia, la sexualidad de estos seres y sobre todo, la semilla perversa de sus propios orígenes, donde los mundos inocentes en cuatricromía se convertían en refugios de la mente, trampas mentales que ocultaban bajo su brillante superficie historias de abusos y vejaciones.

Es por ello que más allá de Michael Moran/Miracleman, la atención se centra sobre todo en uno de los jóvenes sidekicks del héroe: Johnny Bates, alias Kid Miracleman. En manos de Moore, Kid Miracleman se ha convertido en un perverso ser superior, donde la personalidad del niño que libraba al mundo del mal ha quedado sepultada y torturada por un alter ego adulto sociópata y ebrio de poder que se convertiría en el ejemplo fundacional del superhéroe perverso. Si en su primera aparición, la personalidad pública de este crecido Johnny Bates trae al recuerdo al futuro Ozymandias creado por Moore para Watchmen (1986-87), su posterior desarrollo nos muestra gráficamente los límites ultraviolentos a los que pueden llegar unos personajes y símbolos que representaban hasta ese momento el bien y la inocencia suprema. El enfrentamiento de ambos en los compases finales del arco argumental lleva al extremo la mayor violencia gráfica jamás representada hasta el momento en un tebeo de superhéroes, lo que unido al arte de John Totleben, acerca al género al terror más puro. Un combate que, al igual que en pasajes previos de la obra, demuestra que incluso al héroe del relato no le tiembla el pulso para descargar su extrema violencia ante una humanidad que para estos semidioses no son más que meras hormigas.
Desde los orígenes de Superman a ‘Watchmen’, ‘Miracleman’ o ‘Invencible’, revisamos la mitología invertida de los superhéroes: cuando los poderes no garantizan la nobleza a toda costa.
Alan Moore seguiría reinterpretando la aparente inmutabilidad de los iconos del género en Watchmen, la visión definitiva de los superhombres en un entorno realista, donde las acciones de estos seres reconstruyen y transforman el mundo tal y como lo conocemos -al contrario que en los relatos habituales de las dos grandes, donde el mundo no se ve afectado por la aparición de los mismos- y que a su vez, ahondaría y diferenciaría la visión de Moore y la de sus contemporáneos. Incluso seres de actitud tan reprobable como Kid Miracleman, Rorschach, Ozymandias o el Doctor Manhattan son analizados y diseccionados desde un punto de vista basado tanto en la comprensión como en la compasión. Todo lo contrario de lo que harían los dos siguientes autores que dinamitarían el subgénero y sus héroes con pies de barro: Rick Veitch y Pat Mills. Si Moore mira al género desde la desesperanza y la empatía -lo que no quita para entregar un demoledor relato y retrato del mismo- Veitch, y sobre todo Mills, no ocultan su desprecio y rechazo por el mismo. Lamentablemente, el trabajo de ambos autores -tan influyente en la reformulación del tebeo de superhéroes del siglo XXI- es un gran desconocido para una parte del fandom.


Rick Veitch -amigo y colaborador de Alan Moore en su etapa al frente de La Cosa del Pantano (1984-87) y posteriormente en Greyshirt, su homenaje a The Spirit de Will Eisner en la serie antológica Tomorrow Stories (1999-2000)- realizó una ambiciosa y visionaria trilogía superheróica, que comenzó en 1985 con El Uno -bajo el sello Epic Comics de Marvel- y continuaría con El Maximortal, para finalizar con Niñatos en el año 1996. Una trilogía de historias aisladas las unas de las otras, pero que leídas en su conjunto conforman un universo retorcido, donde los elementos básicos tanto de los conceptos del género como de su historia son transformados en verdaderas distopías del horror. A través de la descarnada y feísta visión de Rick Veitch y partiendo de los conceptos básicos vistos en el Miracleman de Moore, el autor se adentra en un relato que critica abiertamente tanto las estructuras narrativas de la ficción como las de su estructura empresarial. Pero sobre todo brilla por su visión del mito del héroe. Un héroe que en su versión primigenia, Superman -ya sea El Uno o El Maximortal- se convierte en manos de Veitch en una criatura ajena a toda empatía y cuya deficiencia mental bajo estándares humanos lo convierten en arma de destrucción masiva y totalitaria en manos de gobiernos fascistas que pretenden doblegar a una sociedad decadente gracias a los milagros del capitalismo en su versión más neoliberal.
Rick Veitch llegaría aún más lejos en el tercer y mejor fragmento de su trilogía, Niñatos. Una visión demoledora del sidekick clásico del tebeo de superhéroes, que aquí es convertido en subyugado infante en manos de unas contrapartidas adultas que sacan al exterior todo aquello que subyacía en los estratos más bajos de los relatos originales, tales como una Wonder Woman dominatrix de tendencias lésbicas, un Batman pederasta o un Green Arrow que disfruta con las adicciones y torturas psicológicas infligidas a su compañero de aventuras. Un conjunto de héroes que dominan y controlan a una sociedad que ha perdido la capacidad de soñar y aceptan el sometimiento a unas figuras autoritarias de poder que han destruido el mundo a imagen y semejanza de los señores feudales de antaño.

Aún más allá llegarían Pat Mills y el dibujante Kevin O’Neill con Marshal Law. Una reinterpretación de los superhéroes antisistema y de alma punk, donde no solo se arroja una crítica arrolladora e irrespetuosa acerca del pasado del género, sino una mirada absolutamente lúcida sobre las nuevas formas del vigilante enmascarado contemporáneo, nacido en los años ochenta. A partir de un conjunto de miniseries y especiales publicados entre 1987 y 1993, Mills y O’Neill no dejan títere con cabeza en su repaso a las figuras y conceptos más prominentes de la historia de los tebeos de superhéroes, que van desde iconos de la Golden Age como Superman, Wonder Woman y Batman a los héroes neuróticos de Stan Lee y Jack Kirby, pasando incluso por los integrantes aparentemente naifs e inocentes de La Legión de Superhéroes. Todo ello en un universo distópico, que al igual que los ejemplos previos basaban su visión en la opresiva atmósfera conservadora y totalitaria del neo-conservadurismo propugnado por dirigentes como Ronald Reagan y Margaret Thatcher. El conjunto estaba apoyado en un irreverente arte gráfico, donde las perspectivas planas, los físicos escorzados y el barroco horror vacui de sus viñetas representaban perfectamente la deriva y purulencia interior que anidaba en el género. Una pesadilla fascistoide de trazos anarquistas, tan excesiva como imprescindible.
Tres trabajos precursores donde Mills, Moore y Veitch hablaban y desmontaban el género de superhéroes para hablar no solo de las condiciones sociales y políticas de los años ochenta y la desesperanza asociada a ellas, sino que desarrollaban un discurso certero acerca de los orígenes de aquella situación, tanto en el mundo real como en las viñetas. Los tebeos de superhéroes originarios eran aparentemente inocentes, pero dentro de ellos subyacía un discurso propagandístico capitalista y ferozmente neo-liberal hartamente pernicioso, que conformó un universo de blancos y negros en varias generaciones de lectores y, en consecuencia, en el desarrollo de la sociedad contemporánea.
La irrupción en el mainstream

Por supuesto, el mainstream no tardaría en acoger la tendencia. No hay que olvidar, que en paralelo a estos tres trabajos mencionados anteriormente, habían aparecido dos obras de la magnitud de Watchmen y el Dark Knight de Frank Miller, con lo que ello conllevó para el género. Y si al principio esta visión negativa de los impolutos héroes de antaño trajo consigo una perniciosa invasión de vigilantes y antihéroes sobrecargados de testosterona y armas de formas fálicas -curiosamente una mala interpretación de los excesos parodiados por Pat Mills en Marshal Law– tales como el sustituto de Batman Jean Paul Valley, los supermanes aparecidos tras la muerte de Superman, los X-Force de Rob Liefeld y posteriormente los engendros infantiloides de la factoría Image, el género aunó ambos mundos para provocar un retorno a los orígenes. El primer caso digno de mención sería una publicación de DC Comics, Kingdom Come (1996) de Mark Waid y Alex Ross y que partía -supuestamente- de un concepto desarrollado y no realizado por Alan Moore para DC en los ochenta titulado Twilight of the Superheroes.
A finales de los años noventa, intentando devolver el lustre a una industria ahogada por el oscurantismo mal entendido y el exceso de violencia y provocación basada en la nada, los superhéroes buscaron un retorno a la luminosidad de sus orígenes, confrontándoles con su reverso tenebroso, que había pasado de ser un elemento crítico a ser absorbido y blanqueado por lectores y editoriales. El trabajo de Waid y Ross mostraba -a través del pictórico e icónico arte realista de Ross- un futuro universo DC donde -a la manera de los melancólicos y depresivos héroes de Moore- los iconos de antaño habían abandonado la actividad superheroica y su contacto con el mundo, dejando a la Tierra y, en consecuencia, a los seres humanos que la habitan, en manos de las peores versiones de sus contrapartidas noventeras.


Es en ese punto donde este trabajo y las obras venideras provenientes del mainstream difieren de los trabajos anteriores que demolían el género. Para Waid y Ross, la pureza de los héroes de la Golden y la Silver Age era auténtica, héroes simples para tiempos más simples que habían sido degradados por las interpretaciones de Moore, Mills o Veitch. Es por ello que Kingdom Come termina como un canto al sacrificio del héroe y en una integración y rehabilitación de la nueva generación. Estos últimos no son fruto del pasado y consecuencia lógica de las largas sombras de sus precursores, sino únicamente unos jóvenes descarriados.
Esta tendencia de salvar los muebles y el significado oculto de estas mitologías, continuaría hasta nuestros días tanto en DC como, en menor medida, en Marvel. Grant Morrison, en su novela gráfica JLA Tierra 2 (2000) -junto al dibujante Frank Quitely– reciclaba al Sindicato del Crimen de América -una versión maligna de la Liga de la Justicia que perecía en Crisis en Tierras Infinitas (1985-86)-. Les imbuía del espíritu de un grupo de vigilantes salidos del Niñatos de Rick Veitch para confrontarlos con la JLA tradicional, que era realzada y ensalzada. El resto de trabajos de DC Comics que se acercaban al lado oscuro de estos héroes -ya fuera en la continuidad o en líneas temporales alternativas- entregarían gozosos trabajos que irían desde la transformación en Crisis infinita (2005-06) del Superboy de la Silver Age en un sosías del Kid Miracleman de Alan Moore. Pasando por las versiones totalitarias de Superman y Batman en Poder absoluto de Jeph Loeb y Carlos Pacheco, la transformación de los héroes en sus versiones dark en Eclipso – La oscuridad interior (1992) o la transformación del ya de por si fascistoide Halcón en el dictador totalitario Monarca en Armageddon 2001 (1991), de Archie Goodwin y Dan Jurgens.


Aún más interesante serían versiones alternativas de las leyendas del héroe de Krypton, como el Elseworlds titulado Superman Hijo Rojo (2003), obra de Mark Millar y Dave Johnson, donde el inmigrante kryptoniano caía en Rusia en vez de en la Kansas fordiana, convirtiéndose en un totalitario pero magnánimo icono del comunismo staliniano, transformando a su vez el equilibrio de poder en nuestra historia del siglo XX. Pero todas estas versiones en negativo de los anteriormente puros e inocentes héroes servían, más que para desprestigiarlos, como relato cautelar para ensalzar la bondad primigenia de un género y unos personajes que no debían salirse del redil. En los últimos años, la tendencia a mirar el otro lado del espejo de los héroes han dado como resultado eventos como Forever Evil (2013) de Geoff Johns y David Finch, que recicla los aciertos del Sindicato del Crimen de Morrison sin aportar nada especialmente reseñable, o Dark Nights: Metal (2017) de Scott Snyder y Greg Capullo, donde los personajes de DC Comics han sido testigos, junto al lector, de la aparición de una caterva de versiones en negativo de Batman, siendo el Batman Que Ríe quien se ha convertido en el último gran fan favorite de la afición.
Marvel Comics no ha jugado tanto con este concepto, sobre todo porque sus personajes no permiten la multiplicidad de miradas que si tienen los héroes de DC. Pero tímidamente, sobre todo a partir de la llegada del editor Joe Quesada como jefe editorial de la Casa de las Ideas, existen algunas propuestas que aportan una mirada más cínica que crítica, especialmente en The Ultimates (2002-07) de Mark Millar y Bryan Hitch. En tan fundacional serie, punto de partida para una nueva manera de entender los superhéroes desde el punto de vista industrial, Millar se apoya en la horizontalidad magnificada y el trazo espectacularmente realista de Bryan Hitch y redefinir a Los Vengadores, atreviéndose a sacar a la luz los deseos y características más oscuras de los mismos. Un Capitán América que más que nunca es un hombre fuera del tiempo debido a su mentalidad ultraconservadora fruto de los años cuarenta, el alcoholismo y nihilismo autoconsciente de Tony Stark, la personalidad abusadora de Henry Pym dirigida hacia su esposa Janet Van Dyne, la incestuosa relación entre Wanda y Pietro Maximoff -aquí más mostrada que la sugerida en los tebeos clásicos- o un Hulk que se convierte en una fuerza de destrucción masiva tan grande y peligrosa como Kid Miracleman o los superhéroes psicóticos de Marshal Law, motivado por la liberación de los deseos más reprimidos -la mayoría de ellos de índole sexual- de un enfermizo Bruce Banner.
Hijos del 11-S: Las propuestas contemporáneas


En paralelo a estas propuestas mainstream, la llegada del nuevo siglo y, sobre todo, los atentados del 11-S, tuvieron como fruto una nueva hornada de autores y títulos que continuaron e incluso en algunos casos plagiaron los aciertos de sus ilustres precedentes. Es el caso de Garth Ennis y su mirada despectiva a los héroes en mallas, cuyo máximo exponente sería The Boys (2006-12), donde recoge el testigo de la mirada de Pat Mills en Marshal Law y el grotesco grafismo de los tebeos de Rick Veitch -de la mano del dibujante Darick Robertson-. En la serie entrega un nuevo relato de camaradería tradicional entre colegas made in Ennis, en su lucha contra unos superhombres y superheroínas que se han convertido, embriagados de poder, en la mayor amenaza para los seres humanos.
Parecido acercamiento es el de Mark Millar y Frank Quitely al recoger el testigo de Warren Ellis y Bryan Hitch en The Authority. Millar llevó al extremo la propuesta del más inteligente y sutil Ellis, convirtiendo al supergrupo protector del universo en una cuasi fuerza totalitaria a quienes, aunque de principios aparentemente puros, no les tiembla el pulso en forzar su poder ante unas Naciones Unidas tan corruptas como impotentes ante la magnitud de estos superhombres, una idea que sirvió de punto de partida para la premisa de su posterior Superman Hijo Rojo. Pero si su The Authority eran héroes con actitudes y puntos de vista tan totalitarios como criticables, no se podía decir lo mismo de la némesis del supergrupo en su primera saga, reconvertidos en jueces, jurados y ejecutores. Un trasunto paródico y desmitificador de Los Vengadores -también una protoversión más negativa de sus futuros Ultimates– que masacran, violan y destruyen, apoyados por los poderes ocultos del mundo, al estilo de los superhombres de Miracleman o la trilogía de Rick Veitch.

Mark Millar convertiría la virtud en vicio en su universo compartido llamado Millarworld, introduciendo el mismo concepto en multitud de géneros asociados a los superhéroes. Desde los superhéroes juveniles perversos y trastornados de Kick-Ass, al ripeo absoluto de los conceptos de las obras de los ochenta y la reinterpretación de Superman en la muy mediocre Superior, junto al dibujante Leinil Francis Yu o Wanted, su pretendida aproximación al Watchmen de Moore, pero con la “originalidad” de posar la mirada en la deconstrucción de los supervillanos. Todo ello aderezado con violencia y provocación vacua, apropiándose de los hallazgos de autores previos y superiores, pero sin aportar nada más que gratuidad con ansias de provocación, sin un discurso de fondo que sustente sus vacíos artificios.
Más interesante sería la aproximación de Robert Kirkman a los mitos del héroe adolescente -con Spider-Man en el espejo retrovisor- y Superman con Invencible. Un serial en apariencia fresco y luminoso que en sus primeros compases se entiende como una versión juvenil y liviana del héroe de Krypton mezclado con la atmósfera de cotidianeidad de la creación de Lee y Steve Ditko, para acabar rompiendo las expectativas y creencias, tanto del personaje protagonista como de los lectores, en su ejemplar número 11. En dicho número, descubrimos al unísono, tanto lectores como protagonista, que la llegada a la tierra de Mark Grayson, al estilo de inmigrante intergaláctico a la Kal-El, no era más que una primera pica para la invasión multitudinaria de una raza totalitaria llamada los Viltrumitas, comandada por su padre -un trasunto de Jor-El- que únicamente pretende la colonización y el sometimiento a la fuerza de toda la galaxia. Es tanto este concepto, como la figura del Ultraman de DC Comics desarrollado por Grant Morrison y posteriormente por Geoff Johns, el que quizá sea el referente más cercano de los creadores de El hijo (2019).


Al igual que la mayoría de estos últimos ejemplos de la contemporaneidad comiquera, El hijo busca poco más que epatar. Una gamberrada que entremezcla superhéroes con slasher, que basa sus golpes de efecto en un gráfico y efectivo gore, pero que más allá de la travesura y la patada en el culo al tono y estilo del Superman de Zack Snyder, poco más se puede rascar de ella. Al contrario que las obras de los ochenta y su discurso político, social y artístico o algunas de las obras post 11-S que sirven como terapia y catarsis de lo ocurrido, las imágenes de El Hijo no permanecen en la retina y en las mentes de sus espectadores. Un trabajo que bebe de todas y cada una de las fuentes aquí expuestas, pero que no alcanza en ningún momento las infinitas interpretaciones, tonos y conceptos que cualquiera de ellas atesoran.