Hace treinta y cinco años, Siouxsie and the Banshees se erigieron en arquitectos del after-punk siniestro con su cuarto álbum. Para celebrarlo, recorremos sus surcos bailando alrededor del fuego con pagano frenesí.
El 6 de junio de 1981 se ponía a la venta el cuarto disco de Siouxsie and the Banshees. Hijos primogénitos de la oleada que inició el punk británico, la banda fundada por Siouxsie Sioux y Steve Severin había encontrado en John McGeoch y Budgie la sociedad perfecta. Forjado con ánimo conceptual, Juju desplegaba imágenes malsanas (necrofilia, vudú, niños asesinados, canibalismo, lujuria pagana) tejidas sobre la contundencia sonora (psicodelia retorcida, percusión tribal, bajo ominoso, riffs a cuchillo). 35 años después, recorrerlo tema a tema confirma la condición de clásico indiscutible y una influencia inabarcable.
Al repasar las fotografías del punk británico capturadas cinco minutos antes de su estallido definitivo, es inevitable topar, una y otra vez, con la presencia en primera línea de la pálida punk que no tardaría en adoptar el nombre de Siouxsie Sioux. Seguidora de los Sex Pistols desde sus primeros conciertos, muy pronto les teloneará con su propio grupo, acompañada del inseparable Steve Severin al bajo. Sid Vicious y Marco Pirroni (futuro guitarra de Adam & the Ants) completaban la alineación original de 1976, más anecdótica que nada porque no sobrevivió a su debut en el primer festival punk.
Una de las muchas virtudes del punk es que las bandas nacían un día y se estrenaban en directo al siguiente sin que el caos y la impericia fulminaran el asunto. Siouxsie and the Banshess no tardaron demasiado en entregar un hit como Hong Kong Garden (1978) donde Siouxsie destacaba como vocalista hipnótica alejada de la estridencia punk. Tras dos primeros álbumes, The Sream (1978) y Join Hands (1979), el abandono súbito de John McKay y Kenny Morris rompía la primera formación estable pero propició la llegada de Budgie (The Slits) y John McGeoch (Magazine), guitarra y batería cuyos aportes catapultaron el sonido de los Banshees. El resultado fueron dos discos míticos. Primero Kaleidoscope (1980), donde la suma de sintetizador y caja de ritmos evidenciaban el cambio y éxitos como Christine y Happy House, su solidez. Luego llegó Juju, el mejor de la banda porque no tiene desperdicio: todos los cortes son buenos y algunos memorables.
El álbum se concibió buscando la unidad conceptual en sus canciones, algo sorprendente porque era más propio de los dinosaurios que el punk había jubilado; pero Juju suponía algo diferente por temática y sonido. Las letras buscaban ese lugar común en el horror y lo siniestro, plagadas de referencias crípticas a niños asesinados, muñecas vudú, rituales paganos, canibalismo, cadáveres en neveras o lujuria necrófila. Ensoñaciones de psicodelia tenebrosa y perturbada que Siouxsie cantaba en primera persona, alternando perspectivas de víctima o verdugo.
Esos versos, ideales para la vocalista, se erigían sobre una contundente densidad instrumental que también se enriquecía de la oscuridad temática, dando músculo a un sonido apuntado poco antes por Joy Division. Esa envolvente intensidad musical permitía el brillo del resto de componentes: el bajo abisal de un Steven Severin pletórico, Budgie abducido por tams tams primigenios y John McGeoch desgarrando riffs a toda velocidad. Presididas por un tótem africano y envueltas en un caótico montaje de partituras arcaicas (el diseño de portada es mérito del histórico Rob O’Connor, entonces en nómina de Polydor), las canciones continúan llamando al éxtasis agitado, ya sea sometidas al vértigo de la aceleración como en reposo, tejiendo atmósferas agobiantes donde perdura la rabia punk original.
El influjo de Juju es hoy evidente, empezando por Robert Smith (The Cure), quien acabaría sustituyendo a un McGeoch fulminado por las drogas; y continuando por el rock gótico en su totalidad, del que Juju es pieza fundacional aunque lo que vino después acabó olvidando que lo siniestro no está reñido con la furia. Pero el rastro del disco va mucho más allá y llega hasta Johnny Marr (The Smiths) o John Frusciante (Red Hot Chili Pepper), devotos confesos ambos. Juju es un discazo, y cualquier duda al respecto queda despejada si se revisa tema a tema, danzando alrededor de una hoguera la Noche de Walpurgis, que es como hacemos las cosas en CANINO.
Spellbound
Juju se abre con una auténtica declaración de intenciones que es, al mismo tiempo, un cuento de miedo que te quiere de protagonista, víctima de un hechizo, convertido en muñeco. Late esa intención de sortilegio en una canción que resume la gama sónica de los próximos cuarenta minutos. La contundente percusión impulsa los abisales acordes del inicio, pero la rabia melódica que la alimenta siempre quiebra hacia lo inesperado, del guitarreo acelerado a los tambores caníbales, anunciando una inminente estrofa para tatarear que nunca llega y sí en cambio el vértigo rítmico. El trance está ahí, el sortilegio funciona, acabas agitando el cuerpo con la danza de los muñecos de trapo, sin retorno. Y cuando el hechizo te ha atrapado, nada mejor que cortar por lo sano para dejarte ahí tirado, desconcertado, perdido, buscando una salida.
Into the Light
Embrujados y en trance, el desenfreno da paso a la calma con un medio tempo robusto pero no menos inquietante, sometido a una percusión monolítica y obsesiva envuelta en matices psicodélicos. En un álbum de pop oscuro como este, que pide nocturnidad para su óptima escucha, la contradicción de una canción que habla de luz es solo aparente. Lo lumínico es aquí cegador y el blanco, espectral. Es la luz de las tinieblas, hacia donde caminan los muertos, y hacia ella avanzamos.
Arabian Nights
La tercera canción de Juju es, con la primera, uno de los grandes hitazos de la banda. También la más popera y bailable del álbum, atributos que, junto a su línea de bajo memorable, la acercan a ese post-punk que no por siniestro estaba reñido con la melodía refulgente. Frente a la condición de paréntesis exótico, la letra entra en rebeldía diseminando lo extraño en sus versos. Por un lado, esas referencias a turistas, sombrillas y petroleros en arenoso marco arábigo que casi se dirían ballardianas. Por otro, el tramo final ofrece una lectura sórdida y satánica: “Kept as your baby machine/Whilst you conquer more orifices/Of boys, goats and things/Ripped out sheeps eyes”. ¿Orificios que no son el de hacer niños? ¿De chicos y cabras? ¿Arrancar ojos? Ay madre, esto parece escrito por Abdul Alhazred.
Halloween
En un álbum entregado a lo tenebroso en temática y atmósfera, no podía faltar la cita a la fiesta pagana por excelencia, lugar común casi necesario. Siouxsie Sioux se pone la máscara y se entrega al lado lúdico de la celebración, al truco o trato y golosinas, en un tema vigoroso de psicodelia acelerada, un riff que se abre paso como un machete entre telarañas y la poderosa base rítmica. Se reparten dulces, sí, pero cuando lo malsano hace acto de presencia, con ese críptico recuerdo al asesinato de un niño, sabemos que no hay truco y que el trato es de sangre.
Monitor
Cerraba la fulgurante cara A del vinilo este temazo comandado por los guitarrazos de un John McGeoch colosal que con su arrebatado rasgar de cuerdas, presente también en la inicial Spellbound, marcaría a músicos en principio tan alejados de las tinieblas como Johnny Marr de The Smiths. La letra, de nuevo críptica, podría descifrarse como una oda al cine snuff, con esa víctima que mira a cámara para entusiasmo del espectador. “The Real McCoy”, la cosa auténtica, ya sabes.
Night Shift
Abre la B una pieza de gótico oscuro y densidad asfixiante, reposada y espectral, que define como pocas el paseo por el lado turbio de lo psicodélico cultivado por la banda. Inspirada en el entonces activo Destripador de Yorkshire, parece claro que dentro del sombrío catálogo de horrores del álbum ocupa el espacio dedicado a lo necrófilo, invocando cuerpos fríos, amores gélidos, cadáveres que esperan visita durante el turno de noche y el orgasmo de la disección. Todo eso quizá explica las razones por las que no acabó convertida en single aunque lo mereciera de largo: se trata de la mejor “canción menos popular” de un disco poblado de ellas.
Sin in my Heart
El éxtasis prosigue con temazo casi instrumental, dada su escasa y repetitiva letra de matiz perverso, con ese pecado que nace “cuando te arrastras a mis pies”. La banda sonora a este lúbrico juego de dominación incide en una estructura presente en buena parte del álbum. Parsimonia en los acordes iniciales, vitamínica irrupción rítmica, crescendo hasta la epilepsia guitarrera de McGeoch y luego ya con Budgie dándolo todo con su implacable tam tam de la jungla. A cada nuevo giro por esa espiral melódica la banda aplica mayor velocidad y eso, amigos, es la herencia del punk. Ha perdido inmediatez a cambio de complejidad, pero la rabia siempre acaba emergiendo por un orificio u otro.
Head Cut
Soiouxie Siux aúlla primero y luego ruge en una canción que empieza con torsos, moscas y cadáveres troceados en la nevera para luego saltar de lo psicópata a lo tribal con cabezas reducidas, danzas alrededor del fuego y llamadas al canibalismo. La banda la acompaña por caminos similares en una llamada a lo primitivo, de ritmo retorcido, con la que es fácil acabar serpenteando en danza pagana y primigenia, al son de tambores de las cavernas.
Voodoo Dolly
Un disco como este no podía terminar de otro modo que no fuera con un éxtasis de oscuridad ruidista que además te coloca de nuevo como víctima de un ritual de magia negra. Siete minutos de pesadilla que cierran el círculo iniciado con el hechizo de Spellbound, y cuya longitud (la más larga de un álbum que mesura bien la duración de sus canciones) acaba sumergida en el caos y la distorsión, estableciendo un inesperado vínculo final con Velvet Underground o Sonic Youth… con alfileres por en medio. Vamos, el colofón definitivo a una obra memorable, labrado como una maldición gitana