Aprovechando que Netflix acaba de introducir en su catálogo esta película de culto para todo aquel que forma o ha formado parte de una tribu urbana, os ofrecemos una análisis alternativo sobre cómo su retrato de caos suburbial responde a un dibujo narrativo más clásico de lo que parece. Que no desesperen los fetichistas: The Warriors sigue molando igual.
En 1979 Walter Hill firmó The Warriors sin saber que su obra supondría un verdadero quebradero de cabeza para los cines en los que fue proyectada. Los altercados que se sucedieron durante los primeros pases entre las pandillas que se congregaron para ver su propia vida reflejada de alguna manera en la gran pantalla debieron ser de aúpa, a la altura de los que protagonizaron sus alter egos en su ficticia odisea por Nueva York. Parece que aquello que expuso Aristóteles en su Poética sobre que el teatro –el cine en este caso- debe servir de espectáculo purgatorio, de experiencia catártica para el alma que ha de expiarse de sus excesos pasionales, no funciona siempre, pese a que Hill siguió, como infinidad de autores a lo largo de la historia, la estela del sabio de Estagira y enmarca su narración en una única unidad de espacio (las calles de Nueva York), una única unidad de tiempo (comienza de noche y termina al amanecer) y una única unidad temática (el peligroso regreso de una banda a su territorio).
Y es que The Warriors es un film que, pese a lo barroco de su puesta en escena, aun siendo la historia de unos personajes rebeldes sumergidos en una atmósfera profundamente anárquica, sus bases e influencias corresponden a un corsé sumamente clásico que, irónicamente, ayuda a que sea una vibrante olla a presión llena de sudor, uniformes molones, carreras espídicas, testosterona y golpes. Y no es algo inusual en películas de esta índole. Rebelde sin causa (1955), Reservoir Dogs (1992) o Green Room (2015) son películas que someten su relato de violencia marginal a la regla de las tres unidades. En el caso que aquí nos ocupa, podemos percibir la influencia grecolatina hasta lo más hondo de su corazón argumental, como prueba que Sol Yurick, creador de la novela homónima de la que bebe la película, se basara en un texto del siglo IV a. C.: la Anábasis de Jenofonte.
La novela de Yurick y, por tanto, la cinta de Hill son un calco a pequeña escala de la historia narrada y vivida por el historiador griego. La trama de la película, después de esa mítica introducción en la que aparece la noria de Coney Island de púrpura neón en una noche oscurísima, reside en que los Warriors, una banda de tercera de Nueva York afincada en el barrio ya citado, no paran de correr y de pelear como descosidos para poder huir de todas las pandillas de la ciudad que les persiguen por un crimen que no han cometido. A saber, el asesinato del líder de los Riffs, Cyrus, que había convocado una tregua para instar a todos los soldados de la noche a combatir juntos a los policías de la ciudad, a los que quintuplican en número.
De este modo, Cyrus es el alter ego suburbial del también derrotado y caído Ciro el Joven, el contratante de los diez mil mercenarios griegos que fueron a combatir por su causa contra el rey persa Artajerjes II y que, tras fracasar, hubieron de retornar atravesando toda Asia Menor por un territorio de cuatro mil kilómetros infestado de huestes enemigas hasta su hogar comandados por Jenofonte, una vez su líder, Cleonte –Cleon en su versión de tribu urbana- también muriera. En ambos relatos, la aventura termina cuando los soldados llegan a su horizonte de salvación: el mar.

Que Ciro y Cleonte sean Cyrus y Cleon demuestra que Hill apostó todavía más fuerte que Yurick por sus influencias de la cultura clásica puesto que, en la novela de 1965, los personajes tienen nombres más familiares y anglosajones. En esta línea, destaca el personaje de Ajax, encarnado por James Remar, que si bien no es el protagonista, me parece especialmente representativo por sus connotaciones mitológicas. En la Ilíada, Áyax Telamónida es un ejemplo de la hybris griega, del orgullo desmedido de un héroe desobediente hacia los dioses. Es el único cuyas hazañas son completamente realizadas por él mismo, sin ningún tipo de mediación o favor divino.
Del mismo modo, el Ajax de Coney Island es también algo más que un mero pandillero, es un titán, un tipo que no le rinde cuentas a nadie y que desde el primer momento pone en entredicho al estoico Swan, de talante tan espartano como el mismo Jenofonte, y rivaliza con él por hacerse con la jerarquía del grupo. Como su homónimo homérico disputante con Ulises por las armas del caído Aquiles, Ajax va por libre, tiene su propio código y pagará cara su continua osadía.

Cabría destacar un último apunte sobre otra clase de clasicismo irónico en The Warriors, ya no de índole helénico sino comercial. Walter Hill apostó sabiamente por una adaptación menos cruenta y deprimente en la que los Warriors, si bien continúan siendo unos antihéroes amorales, tienen un aura más carismática y romántica y no son especialmente asesinos o violadores como en la novela, anticipándose así y sentando cátedra a finales de los setenta del nuevo arquetipo punk que estaba por venir. No obstante, la cara b de este lavado de imagen provino también de la productora, Paramount, que rechazó la propuesta inicial del director de que el reparto estuviera formado solo por actores negros, por lo que hubo de añadir un tijeretazo de más a su ya pulido a la par que vibrante relato de rebeldía.