En julio de 2019 concluyó la serie de cómic The Walking Dead, tras 193 entregas en casi dieciséis años de trayectoria auspiciada por Image Comics. Parece, por tanto, un buen momento para analizar ciertos aspectos del cómic creado por Robert Kirkman y Tony Moore, que no siempre están presentes en la amplia literatura crítica que ha generado. Por si acaso: el siguiente artículo contiene spoilers a mansalva sobre el final de la serie.
The Walking Dead ha terminado. Su último tomo se ha publicado recientemente en España, y con él ha concluido una de las series más longevas de Image (comenzó en 2003) y una de las que mejores ventas ha mantenido, apoyadas por la serie televisiva, que acumula ya diez temporadas. El cómic ha pasado por etapas muy diversas, con calidad dispar. La intención manifiesta de Kirkman de desarrollar un folletín donde lo más importante fueran las relaciones entre los personajes del creciente reparto dio pie a una saga que enganchaba, gracias a efectistas giros de guion y a la sensación constante de que cualquier cosa podía suceder. No es que estuviéramos ante algo excesivamente novedoso, pero la fórmula era eficaz y se entraba en el juego con gusto.
Sin embargo, y esto es obviamente una opinión personal, a partir del final del enfrentamiento contra el Gobernador, hacia el n.º 50 de la serie, esta empezó a caer progresivamente, cuando comenzó a jugar en contra de Kirkman el hecho de que, como él mismo ha manifestado, no había un plan previo para la historia. Una vez agotados todos los trucos de guion, lo que queda es la repetición constante, la aparición sucesiva de nuevos enemigos para Rick Grimes y sus aliados, cada vez más poderosos y crueles, como si de una réplica de Dragon Ball Z se tratara, hasta el tramo final, donde, al menos, el enfrentamiento con una nueva comunidad adversaria se resuelve en un terreno más ambiguo moralmente que hasta el momento. A esa repetición se une cierta insensibilización por parte de los lectores, la evidente falta de interés hacia nuevos personajes del reparto —en muchos casos indistinguibles entre sí—, y el cada vez mayor descuido de Charlie Adlard en su dibujo, hasta el punto de que, a partir del n.º 115, Stefano Gaudiano le asistirá en los acabados.

Pero, calidad al margen, lo que me interesa de Los muertos vivientes es su lectura política. Autores como Santiago García o Antonio Bernández Sobreira ya han advertido del tono conservador que tiene la historia ideada por Kirkman, pero el final de la serie ha terminado de apuntalar un artefacto que, por momentos, resulta bastante reaccionario, al tiempo que subraya una cierta lectura de toda la colección que resulta ya inequívoca, como voy a intentar explicar en las próximas líneas.
Un neo-western post 11-S
Bernárdez Sobreira ha estudiado ciertos aspectos ideológicos de la serie en The Walking Dead o la insoportable contemporaneidad del ser. En este texto, destaca la importancia de la narrativa de zombies en EE. UU. tras el atentado yihadista del World Trade Center el 11 de septiembre de 2001, y cómo a través del auge de la literatura del género se expresa un miedo al colapso del sistema, a la destrucción de un bienestar que nos lleve de nuevo a un mundo precivilizado. Quizás por esto mismo resulte tan interesante vincular la serie con otro género, el del western, que resulta clave para entender cómo perciben los estadounidenses sus propios mitos fundacionales. No resulta difícil pensar en Rick Grimes y sus amigos como un grupo de nuevos colonos, sin recursos, lejos de la civilización, sin nadie que pueda ayudarles, solos en su misión de asentarse y controlar un territorio que promete grandes riquezas pero que también es extremadamente hostil. El apocalipsis zombie de The Walking Dead, nunca aclarado —porque, en el fondo, da igual— ha dado lugar a un reseteo de todo lo logrado por la nación yanqui, guiada por lo que se ha llamado «Destino manifiesto», citado por Bernárdez Sobreira como un elemento clave en la ideología de la serie y que explica muy bien la historiadora Roxanne Dunbar-Ortiz en La historia indígena de Estados Unidos: los primeros colonos y los responsables de la emancipación estaban guiados por sus preceptos religiosos y se creían imbuidos de una misión divina, como descendientes del pueblo elegido, para controlar esa tierra prometida que pensaron que era América. La expansión hacia el oeste, la lucha contra los elementos para dominar la tierra y prosperar hasta dirigir el mundo son imperativos morales. El progreso es lo que se cargan los zombies al comienzo de la serie, por lo que, de alguna forma, todo empieza otra vez y estos nuevos colonos tienen que ejecutar una Reconquista del Oeste, primero para sobrevivir, claro, pero, después, para refundar la sociedad.

En el momento en el que comenzamos a interpretar The Walking Dead como un western comienzan a aflorar otros tópicos de la narrativa, que, como el destino manifiesto, juegan un importante papel en la construcción de la identidad nacional. Por ejemplo, la idea de frontera, el borderland salvaje que hay que domesticar o pacificar mediante una política de asentamiento, que también vemos en la serie: los supervivientes al apocalipsis zombi primero vagan sin rumbo, buscando un hogar en una tierra hostil, para acabar formando comunidades cada vez más estables, prósperas y organizadas, desde Alejandría a la Commonwealth. En otras palabras: convertir el caos en orden, que es algo que muchos teóricos del colonialismo de asentamiento esgrimieron como justificación para las políticas estadounidenses de poblamiento. En los westerns, además, está muy presente la figura del “héroe de frontera”, un individuo duro, que compromete su moral para poder luchar en ese mundo salvaje y que sacrifica su propia humanidad para que pueda fundarse un nuevo orden de libertad y prosperidad en el que él mismo no tendrá cabida.
Se ve en películas de John Ford como Centauros del desierto o, más explícitamente, en El hombre que mató a Libery Valance pero, simbólicamente, también responde a este arquetipo un personaje de cómic como Lobezno, que hará cualquier cosa y romperá cualquier regla para que el sueño utópico de Charles Xavier pueda hacerse realidad. Rick Grimes podría suscribir la máxima del mutante: “Soy el mejor en mi trabajo, y mi trabajo no es agradable”. Lo llamativo es que, en este caso, el héroe de frontera era un garante del orden, un policía, que ante la nueva realidad asume el derecho a emplear una violencia extrema contra aquellos que amenazan a los suyos o que demuestran no respetar la vida. Bernárdez Sobreira lo relaciona con la propia predestinación: dado que son el “pueblo elegido”, están legitimados para emplear esa violencia contra quienes no lo son. Resulta interesante esta idea porque, al fin y al cabo, esta fue la justificación moral para el exterminio de los pueblos indígenas, que no podían ser reconocidos como los propietarios de la tierra porque no la trabajaban según parámetros europeos, algo que la ética calvinista de los peregrinos no podía aceptar, como ha explicado Dunbar-Ortiz. Y aquí llegamos al tema realmente espinoso de The Walking Dead.

Zombis nativos americanos
Se ha repetido mucho, y hasta el propio Kirkman lo ha reconocido, que en esta serie lo de menos son los muertos vivientes, que son una circunstancia más en un escenario de supervivencia, mientras que el foco se sitúa en las relaciones entre los vivos y los dilemas morales a los que se enfrentan. Pero si reevaluamos toda la ficción desde la óptica de la narrativa colonial, resulta muy cómodo relegar a los zombies a un mero elemento hostil de la naturaleza. Y lo es porque, si nos detenemos a pensarlo, para entender The Walking Dead como un western nos falta un elemento esencial: los indios. Y es entonces cuando nos damos cuenta de que los caminantes difuntos cumplen el mismo papel que los indígenas americanos, convertidos en poco más que bestias en las primeras películas y novelas del género: en muchas de ellas, los indios eran una masa uniforme, un colectivo sin individualidades que asediaba y atacaba sin motivo, simplemente porque era lo que debían hacer. En el marco mental de los colonos históricos, de hecho, así era: los indios eran un elemento más al que debían enfrentarse para cumplir con el destino manifiesto y poseer la tierra. Los zombis son por definición anónimos, como aquellos indios de cine que cargaban irracionalmente a la muerte, como fanáticos incansables que nunca se detenían y que solo podían ser vencidos mediante civilización: armas más sofisticadas, tácticas complejas y cooperación entre los hombres blancos.
En la práctica, por supuesto, la realidad fue otra, y su derrota tuvo más que ver con el empleo de tácticas atroces y una violencia extremadamente cruel y sin límites. Que es la misma que puede aplicarse a los zombis, porque no están ya vivos: es decir, no son personas. Como tampoco lo eran los indios para los colonos europeos y sus descendientes, al menos no en el mismo sentido en el que ellos lo eran. La narrativa del Oeste atravesó su propio proceso de deconstrucción y tuvo que enfrentarse a sus fantasmas del mismo modo que lo hizo la propia sociedad estadounidense. El western evolucionó a ficciones que podían mostrar empatía por los nativos americanos y mostrarlos como seres humanos complejos y no como villanos propiciatorios de las hazañas del Séptimo de Caballería y, así, tuvimos Flecha rota, Un hombre llamado Caballo o Bailando con lobos.

El hecho de que el lugar de los nativos en el wéstern clásico sea ocupado por muertos que caminan tiene un efecto inmediato de desambiguación moral, porque no cabe la empatía hacia el otro: no hay víctimas ni sujetos oprimidos que pongan en entredicho el relato de progreso y la narrativa colonial blanca. The Walking Dead cuenta de nuevo el proyecto colonialista de EE. UU., pero esta vez lo hace sin esqueletos en el armario, sin culpas incómodas con las que lidiar ni errores históricos. Rick y los suyos pueden apropiarse de la tierra para imponer su orden sin tenérsela que arrebatar a sus legítimos propietarios porque esta vez (otra vez) no es de nadie. Es una operación de limpieza —seguramente inconsciente— por parte de Kirkman, un ejercicio de wishful thinking que recuerda a aquella historia de The Ultimates de Mark Millar y Bryan Hitch en la que se repetía la invasión de Irak pero, esta vez, resultó que sí existían armas de destrucción masiva. Recontar la historia eliminando los errores de nuestro bando para dejar solo el poder y la gloria.
Estados Re-unidos de América
Es cierto que existe una novedad: en esta ocasión, ese proyecto incluye a personas de diferentes etnias y orientaciones sexuales. Siguiendo la idea del melting pot, Kirkman introduce un reparto multicultural y varios personajes homosexuales, lo que puede interpretarse como un rasgo progresista de su ficción, si bien meramente cosmético y superficial, lo mínimo que puede esperarse en estos tiempos. Primero, porque, como ha señalado Santiago García en su capítulo The Walking Dead, el cómic: un valle de lágrimas (incluido en la antología The Walking Dead: apocalipsis zombi ya -2012-), en última instancia el protagonista de la serie es un varón blanco heterosexual, que impone sus valores, correctos por defecto. Pero, además, de nada sirve que aparezcan personajes diversos si asumen el sistema de valores hegemónico y reproducen la lógica colonial y la organización social occidental. Un ejemplo: Kirkman puede asumir que existan parejas gays, pero no que existan otras maneras de formar grupos familiares o afectivos diferentes a la pareja. Una persona negra puede ser líder, pero lo que no puede ser es que no exista un líder.

Lo que sucede en el tramo final de la serie interesa especialmente para analizar en profundidad su ideología: se alcanza cierto grado de control del territorio y los zombis, como los indios en la verdadera historia americana, están confinados en territorios muy concretos, reservas en las que languidecer. Si la analogía todavía parece un poco forzada, basta recordar el último número de la serie, en el que un feriante utiliza un par de zombis como una atracción para paletos, del mismo modo que sucedía con los indígenas en tiempos de paz.
Ese orden se ha alcanzado con sacrificios, pero sin cometer un genocidio. Ni siquiera Grimes paga el precio de sus crímenes: su sacrificio heroico no es tal, pues el mismo sujeto que emplea la violencia para salvar a su comunidad funda el nuevo orden y lidera sus primeros años, hasta que muere de una forma violenta, pero que no tiene nada que ver con su arco heroico. El n.º 193 de The Walking Dead es un vistazo hacia un futuro en el que la reconquista del Oeste va viento en popa. Los supervivientes del apocalipsis están cumpliendo de nuevo el destino manifiesto, y lejos de plantearse otra forma de hacer las cosas, van reproduciendo, punto por punto, la estrategia de los padres fundadores. La catástrofe ha hecho retroceder tecnológicamente a Estados Unidos a algún punto en mitad del siglo XIX, dado que la construcción del ferrocarril es el gran proyecto en el que confían para seguir progresando. La arquitectura recuerda a la época del far west, al igual que la forma de mantener el orden y aplicar la justicia.

Y no puedo evitar pensar en aquella máxima de Marx que decía que la historia se repetiría en forma de farsa: así se ve esta manera de recrear un pasado arcádico que nunca existió, que rompe además con cualquier principio de verosilimitud, porque toda esa gente tiene recuerdos del pasado y dispone de conocimientos acerca de cómo era el mundo antes de los zombis. Es como si todo el mundo hubiera olvidado aquello y abrazara este adanismo un tanto sofisticado, porque una cosa es disfrutar de la vida sencilla y otra vivir como salvajes. El discurso final de Carl, el hijo de Rick, que no por casualidad se articula en forma de cuento que le explica a su hija antes de que se vaya a dormir, no podría resultar más tranquilizador: “Algunas veces temía haberse convertido en una mala persona. Pero nunca lo hizo”. Del mismo modo, las palabras de Michonne, otro de los personajes principales, recuerdan la gran lección conservadora de la serie: la civilización humana se había vuelto demasiado complaciente y complicada. De la noche a la mañana, ese mundo de televisión por cable, frivolidad y lujos desapareció. Una vez pacificado de nuevo el territorio, la gente puede ser verdaderamente feliz, disfrutar de las cosas sencillas y de la vida en comunidad apegada a la tierra. Esto no es una lectura más de entre muchas posibles: es el mensaje explícito y literal que encontramos en el número que cierra la serie y que resume de qué ha tratado todo esto.
The Walking Dead resulta una ficción conservadora porque tiene una visión idealizada del pasado y no contempla ninguna otra opción cuando se plantea la necesidad de refundar la civilización humana que replicar el antiguo orden. En el “nuevo mundo”, todo es exactamente igual que en el anterior: existe la propiedad privada y la misma estructura social basada en la familia. Se apela, como mucho, a un cierto sentido igualitario, sin élites, que está en la base del cristianismo pero que, por pura lógica capitalista, pronto será superado, pues en unas cuantas generaciones los medios de producción estarán en pocas manos. Que esa gente que sabe perfectamente a qué llevó el anterior orden mundial ni siquiera se plantee una alternativa responde a una visión del mundo ciertamente conservadora, e, incluso, reaccionaria: yo no puedo evitar sentirme inquieto ante el clásico mensaje de “antes todo era mejor”.

Sobre todo cuando se juega con cartas marcadas y se plantea un relato que idealiza ese pasado y elimina todo lo incómodo que había en él para que se adecúe a una visión romántica. Es una forma de limpiar la conciencia nacional, que permite imaginar el sueño americano filtrado por una asepsia sanitaria que convierte a los indígenas, considerados en su momento menos que personas, en literalmente eso: no personas cuyo exterminio no puede ni siquiera considerarse tal. La conquista del Oeste ahora es tan heroica y brillante como nos habían contado que era. Kirkman, en lugar de afrontar las aristas del sistema, las lima hasta eliminarlas. Con ellas, desaparece la ambigüedad moral y los dilemas éticos e históricos.