¿Comenzó todo con una chica muerta envuelta en un plástico? ¿Con Bruce Willis y Cybill Shepard trabajando de detectives? ¿O cuando visitamos Springfield por primera vez? La familia canina se sienta en el sofá en busca de ese show de televisión que lo cambió TODO.
Cinco millones (aprox.) de secciones de Cultura en prensa generalista no pueden estar equivocadas: según los que saben, o los que dicen que saben, actualmente vivimos en la Edad de Oro de las Series de Televisión. Lo que equivale a decir que Dios está en su Cielo, que todo funciona en la Tierra y que obras como Los Soprano, The Wire y Mad Men nos han vuelto a todos un poco más cultos, dado su realismo y su madurez narrativa y todas esas cosas. Por supuesto, en CANINO creemos que esto es, cuanto menos, matizable: la madurez de un medio no es cosa de un día, y antes de llegar a estos tiempos de paz, plenitud y HBO hemos tenido la suerte de ver muchas obras rompedoras que, en algunos casos, se pitorrean de las presuntas cumbres de hoy. Así pues, tras hablar sobre nuestras muertes favoritas, compartir nuestros primeros tebeos de superhéroes y confesar esos discos que odiamos primero y nos arrebataron después, esta vez nos sentamos en torno a la mesa camilla buscando el show televisivo tras el cual (objetiva o subjetivamente) nada volvió a ser lo mismo…
JOHN TONES
Luz de luna (Moonlightning, 1986-1989)
No había visto nada así, nunca, en una serie para adultos (a la vanguardia vía animación polaca de cinco de la tarde y dibujos de la Warner -a los que David y Maddie tanto les deben- sí que había tenido acceso, claro). Los actores se salían de sus personajes y se llamaban por sus nombres de pila, los técnicos entraban en escenas -a veces incluso funcionando como deus ex machina que trastocaba los planes del malo-, había episodios en blanco y negro y oníricos, o adaptaciones de época de La fierecilla domada de Shakespeare -que Glenn Gordon Caron, creador de la srie, siempre mencionó como principal inspiración-. Había comedia tonta -nombres que nunca he olvidado: Herbert Viola, señorita DiPesto (pronúnciese /topísto/), MacGillicudy- y a la vez había un romance intensísimo que mis compañeros del colegio, fascinado por la comedia de los primeros episodios, acabaron repudiando, en uno de mis muy primeros episodios de no-me-hagáis-sentir-bicho-raro-que-los-raros-sois-vosotros inducidos por la cultura pop. Y sobre todo, había unos diálogos afiladísimos y enloquecidos, que no solo no han envejecido ni un ápice, sino que cuando pude recuperar la serie mucho después, en versión original (aunque el doblaje era extraordinario, todo hay que decirlo), tendí puentes hacia la dificilísima de imitar (pero aquí gloriosamente imitada) comedia screwball en blanco y negro. Posiblemente fue en esta gozosa revisión (que, por cierto, ya ando tardando en repetir) donde me di cuenta que la tele revolucionaria tiene muchos más años de lo que nos llevan vendiendo los medios para los que antesdeayer es demasiado viejo. Bah.
IVÁN MAZÓN
Twin Peaks (1990-1991)
Pese a mi poco apego por la televisión, si hago memoria, la primera vez (y única) que me interesó tanto la tele como para adecuarme con ansiedad a sus horarios fue cuando descubrí Twin Peaks en su segunda emisión de Telecinco, allá por 1993. Rondaba los diez años pero mis padres ya se habían rendido a la evidencia de que antes de medianoche era imposible que su hijo se quedara dormido, lo que me daba acceso (bajo supervisión materna) a una franja horaria televisiva habitualmente vetada para mi edad. Tengo un recuerdo vívido de la extrañeza y de, obviamente, no comprender nada pero disfrutar muchísimo con lo que hoy sé que fue una manera de entender la ficción televisiva diferente a como se concebía hasta entonces. Después, en el mismo canal, llegaron Expediente X (Chris Carter, 1993-2002) y Murder One (Steven Bochco, 1995-1997), que pese a no haber aguantado igual de bien el paso del tiempo (Expediente X es una serie desastrosa que funciona solo en el recuerdo de su puñado de “capítulos míticos”) para mí lograron ser entonces una extensión espiritual de Twin Peaks, con sus misterios y su potencial para evocar la trascendencia de lo desconocido. La atmósfera, el ritmo, el símbolo, el humor soterrado y la capacidad de sorprender de Twin Peaks es algo que me sigue fascinando y que valoro por encima de la identificación con los personajes, las historias coherentes y “serias” o el significado argumental de una concatenación de numeritos puñeteros grabados en sitios, elementos que sin embargo parecen haber convertido a la ficción televisiva en un fenómeno de masas.
AZUL CORROSIVO
Buffy, Cazavampiros (Buffy the Vampire Slayer, 1997)
Que la animadora rubia y popular fuera además una cazadora de vampiros era lo más ilusionante del mundo. Buffy creó una mitología propia, tuvo unos arcos argumentales muy locos y es una de las series que con más cariño y profundidad ha representado la muerte de un ser querido en la ficción. Joss Whedon se pasó los clichés por el forro: a todas las criaturas les daba igual la noche de Halloween, el Bien no era tan puro como nos hacían creer, fue pionera en eso de contar con un villano en cada temporada, tuvo capítulos musicales y otro montón de experimentos narrativos, y lo que nos vendían como una serie de adolescentes vacía y tonta se convirtió en una lección en cuanto a tratamiento de personajes. Me ayudó a entender cómo deberían ser el resto de las series, creció a la vez que lo hice yo, y pensar en la bocazas, irónica y fuerte Buffy Summers como la heroína del cambio de siglo todavía me pone una sonrisa en la cara.
MARIANO HORTAL
Twin Peaks (1990-1991)
Indudablemente eran otros tiempos, Telecinco programó esta serie, ahora sería impensable que lo hagan. Recuerdo muchos momentos que me hicieron ver lo que era la TV, como las aventuras de Canción Triste de Hill Street o Se ha escrito un crimen, pero el impacto que le produjo a mi mente la serie de un, para mí desconocido por aquellos momentos, David Lynch es imborrable por muchos motivos. Significó el descubrimiento de una manera de hacer TV que no me esperaba, las imágenes impactantes y de tanta carga onírica de los primeros capítulos me volvieron loco, generando una especie de hechizo que sigo teniendo; el prodigio de la ambientación, de un lirismo unido a la carga más brutal de violencia sentaba las bases de una forma de entender el arte en sí mismo. Aunaba el terror con la investigación policíaca y desde ese momento se convirtieron en mis géneros favoritos y me reí con el gran Kyle MacLachlan, me enamoré de Sherilynn Fenn y tuve mucho miedo del espantoso Bob de Frank Silva; ese catálogo de excentricidades cobró especial sentido para mí y disfruté cada minuto hasta ese final que fue una subversión total de lo que yo entendía, ¡cómo era posible que acabara mal! No sólo eso, ¿como era posible que acabara mal y me gustara? Esa perversidad lo dejo grabado a fuego en un cerebro como el mío que ya no retiene al corto pero ciertos aspectos del largo plazo se han quedado indelebles.
JONATAN SARK
Batman (1966 – 1968)
Hablar del pasado de uno mismo siempre es complicado, aunque sea solo por evitar tanto la nostalgia como el pavoneo egocéntrico. De manera que tendrán que perdonarme si digo que siempre he respetado y apreciado programas televisivos hasta el punto de que mentarme una teórica Edad de Oro es arriesgarse a, como mínimo, espumarajos. Eso y una larga retahíla de series más o menos conocidas ejemplificando la existencia de productos complejos, quizá no en los mismo grados ni con similares preocupaciones, merecedores de un recuerdo y una reivindicación. Los hay hoy en día y los hubo en los cincuenta, cuando la BBC emitió en el verano de 1953 The Quatermass Experiment, uno de los primeros grandes clásicos televisivos.
Como decía, hablar de uno mismo es reencontrarse con los tropos y comportamientos encarnados, que en mi caso se resumen en que ya en los ochenta discutía sobre televisión. Y si bien una de las más extensas batallas fue la defensa de La ley de Los Ángeles (L. A. Law, 1986-1994) como una creación muy superior a Treinta y tantos (Thirtysomething, 1987–1991) -afirmación esta en la que, estoy convencido, el tiempo me ha dado la razón- y encontraba fascinante ya entonces Canción triste de Hill Street (Hill Street Blues, 1981–1987) probablemente la Defensa más antigua de mi vida. Aún hoy en día hay gente a la que tengo que explicar la grandeza del Batman de 1966. La manera en la que decide interpretar como comedia sin caer en la parodia, decidiendo que ir a cara descubierta y con la moral arriba es la forma más sensata de dar un espectáculo magnífico. ¡Y con toda la razón del mundo! Lorenzo Semple Jr., auténtico cerebro de la primera temporada y responsable principal de llevar la idea de partida de William Dozier a buen puerto, era un tipo capaz de realizar thrillers ‘serios’ si eso era lo que se buscaba (Los tres días del condor, Con el agua al cuello, Papillon) pero más capaz aún de crear aparentes juguetes cómicos cargados de dobleces (Flash Gordon) que, como en este caso, oculten grandes trabajos no solo entre los guionistas sino, incluso, entre los directores.
Contar con Richard C. Sarafian (Punto límite: Cero), George Waggner (El hombre lobo), Larry Peerce (Pánico en el estado) o Tom Gries (El más valiente entre mil) permitía ofrece una enorme variedad de estilo que sacudían la construcción bastante fija de la serie: Presentación del villano de la semana, primer enfrentamiento, plan maligno revelado, segundo enfrentamiento, cliffhanger + «mañana a la misma bat-hora», salvación, reflexión de los héroes, desbaratamiento de planes, batalla final. Y, sin embargo, lograban que las versiones funcionaran. Que los actores principales estuvieran afinados, que los invitados fueran irrepetibles, tanto los más o menos fijos como César Romero, Burgess Meredith o Frank Gorshin como las derivas múltiples de personajes que permitirían que Catowman fuera Julie Newmar, Eartha Kitt y Lee Meriwether o que Mr. Freeze lo interpretaran consecutivamente George Sanders, Otto Preminger y Eli Wallach. Eso sin contar a los invitados especiales para hacer de villano como Vincent Price o los múltiples cameos que iban configurando y punteando la que sería una de las series más pop de todos los tiempos, tanto en el sentido de popular como en el icónico por influencia (en la manera de ver a los personajes en un prisma desmitificador que, sin embargo, no les hacía ser menos serios) como en el icónico de incluir un apunte de crossover que contaba con la participación de Bruce Lee en medio de un complicado intento de tejer un Universo Superheróico Compartido quizá un poco antes de tiempo.
Todo eso incluso antes de pensar que la forma correcta de salvar la serie tras la discreta marcha de Semple era incorporar a una luchadora joven y liberada que sirviera de apoyo y contrapunto del Dúo Dinámico mediante la Batgirl de Yvonne Craig, un personaje tan importante que llegaría a protagonizar anuncios de servicio público a favor de la igualdad de salario y reconocimiento entre hombres y mujeres. Así que sí, puede que haya quien se quede en ese exterior brillante y excesivo gracias a la facilidad con la que guiones, dirección e interpretación parecían integrarse. Para los que nos fijábamos en lo que estábamos viendo el espectáculo total que tenían montado y la forma de lograr unir y relacionar los diferentes aspectos artísticos no nos dejaba lugar a dudas: Estábamos ante un claro caso de gran -Enorme, ¡Titánica!, ¡COLOSAL!- televisión. Lo era entonces y lo sigue siendo hoy.
KIKO VEGA
Búscate la vida (Get a life, 1990-1992)
Era Chris, vivía con sus padres y era completamente imbécil. Y, coño, el primer chiste era prodigioso. Después de lo que sería la primera parrafada idiota de Chris, al grito de «El periodismo es mi vida», el corte de la secuencia nos llevaba a la inolvidable cabecera con música de R.E.M. Y el periodismo de Chris Peterson no era el de Jesús Hermida o Pedro J. Ramírez. Chris Peterson era un jodido repartidor de los suburbios. La coña fue lo bastante buena como para decidir que había llegado el momento de ver una serie de la que no debía perderme ni un sólo episodio.
La serie fue creada por Chris Elliot, David Mirkin y Adam Resnick, estos dos últimos con mucha experiencia televisiva, sobre todo Mirkin, productor de 327 episodios de Los Simpson. El doblaje ayudaba a aumentar los ragos idiotas de su protagonista y la comicidad de los secundarios principales, siempre con una misma voz para todos.
Radical como pocas, la serie anunció su cancelación durante la grabación de una segunda temporada que perdió su fe en ese preciso instante y comenzó una comprensible cuesta abajo triste y dolorosa.
Pero eh, la primera serie oficial de mi vida.
ÁLVARO ARBONÉS
https://www.youtube.com/watch?v=uaPCgMCYef0
FLCL (FLCL, 2000)
Aunque ya sabía que la televisión podía ser un lenguaje tan personal e impactante como cualquier otro, como me habían demostrado Twin Peaks o Expediente X, fue FLCL la que me abrió las puertas de la percepción. Ni siquiera la pronunciación del título, «furi kuri», era evidente o literal en ella. No fue la animación exquisita ni la banda sonora perfecta ni la dirección brillante ni el guión extravagante: fue todo ello al mismo tiempo, fue que me hablaba a mí. Hablaba de mí. Fue la primera serie que abordaba los problemas de ser adolescente, los poochies de la humanidad, sin zaranjadas pseudo-dramáticas: sólo mechas, metáforas e inseguridad adolescente plenamente justificada. Sería difícil que no recordara con cariño mi primera lección de existencialismo, la primera vez que aprendí que también existe placer en los tragos amargos de la vida.
ANDRÉS ABEL
Enano Rojo (Red Dwarf, 1988-1993, 1997-1999, 2009, 2012, ¿2016, 2017?)
Joder, mira ese baile de años, ese U Can’t Touch This cronológico interpretado con flema británica. Supongo que podría haberme limitado a poner «(1988-)», pero un paréntesis así de loco me parece mucho más adecuado para una serie que ya jugaba con los viajes en el tiempo y sus paradojas antes de que se convirtieran en el no-lugar común que son hoy. La historia de esta nave tripulada por el último hombre vivo, tras millones de años de hibernación, te tiraba a la cara conceptos de ciencia ficción dura con la misma alegría y mala leche de quien lanza tartas de nata. Recuerdo que la idea de que uno de los personajes fuese un organismo evolucionado a partir de una gata preñada (que se llamaba Frankenstein, maldita sea) me voló la cabeza, y de hecho sigue siendo uno de mis personajes favoritos de todos los tiempos (amén de haber anticipado el 99% de los actuales memes de gatitos). Enano Rojo te llevaba por el espacio profundo mientras hacía chistes de tetas, y este quinceañero no le podía pedir más a la vida mientras esperaba que llegasen las tetas de verdad. Dudo que por aquel entonces ya tuviera conciencia de quiénes eran Monty Python, y desde luego aún me faltaban años para descubrir a Warren Ellis: fue esta estrella, que como tal aquí debió llamarse Enana Roja, la primera que vi encenderse en la constelación que ahora ocupa junto a ellos.
ADRIÁN ÁLVAREZ
Los Simpson (The Simpsons, 1989)
Buena televisión se ha hecho siempre, pero a veces es posible que no le demos el valor que se merece. Con mi ejemplo, más de uno podrá decir que si hubo una edad de oro, quizás es más probable que ocurriera entre los finales de los 80 y los 90 que en la actualidad, donde hay una cantidad desorbitada de series: después de todo, es más sencillo meter un rayo en una botella durante una tormenta eléctrica que en mitad de un chubasco de verano.
El caso es que cuesta creer lo que significaron Los Simpson en su día. Hoy es una serie tirando a mediocre, dependiente en exceso de la actualidad y el marketing, que tuvo unas pocas temporadas magníficas, pero hace una década era la mejor serie de animación con unas pocas temporadas mediocres. Lo que hace esta defensa un poco agridulce: a mí Los Simpson me enseñaron a desarrollar chistes, a preparar escenas y a estructurar una historia, porque todo eso lo hacían con una facilidad pasmosa. La estructura ya está más que vista y desde luego no la inventaron, pero a fuerza de repeticiones empecé a entender que eso era arte, que la broma de Bart no sólo desencadenaba la trama de Homer, sino que ambas se enlazaban al final.
Hay mucha historia detrás de ese constante arrojo narrativo, como la participación de Conan O’Brien en los guiones o Phil Hartman como voz y cerebro de Lionel Hutz o Troy McClure. También sobre el declive, en el que Mike Scully se lleva el honor de derivar la serie hacia la tontuna, la falta de humanidad y la pereza narrativa durante su breve temporada como showrunner. Pero el peor error de Los Simpson ha sido dejar la fluida animación de antaño por un trazo demasiado limpio, un color demasiado claro y un movimiento más apropiado de una animación flash.
Quizá no podemos hablar de una edad de oro porque la creación artística es algo fluido y donde antes había Los Soprano, hoy sintonizamos Fargo. Y en vez de Los Simpson tenemos Bob’s Burgers. Buenas series ha habido siempre y creo que no hay más edad de oro que la que nosotros decidimos que sea. Por eso, mi edad de oro empieza con Los Simpsons… y por suerte, les sobrevive.
CAROLINA VELASCO
Twin Peaks (1990-1991)
A día de hoy, ver a Bob asomando a los pies de la cama de Laura Palmer o atravesando un salón kitsch me sigue acojonando. He perdido ya la cuenta de las veces que he visto Twin Peaks (1990), pero acompañar al agente Cooper a la Logia Negra sigue dejando el mismo mal sabor de boca que la primera vez que bajamos con él a los infiernos. Hace ya 25 años que vimos cómo los vecinos del imaginario Twin Peaks descubrían el cadáver de Laura Palmer envuelto en plásticos mientras sonaba la música de Angelo Badalamenti. Nunca antes se había visto algo así en televisión. Si hoy las series son capaces de atraer más espectadores que el blockbuster de turno y han logrado que los canales de televisión no esperen un año a doblarlas y emitirlas, es gracias a David Lynch.
YAGO GARCÍA
Los Vengadores (The Avengers, 1961-1969)
Por las razones que sean (será por el tiempo, que invita a la gente a quedarse en casita, será por la obligación de competir con una TV pública consciente de serlo, será…) el Reino Unido ha sido la tierra natal de algunas de las peores bazofias de la historia de la TV… y también de algunos de los mejores programas que han podido verse jamás en la pequeña pantalla. Si tengo que ponerme a enumerar las series made in UK que me han hecho llegar a esta conclusión, no pararía: están Doctor Who y El prisionero, está Yo, Claudio, está Caída y auge de Reginald Perrin (la original, ojo), están The Young Ones y Un diputado fantástico, con ese Rik Mayall que se sentó a la diestra del Padre para tangarle hasta la camisa, y están muchísimas otras, de entre las cuales Los Vengadores ocupa un lugar de privilegio.
De acuerdo: aquí estoy haciendo trampa. La condición excelsa de esta serie sólo se obtuvo a través de una larga destilación, y para disfrutarla en su plenitud hay que llegar hasta 1965, cuando confluyeron dos factores maravillosos. Para empezar, un acuerdo de distribución en EE UU llevó consigo una inyección de pasta gracias a la cual Los Vengadores empezó a rodarse en 35 milímetros, y a añadir unos valores de producción que muchos otros shows de su época no podían ni oler. Para seguir, se incorporó al reparto Diana Rigg, una agente que (como se vio después, ya en pantalla grande, con Al servicio secreto de Su Majestad) podía ganarle por la mano a James Bond en su propio terreno. Y que, por cosas del género y todo eso, se pasó tres años cobrando menos que los cámaras que la filmaban. La susodicha Rigg, junto a ese Patrick McNee con bombín, transformó lo que había empezado siendo un serial de intriga más o menos convencional en un desfase lleno de metanarrativa, bromas y charme, cuyos protagonistas se movían sin miedo a la autoparodia, como si fuesen conscientes de vivir en un tebeo lleno de juegos de palabras, fantasía e hipérboles, sin por ello caer en ningún momento en la broma chusca o en el desparrame gratuito. Ha habido series mejores. Ha habido series más influyentes. Pero series más poseídas por esa elegancia y esa complicidad con el espectador, yo todavía no he conocido ninguna.
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