En CANINO no entendemos de placeres culpables. Eso es una cosa de débiles. Las pelis, los discos, los tebeos, los libros te gustan o no te gustan, cualquier otra consideración es andar pidiendo disculpas por algo por lo que no hay que pedirlas nunca: lo que te gusta. Pero de reconcomernos porque hace diez años o diez minutos éramos imbéciles si que somos más, y nuestro post colectivo de este miércoles es la prueba.
Hemos escogido nuestros discos redescubiertos después de un tiempo ninguneándolos. Infancias jevis, poperas o siniestras que no dejaban entrar el aire, intransigencias varias, tíos-abuelos que daban la brasa 24/7 sobre lo buenísimos que son los Beatles y que todo lo demás es porquería… mil cuestiones que hicieron que en su día estas joyas nos pasaran desapercibidas. Por suerte se crece, se aprende y se recupera. Estos son nuestros discos idolatrados después de haberlos odiado.
ADRÍAN ÁLVAREZ: Pixies – Surfer Rosa / Come On Pilgrim. Éramos unos flipados de El club de la lucha (Fight Club, 1999). Me pasé un verano entero viendo la película una y otra vez, diseccionándola, y esa canción del final nos volvía locos. Así que hicimos una colecta y compramos entre todos Surfer Rosa / Come On Pilgrim, y nos pasamos el trayecto de vuelta en metro observando la carátula, señalando el Where is my mind? que queríamos escuchar y haciéndonos una idea muy equivocada del disco. Cuando metimos el CD, aquello nos dio un guantazo con la mano abierta porque no habíamos oído nada ni remotamente parecido. Decepcionados, alternamos entre Gigantic y Where is my mind? para justificar los 18 euros que creímos haber malgastado. Tal fue la desilusión, que cuando dije que me quedaba el disco, nadie quiso que le pagara su parte salvo un colega que era de la virgen del puño, y eso que no me hacía especial gracia.
Cinco años después, Surfer Rosa / Come On Pilgrim cogía polvo en mi estantería hasta que un día me decidí a escucharlo de nuevo. Y fue como si no lo hubiera puesto nunca, porque me gustó tanto que al mes ya tenía el resto de la discografía a base de ahorrar. Supongo que había madurado, o algo así.
DANIEL AUSENTE: Creedence Clearwater Revival – Green River. En alguna ocasión expliqué esta historia. Quienes hayan leído Mentiré si es necesario, mi autobiografía ficcionada (¡comprenla!) ya conocen los referentes. Cuando de pequeño alguien me preguntaba a qué se dedicaba mi padre yo tragaba saliva y respondía que era disc jockey (lo de DJ tardaría décadas en llegar). Tras concluir su etapa en Los Pumas, la banda de la que fue miembro, en 1969 mi padre encontró refugió pinchando en una discoteca ye-yé. Como esa vida nocturna no da para construir una familia, mis padres se separaron en 1977 y él se dejó olvidada una maleta de discos al irse de casa (las prisas, supongo, huyendo de la vajilla lanzada). En 1980, con 14 años, descubrí el punk y la New Wave y a ellos me entregué. Un día recordé la maleta de discos de mi padre, perdida en el fondo de un armario, y la abrí expectante. Mira, un disco de David Bowie. Pa mi. Mira, otro de Lou Reed. Pa mi. Y entonces aparecieron un par de LPs y un porrón de singles de Creedence Clearwater Revival. Observé atentamente las portadas. Mira qué pintas. Estos tíos melenudos y sin ducharse. Jipis, sin duda. Jipis apestosos. Quita bicha, que asco. Cogí aquel puñado de vinilos y los arrojé directamente a la basura. Cinco años más tarde se convirtieron en uno de los grupos que, junto a los Ramones, más escuchaba las noches de juerga salvaje.
AZUL CORROSIVO: The Afghan Whigs – Gentlemen: Me recomendaron este disco hace un montón de años, pero no le presté la menor atención. Más adelante, con menos granos y más ganas de escucharlo todo, lo revisaba con lágrimas en los ojos y un cono de papel de aluminio en la cabeza. Por rematadamente tonta. Su tercer disco era rabioso, violento, fatalista y espiritual, pero siempre dentro de una burbuja deprimente de la que aún resulta muy difícil salir. Y 22 años después, sigue sonando a repulsión y a un mosqueo doloroso y sobrehumano: Gentlemen es un mecanismo de defensa que refleja y absorbe emociones como un saco de boxeo. El propio Dulli contaba que fue incapaz de cantar en My Curse porque le calaba demasiado hondo, y así fue como fichó a Marcy Mays de Scrawl para interpretar el mayor desgarro del disco. “Temptation comes not from hell but from above.”
EVA CID: Miley Cyrus – Bangerz. La incomprensión y el prejuicio musical en mi caso es (era) extensible a casi toda la música pop más o menos actual, y se remonta a mi atribulada adolescencia. Dediqué mis años mozos, muy intensita yo, a rebuscar piezas que llevarme a la boca en lo más recóndito de los géneros más ignotos (ignotos al menos en relación a los gustos musicales de mis compañeras y compañeros de instituto, como si aquello me hiciera mejor o más interesante). Mi foco de interés oscilaba en toda la variedad de subdenominaciones del metal, el punk rock, el pop de los 70 y los 80, y llegaba hasta el amplio abanico de cantautores de habla hispana de los 60-70. Me pasé años (muchos más de los que me gustaría reconocer) huyendo de cualquier cosa que yo identificara como «comercial» o «popular», como si aquello fuera, per se, algo nefasto, mientras escuchaba, por algún tipo de disonancia perceptiva, lo que fue comercial décadas antes. Porque lo de mi entonces no era como lo de antes, así tan cuñada era. Ahora que ya soy mayor y puedo disfrutar sin problemas de las Spice Girls (aunque ya no tengo a nadie con quien jugar a qué Spice Girl somos) también puedo decir sin rubor que uno de los mejores discos que he escuchado últimamente es el Bangerz de Miley Cyrus. Un auténtico pepino que tiene de todo. Porque yo estaba equivocada: el pop no era música moñas, la de los melenudos y cantautores, sí.
YAGO GARCIA: Butterfly (Mariah Carey, 1997). Despreciarla era fácil. Demasiado fácil, de hecho: sus canciones tendían descaradamente hacia lo comercial, su cuerpo aerobicado movía al rechazo en tanto que mercancía exhibida en un escaparate mediático y, sobre todo, era de esa clase de artistas cuya aparición en TV no llevaba a las madres a enrojecer de ira y proferir epítetos a costa de sus presuntas costumbres relajadas, sino a suspirar de admiración y decir «ay, mira esta chica, qué guapa es y qué voz tiene». Después, claro, estaba Glitter, todo lo que brilla (Glitter, 2001) volviendo a la ex de Tommy Mottola una figura directamente irrisoria. Incluso un servidor, que juraba por el santo nombre de las Supremes, había descubierto ya lo que se perdió con la Madonna de los ochenta y tenía cosas de Eternal y de TLC grabadas (de la radio) en cinta, la execraba abiertamente. En el fondo de ese rechazo particular, claro, latía un origen más siniestro: aquello era música para chicas y para maricas que se portaban como tales, y sonidos así no entrarían en mis tímpanos mientras el Piper at the Gates of Dawn y similares reinasen soberanos en ellos. Casi veinte años (¡veinte!) después, me llega la noticia de que la diosecilla Grimes es ultrafán, y aplicando el viejo principio de «algo tendrá el agua cuando la bendicen», me lanzo al Spotify. El Daydream me sigue pareciendo una bosta, y el Rainbow, tan aclamado en su día, me deja frío cual témpano de hielo, pero aquí descubro una veta de algo que resulta cursi, relamido, etéreo hasta dar rabia… y también exquisito. Vale, Fourth Of July y Babydoll son más malas que el cólera, y la versión de The Beautiful Ones de Prince da ganas de colgar a sus responsables por los pulgares, pero el resto es casi perfecto, baladas incluidas, culminando en ese reprise del tema titular que suena a puro garage house del mejorcito. ¿Que es de plástico? Sí. Pero qué plástico.
MARIANO HORTAL Prince – Batdance. Educado en una típica familia sólo escuchaba lo que ponían en los medios generalistas, los cuarenta principales (sigh) fueron los que me iniciaron y, lógicamente, mi primera época estaba marcada por los productores Stock, Aitken and Waterman, «creadores» de productos similares que explotaban un pop muy sencillo que seguía la típica estructura estrofa-estribillo y de melodías pegadizas. No hay que olvidar que en su nómina de autores estaban Kylie Minogue, Banarama, Rick Astley, Jason Donovan, Big fun… todos «guapetes», de buena planta y divertidos. Era fácil caer en la onda y no pensar más. Fue en 1989 cuando empezaría a salirme de lo habitual y fue de la manera equivocada: el estreno del famoso Batman de Tim Burton. Fui un batmaníaco más, no lo pude evitar, compré todo lo asociado al superhéroe, me encantaba la estética, la oscuridad, los gimmicks, Kim Basinger, y claro está, la música, la original banda sonora de Danny Elfman y las canciones que había creado un tal Prince de las que, sin embargo, solo salían dos en el film, Trust y Partyman. Trust me encantó así que no dudé en hacerme con todo el disco que contenía unas canciones un poco extrañas del que llamaban el genio de Minneapolis y que comparaban los medios con Michael Jackson. La verdad es que en ese momento no podía ni compararlo con el autor de Thriller, me parecía una desfachatez, sobre todo cuando oí «ese» Batdance. ¿Pero eso era una canción? Pero si ni siquiera decía el título de la canción, solo una vez, ni estribillo, lleno de gritos y sonidos extraños. Ya podéis suponer que, más adelante, todo cambió. Se convirtió en mi canción favorita y el cantante en uno de mis favoritos. Esa fue la puerta que me abrió a otras maneras de entender/escuchar música y que desencadenó lo que soy ahora musicalmente hablando. Curioso, ahora que lo pienso, que un fenómeno de fans fuera mi umbral a lo alternativo.
ALBERTO MUT: Metallica – Load y ReLoad. No tuve época punki. Mi primer disco de algo más duro que lo que sonaba en Cadena 100 fue el Kings of Metal de Manowar. El segundo fue el Legendary Tales de Rhapsody y el tercero el Master of Puppets de Metallica. Tenía dieciséis años y el criterio que se puede esperar de alguien de esa edad, de manera que me empeñé en ser el más trve metal güorrior del mundo. Y como todo el mundo decía que esos dos discos de Metallica eran «una vendida del quince, tron» pues adopté ese discurso sin ni siquiera darles una oportunidad. Tardé diez años en ponerme el primero y lo hice porque el St. Anger me había dejado tan mal sabor de boca que pensé que era el momento adecuado para ponerme con otro disco de mierda de la banda porque, total, no me iba a cabrear más y eso que tenía ganado. Cómo me equivocaba. Load y ReLoad, que menciono juntos porque en realidad son como un álbum doble, son la madurez de una banda que tardó poco en abandonar la violencia del thrash, que nunca fue lo suyo, por su auténtica vocación de hard rock. Ambos discos son los hijos legítimos del Black Album, de la senda iniciada con la mastodóntica Sad But True y la no menos monumental Wherever I May Roam. Ritmo pesado, riffs a piño fijo y la voz rascada y llena de matices de Hetfield que certifican dos discazos que me había estado perdiendo por poser, por imbécil y por niñato. Visto lo visto, un año de estos reviso el St. Anger y me vuelvo a dar de cabezazos por idiota.
JESÚS ROCAMORA: Los cuatro primeros discos de Black Sabbath. Nacer en una familia numerosa tiene sus ventajas e inconvenientes. Los viajes en coche, por ejemplo, eran una larga pesadilla de brazos y piernas y bolsas de vómito donde cada uno esperaba su turno para poner sus cassettes con la esperanza de que los kilómetros pasasen más rápido. Y era así como un Seat 132 saltaba sin problemas de Un pingüino en mi ascensor a Europe, de Los Panchos a The Waterboys, de Parchís a Julio Iglesias. Mi hermano, diez años mayor que yo, era un jevi ochentero y su colección de vinilos incluía rock urbano español, mucho NWOBHM y algo de progresivo. Yo lo escuchaba todo, aunque la mayoría de sus discos me entraban por los ojos. Durante años, lo primero que tenía que ver nada más levantarme era la silueta de Eddie de Iron Maiden colgada de chinchetas en la pared, una terapia de choque contra los horrores. Pero con Born Again de Black Sabbath –y Holy Diver de Dio– tuve más problemas: sus portadas eran insoportables para un crío. Así que los aparqué en mi lista de intereses… hasta que en 2004 o 2005 comencé a colaborar en la revista MondoSonoro. En su foro recuerdo un hilo que venía a decir que lo más importante de la historia de la música cabía en los cuatro primeros discos de Black Sabbath. Corrí a por ellos, me los puse en orden cronológico y agradecí al diablo no haberlos escuchado con atención en su día porque, efectivamente, allí estaba el origen del jevi de mi hermano pero también del de gran parte del rock grave y espeso que a mí me chiflaba a los veinte, el de NIN,Deftones, Mogwai y el de las hordas del post-metal que estaban a punto de desembarcar, además de una conexión con la psicodelia y los excesos de los setenta que, a la larga, es lo que ha quedado en mí, más allá del ocultismo y de las anécdotas del grupo con la carne cruda.
JOHN TONES: Todo The Cure (especialmente Disintegration). Como buen punkito aolescente, pasé una juventud fina, sumergido en las maquetas más oscuras de los grupos más obtusos en lo político y lo musical que caían en mis manos. Tengo maquetas en cassette de Oxtiaputa y Radikal Hardcore, pero lo cierto es que mi dieta se iba enriqueciendo con la música comercial que oía por la radio. Nunca he tenido problemas ni con el italodisco ni con los recopilatorios de bandas sonoras insufribles, pero lo cierto es que Lo Gótico siempre me superó. La gente disfrazada siempre me dio cosica (cuidao, que lo dice alguien que tiene a los Exploited como uno de sus grupos de cabecera), y aunque asocio el videoclip de Lullaby a unos estimulantes cosquilleos de pánico infantil, siempre relacioné a The Cure con una zona de Lo Gótico que no me interesaba: una música que yo veía floja, afectada, melódica y presuntuosa. No fue hasta hace relativamente poco (en comparación con las edades a las que descubrí, digamos, la música industrial, el tecno jodido o el metal extremo) que tuve ocasión de adentrarme en la discografía de The Cure para descubrir algo mucho, mucho más interesante y interesante que un tío con la cara pintada: ritmos frenéticos, letracas de amor meh y unos estribillazos que no dejaban de ser complejos para ser también endemoniadamente pegadizos. Aunque sigo teniendo mis prejuicios, y cada día me arrepiento de uno como mínimo, de pocas cosas me he lamentado más como de los años pasados sin escuchar a The Cure.
KIKO VEGA: Los Planetas – Una semana en el motor de un autobús (y toda su discografía hasta el año 2000). Más o menos hace quince años. Corría el año 2000 y yo atravesaba la típica crisis existencial por culpa de una mala mujer. Una muy mala. También era de esos que echaban en cara que a los de Granada no se les entendía una mierda cuando cantaban y que eso no era música y bla bla bla. Entonces caí enfermo una semana con una sinusitis de caballo que me dejó KO y un colega se pasó por casa a dejarme unos discos. Yo andaba flojo con la enfermedad y con el corazón roto y me dijo «ESCUCHA ESTO». Puse Una semana… en el equipo de música de la habitación… y nada. No entendía un carajo. Pero había un sonido poderoso que se alejaba de la baja fidelidad de sus primeros singles. Parecía un disco diferente, así que hice un esfuerzo y me levanté a por el discman. Puse el cd, introduje los cascos en mis orejas… BUM «Sentado esperando a que llames, rezando por que des una señal… y si esto te hace daño, si te puedo hacer sufrir, ha servido para algo. Al menos para mí«. Vaya, estos tíos saben realmente cómo me siento. Devolví los discos a mi colega, le di un abrazo y cuando me recuperé fui a la tienda a por toda la discografía de Los Planetas. Y desde entonces, soy un hooligan. Los he visto en directo media docena de veces y he compartido mis alegrías y mis penas con ellos. Mi vida sufrió un vuelco con el libro sobre la grabación del disco, cuando me enteré del significado de esas letras tan jodidas: no eran hacia una hija de puta del mal, eran letras sobre la relación de J y Florent, con el guitarrista desapareciendo para ir a pillar jaco y dormir en casas de la droga durante días. Aún los amo más que a mi propia vida.
https://www.youtube.com/watch?v=rHk_ThfrZ70
CAROLINA VELASCO: Discografía completa de Kanye West antes de Yeezus. Cualquiera que me oiga hablar de Kanye West y defenderle a capa y espada se debe pensar que soy fan de toda la vida, pero el disco de Yé con el que me reconcilié con él (y con su ego) es de anteayer. Hasta que publicó Yeezus, Kanye me interesaba lo mismo que la cría del somormujo: nada. Recuerdo que un compañero de trabajo, hardcore fan incuestionable, en cuanto podía ponía sus discos en la redacción. Y en cuanto sonaba, yo me empezaba a quejar: qué moñas, no me gusta nada, es lo peor, para hip hop el de N.W.A. o Public Enemy… y así en bucle, sin parar. Confieso que era más pesada que una mosca cojonera, pero a mí en esa época, que no me quitaran mi Primal Scream, mis Sonic Youth ni mis Planetas. No sé en qué momento exacto empecé a cambiar de opinión respecto a Kanye, pero sí recuerdo lo torcida que me quedé cuando escuché la filtración de Yeezus. Desde entonces, fan incontestable. Y mejor no hablemos de los guilty pleasures que no reconocí hasta pasados muchos años porque entonces ya me dan el óscar honorífico a la estupidez supina.
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