Tenet: el megalómano álbum doble de Christopher Nolan

El estreno de Tenet de Christopher Nolan ha vuelto a despertar los ánimos de sus enfervorecidos seguidores y sus persistentes detractores. Una obra total para la filmografía del autor de la trilogía de El Caballero Oscuro, Origen y Memento, que, al igual que los álbumes dobles de las estrellas del pop y del rock, aúna en su interior lo mejor y lo peor de un autor al que los límites de la pantalla cinematográfica se le han quedado pequeños.

Durante los años ochenta y noventa -en la eclosión y auge de la cultura de unos iconos del pop y el rock más grandes que la vida misma- fue habitual entre los grandes artistas abrazar una megalomanía rampante y lanzarse a la publicación de álbumes dobles donde pretendían alcanzar los cielos. Todo a partir de unos trabajos donde el estilo de los distintos autores era llevado al paroxismo, entregando unos trabajos de doble duración, caras a y caras b, dilatadas todo lo que permitían los formatos que tenían a su disposición y que revelaban lo mejor y lo peor de dichos músicos, entregando a su vez una radiografía lo más exacta posible de lo que anidaba en ellos. 

Ejemplos, múltiples y variados: Sign of The Times (1987) de Prince; Use Your Illusion I&II (1991) de Guns and Roses; Mellon Collie and The Infinite Sadness (1995) de Smashing Pumpkins, o retrotrayéndonos al pasado más lejano, The White Album (1968) de The Beatles o The Wall (1979) de Pink Floyd, o en el más reciente, Reflektor (2013) de Arcade Fire. Trabajos que se convertían en la cima y la cúspide de un grupo o artista en solitario, reflejando de manera magnificada las luces y las sombras de los mismos. Una época donde los artistas no estaban supeditados a la dictadura del single en streaming y los álbumes se convertían en unidades indivisibles y conceptuales. Un lugar donde esos dobles álbumes se convertían en el espejo y reflejo de la personalidad, intenciones y búsqueda de trascendencia de sus autores.

Algo parecido ocurría en el pasado más o menos reciente del cine mainstream, en concreto hasta principios del siglo en curso. Desde las obras kamikazes de verdaderos enfants terribles del Nuevo Hollywood como Michael Cimino y su La puerta del cielo (1980) o Francis Ford Coppola con Apocalypse Now (1979) o Corazonada (1981). Más cercanos a la actualidad -en las postrimerías del siglo XX y los albores del XXI- directores como las hermanas Wachowski o Peter Jackson, acometieron en el seno del mainstream, excesivas, interesantes e irregulares propuestas de inmensa magnitud como Matrix Reloaded (2003) y Matrix Revolutions (2003), o King Kong (2005). Rara avis de una industria cada vez más corporativa y estandarizada, en cuyo horizonte se vislumbraban ya las sagas Crepúsculo, Los juegos del hambre, Harry Potter o el Marvel Cinematic Universe. En ese cambio de tendencia, durante las dos primeras décadas del siglo XXI se incorporaría la particular figura de Christopher Nolan.

Christopher Nolan: el director es la estrella

Particular, porque Christopher Nolan se encuentra entre los dos mundos, miradas y tendencias mencionadas anteriormente. En primer lugar, se asemeja a los directores del Nuevo Hollywood de los años setenta en su capacidad para llevar el peso de la producción bajo sus hombros y bajo su nombre. Da igual que haga una entrega de Batman, un juguete entre Jorge Luis Borges y Alain Resnais como Origen (2010), o un drama bélico vaciado con tintes formales kubrickianos como Dunkerque (2017). El calificativo de “la nueva película de Christopher Nolan” va más allá del género de la película. Se convierte en una película-acontecimiento para la cinefilia, ya sea para amarle más intensamente o para odiarle más profundamente. En el panorama actual de la industria de Hollywood, solo Quentin Tarantino ocuparía o compartiría dicho status.

La diferencia entre ambos autores -más allá de las evidentes diferencias formales, estilísticas y referenciales- se encuentra en la magnitud y el alcance de público de sus propuestas. Si Tarantino roza ligeramente al público de multisalas, con películas populares que alcanzan los 400-500 millones de dolares de recaudación mundial como máximo, los trabajos de Nolan ingresan como mínimo dichas cantidades, acercándose normalmente a los 700-800 millones, e incluso superando la codiciada barrera de los 1000 cuando su sello se acerca a personajes franquicia o icónicos, como sus dos secuelas de la trilogía dedicada al Hombre Murciélago. Nolan no solo alcanza a los cinéfilos de pro, sino que es un verdadero imán para las masas de espectadores medios que llenaban las salas en los tiempos pre-Covid.

Algo curioso, porque el cine de Nolan en sus formas y resultados, más allá de su magnificencia operística y su estruendoso ritmo y giros de guion tan tramposos como efectivos en la gran mayoría de las ocasiones, esconde unos referentes que no podrían considerarse populares. El cine de Nolan mira (o intenta mirar) a escritores como Borges o Julio Cortazar, al cine de los mencionados Stanley Kubrick o Resnais, pero también a Michelangelo Antonioni o al Jean Luc Godard más de género (Lemmy contra Alphaville (1965), Made in USA (1966)), aunado por un estilo formal áspero y en algunos aspectos bauhasiano que entronca levemente con las propuestas del Free Cinema, en especial en su primer largometraje, Following (1998) o en sus dos trabajos más recientes, Dunkerque y Tenet (2020). 

Pero también su cine se nutre de lo que erróneamente se ha venido en llamar “baja cultura”: el cine de espías, con James Bond a la cabeza, ha rondado la filmografía del cineasta desde el momento que reconvirtió la figura de Batman a los tropos y modos formales y argumentales del personaje de Ian Fleming. Algo que luego introdujo en su acercamiento racionalista e intelectualizado del mundo de los sueños en Origen y que explota en Tenet, su último trabajo. Obra que sirve como ejemplo total y global de lo que ha venido siendo el cine de Nolan en los últimos veinte años, llevado hasta su máxima potencia.

La Cara A de Tenet: entre Following y Alain Resnais

Tenet es el doble álbum de Christopher Nolan. Un trabajo que a partir de su estructura narrativa, formal y argumental puede interpretarse como uno de esos dobles álbumes de los que hablábamos. La primera mitad de la cinta es su Cara A. Quizá su cara más interesante. El lugar donde Nolan se retrotrae a los aciertos de sus primeros trabajos: el vaciado emocional tanto de escenarios, planos y personajes de Following y la aparente cripticidad de su Memento, además de revertir la narrativa de la misma, no desde su montaje, sino desde su propio argumento. Una primera mitad de la cinta que mira de soslayo al cine de Alain Resnais (en especial El año pasado en Marienbad -1961-) al Jean Luc Godard de Lemmy contra Alphaville e incluso al Michelangelo Antonioni de su trilogía conformada por La aventura, La noche y El eclipse. Una cinta que arranca en un in media res habitual en el cine de su autor -el arranque/clímax de Memento y sus compases finales de un asesinato; el atraco de Joker en el prólogo de El Caballero Oscuro (2008);la secuencia inicial de Origen, que nos adentra directamente en una ensoñación de la que como espectadores desconocemos las reglas- y cuya otredad nos acompaña hasta bien avanzado el metraje.

Un viaje que viene de la mano, por supuesto, del ruido y la furia habitual en las obras del cineasta desde El Caballero Oscuro, pero acompañado de esa purga emocional y formal que comenzó a acometer en Dunkerque y que aquí es llevada hasta sus máximas consecuencias, con un protagonista deconstruido a su máxima expresión: sin nombre, sin pasado, sin background o asideros emocionales que lo acompañen y hagan más sencillo al espectador el aproximarse a su figura. Una novedad relativa en la filmografía reciente de Nolan -Cobb en Origen, o Bruce Wayne en la trilogía de Batman tienen un pasado que los hace más asequibles para el espectador- pero que ya se dejaba vislumbrar en sus tres primeros trabajos.

En Following, su voyeur protagonista, primero de las muchas representaciones físicas de la figura del cineasta, es un individuo del que desconocemos su nombre y su pasado y que es descrito en los créditos del filme como El joven / The young man. En Tenet, el personaje interpretado por John David Washington se llama sucintamente The Protagonist / El Protagonista. En Memento, Leonard, el personaje interpretado por Guy Pearce, se escinde, como un Fred Madison / Pete Dayton salido de Carretera perdida (1997) de David Lynch y cuyo pasado es tan mutable e inestable como las múltiples iteraciones que dicho personaje tiene a partir de su incapacidad para retener los recuerdos alojados en su memoria a corto plazo.

Y así, sin asideros emocionales de ningún tipo nos adentramos como espectadores en lo desconocido. En lugares comunes de la filmografía del cineasta tales como el asalto a la ópera con la que da arranque el filme (cercano a ese atraco de Joker en El Caballero Oscuro o el atentado de Bane al estadio de fútbol americano de la ciudad de Gotham en El Caballero Oscuro: la leyenda renace -2012-), las set-pieces de acción aparatosamente bellas: la persecución en la autopista en Tenet, gloriosa en su planificación, en su juego entre las dos temporalidades contrapuestas; la secuencia en el aeropuerto, alejada de la espectacularización del plano general y propensa al primer plano inquieto, convulso y cortante y cercana tanto al prólogo de Origen como al segmento en Hong Kong de El Caballero Oscuro

Y al contrario que en Origen, que dedicaba una tercera parte de la cinta a explicar las reglas de su universo a los espectadores del multiplex, en Tenet el espectador carece de dichas señales de humo y queda abandonado a un universo y un mundo vaciado de asideros emocionales y racionales. Casi como los personajes interpretados por Leonardo DiCaprio y Marion Cotillard en sus devaneos por el dilatado mundo de los sueños.

El caballero oscuro y Origen: el alfa y el omega de Nolan

Pero como venimos diciendo, este Tenet es el álbum doble de Christopher Nolan. Y como nos enseñó la industria musical, los álbumes dobles contienen las cotas más altas de su genio y los momentos más bajos, fruto de la autocomplacencia. Hallazgos sorprendentes y concesiones a los impulsos y tics más egocéntricos de sus estrellas. Sobre todo, cuando esos atisbos de grandilocuencia se han ido vislumbrando a lo largo y ancho de una carrera. Y no se puede decir que Nolan no lo haya ido avisando, sobre todo a partir de su El Caballero Oscuro. Porque no es el mismo Nolan el que surgió de El Caballero Oscuro que el que le precedió. 

Cierto es que la obra primigenia de Nolan antes de alcanzar a las masas -y que iría desde Following a El truco final (2006)- ya introduce dentro de su seno las distintas obsesiones del cineasta: la representación del tiempo y las subjetivas maneras de ser percibido que pueden vislumbrarse en su fractura de la narrativa en Following (cercana al experimento fallido que sería posteriormente Dunkerque), Memento (un juego temporal invertido más efectivo que el conseguido en Tenet); su excelente uso de los tiempos narrativos en Batman Begins (2005), en concreto en el origen de Bruce Wayne (que aúna pasado lejano, pasado reciente y presente de una manera absolutamente asombrosa) o su querencia por el giro de guion rocambolesco e irregularmente acertado que hace replantearse lo visionado y que podemos vislumbrar tanto en Memento (la identidad de Sammy Jenkins y la verdadera realidad de los flashbacks en quemado blanco y negro de Leonard), la revelación de la verdadera identidad de Ra’s Al Ghul en Batman Begins o ese juguete tan reivindicable como honesto como es El truco final y su frase “¿Estás mirando atentamente?” que define el conjunto de la obra del cineasta.

A partir de El Caballero Oscuro, las formas superficiales del cine de Nolan cambian. Su paso de las producciones pequeñas e independientes (Following y Memento) y su tímido acercamiento a las formas del mainstream de gran presupuesto –Insomnio (2003), Batman Begins y El truco final– eclosionan en esta secuela de su particular trilogía de Batman. Curiosamente, su película más lineal, sin saltos en el tiempo, donde este solo es usado para acrecentar la tensión del caos que provoca el Joker en Gotham (los temporizadores que anticipan la no-muerte de James Gordon; la dupla de bombas que dan a luz a Dos Caras o la dilatada secuencia de los dos barcos) se carga de aquello que tímidamente se dejaba intuir en su Batman Begins y aquí se convierte en la Piedra Rossetta para lo que ha venido a conocerse como el estilo Nolan. Una intensidad formal y narrativa que hace uso de la magnificencia del plano general realzado en Imax para que Nolan encadene un guion tan tramposo como efectivo y que redefinió la manera de entender el blockbuster en el nuevo siglo.

Una concepción del blockbuster que alcanza su paroxismo, emocional e intelectual, en Origen, su siguiente trabajo. Una fusión entre el onirismo vaciado del Alain Resnais de El año pasado en Marienbad con un mucho de Paprika (2006) de Satoshi Kon, que apaciguaba su aparente intelectualización con un ejemplar uso de los efectos prácticos y unas set-pieces de acción bondianas cuyo suspense lo marcaba la relatividad del tiempo y esa escheriana representación del mundo de los sueños, para acabar convirtiéndose, por méritos propios, en el Matrix del nuevo siglo para una legión de aficionados. 

El problema: que esa bombástica manera de entender el cine-espectáculo pinchó en hueso con su cierre de trilogía del cruzado de la capa. El Caballero Oscuro: la leyenda renace comienza a demostrar que bajo el interesante fuego de artificio en lo que se había convertido Nolan, y su necesidad de ir un paso más allá en la magnificación del espectáculo cinematográfico, su cine se caía como un castillo de naipes cuando volvía a sus recursos más manidos. Demostrando además en el proceso, que si Nolan intentaba acercar la intensidad formal al terreno de la emoción -sin un guion que lo sustente- estaba abocado al fracaso. 

Caso contrario ocurrió con Interstellar (2014), una fusión entre las formas equilibradas y simétricas del Kubrick de 2001: una odisea en el espacio (1968), atenuadas por la introducción de un melodrama que se convierte en el alma de un relato y donde Nolan juega de nuevo con la relatividad del tiempo, a partir de las teorías del físico Kip Thorne. Una carga emocional que se había dejado intuir levemente en trabajos previos de Nolan, en concreto en la relación paterno-filial entre Bruce Wayne y Alfred Pennyworth o en el pasado sentimental de Cobb y Mal, los personajes interpretados por Leonardo diCaprio y Marion Cotillard en Origen.

La Cara B de Tenet: de lo experimental a lo convencional

Una emocionalidad que desaparece de un plumazo en sus dos útimos trabajos y que de nuevo nos reencuentran con Tenet y su Cara B. El lugar donde la cinta cambia de formas, de tono y de intenciones y nos demuestran -al igual que ese tiempo que se acerca desde dos puntos opuestos- que este trabajo es la suma absoluta del cine de Nolan. En su segunda mitad, Nolan abandona el cripticismo narrativo y formal que había entregado al relato sus mejores momentos y comienza a revelar que las loables intenciones de Nolan de entregar un mastodonte experimental de gran presupuesto -más cercano a Chris Marker que a Michael Bay– se deja arrastrar por el miedo del cineasta a permitir múltiples interpretaciones de sus aparentemente opacas narrativas.

Ya en Origen, la aparente dualidad de su significado final quedaba envuelta en una peonza de giro infinito que desvelaba la diferencia entre realidad y sueño. Más una metáfora de la angustia existencial del personaje de Cobb -atrapado en una suerte de limbo mental al estilo del Leonard de Memento– y de nuevo un juguete tramposo dentro de los artificiosos guiones de Nolan -como el no-asesinato de Gordon en El Caballero Oscuro y las consecuencias narrativas y emocionales que desembocan en el film- sin la honestidad evidente en su trabajo menos valorado, El truco final.

En Tenet, Nolan entrega una película de viajes temporales en direcciones opuestas y punto de ruptura concéntrico, arropado bajo una verborrea científica y aparentemente profunda -algo ya apuntado tanto en Origen como en Interstellar-. Esconde en su interior un mecanismo tan sencillo bajo su superficial complejidad que acaba provocando un sentimiento de vergüenza ajena cuando el personaje interpretado por Robert Pattinson -otro avatar del propio Nolan, como el Cobb de Origen, el protagonista de Following o incluso el propio Bruce Wayne de la trilogía de Batman- resume el aparentemente complejo concepto con la categórica frase: “la paradoja del abuelo”.

Y bajo esa explicación tan peregrina y que demuestra que para ese viaje no hacían falta esas alforjas, Nolan desvela finalmente qué película quiere entregar realmente, más allá de las coartadas intelectuales y formales que nos hacían esperar un trabajo con la misma profundidad y gravitas de los Marker, Antonioni, Resnais o Godard mencionados. Es un über-Bond tan colosal en su envergadura como exprimido y vaciado de todo sentido del espectáculo más visceral e instintivo. 

Ejemplo perfecto de ello es ese clímax final entre los ejércitos del presente y del pasado -idéntica en sus deficientes resultados al tercer nivel del sueño que sirve de clímax de Origen o la batalla campal en las calles de Gotham entre la policía y los acólitos de Bane en El Caballero Oscuro: La leyenda renace– donde Nolan vuelve a demostrar su escasa habilidad para dirigir secuencias de grandes masas. Secuencias donde el espacio, las distancias y los acontecimientos no siguen una progresión espacial, dramática o narrativa, sino que únicamente dan rienda suelta, sin control, al uso de una cámara Imax que se ha convertido en la kriptonita de Nolan, al igual que lo fue el 3D para James Cameron, el motion capture para Robert Zemeckis o los efectos digitales y la dilatación del metraje para Peter Jackson.

Ese Bond monumental y excesivo genera lo que vendría a ser la cara b de Tenet. Un giro tonal y formal cuyo eje y vértice se encuentra en la escena de la sala roja y la sala azul, lugar donde se encuentran los dos mundos en conflicto, el mundo del fast forward y el mundo del rewind. Si el mundo del fast forward se adscribía a los códigos y formas de los autores ya mencionados, el mundo del rewind se inserta de los códigos genéricos y los estereotipos del cine de acción y de espías. Si el mundo del fast forward era habitado por personajes sin nombre y pasado, arquetipos de los héroes de acción, el mundo del rewind aloja en su interior personajes salidos del estereotipo -el villano excesivo interpretado por Kenneth Branagh y su lánguida femme fatale salida del segundo nivel del sueño de Alfred Hitchcock– y convencionalismos genéricos -toques de incómodo humor y chascarrillos en esa extraña pareja a lo buddy movie conformada por Pattinson y Washington, o la subtrama del personaje interpretado por Elizabeth Debicki que introduce el melodrama y el thriller como elefante en cacharrería- contrarrestando los aciertos de su primera mitad. 

Un ejemplo total de los altos y bajos de la carrera del cineasta, en un trabajo que alcanza altas cotas de paroxismo formal y visual dentro de la obra de Nolan -esa sutil pista (cercana al plano de los sombreros con que arranca El truco final) en los primeros minutos de la cinta, con el personaje de Washington en primer plano y, fuera de foco, en los márgenes del celuloide, dos trenes avanzando de manera tan simétrica como opuesta. Y que choca frontalmente con la vulgaridad de una segunda mitad del filme que, más allá de su apuesta por el estruendo y los primeros planos en slow-motion de destrucción preciosista de material urbano que haría las delicias de un Michael Bay si tuviera trípode, no deja de ser una versión magnificada y aparentemente high brow de lo que entregaba el primigenio cine de James Bond, pero sin cortapisas pseudointelectuales.

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