[Todos a una] Es políticamente incorrecto pero nos gusta

Ah, la incorrección política. Un tema amplio, convulso, discutible, poliédrico y del que nunca nos cansamos de hablar. Humoristas bocachanclas, populismo desbocado, películas para adultos... y una cierta atracción morbosa hacia todo ello. Hoy en nuestro envite colectivo semanal revisamos aquellas películas, personas y fenómenos pop que nos atraen. Pero no deberían.

Y no deberían no porque no consideremos que haya nada censurable en ellos. Sabemos que es moralmente (o, al menos, estéticamente) reprobable que estas cosas nos gusten. Pero por otra parte encontramos motivos para que sí lo hagan: ramalazos de lucidez, ganas de tocar las narices o directamente que nos atrae palpar la mugre moral consustancial al género humano. Por supuesto, no hablamos de aprendices de cuñao chistoso, sino de auténticos dioses de la incorrección política. He aquí unos cuantos pecados que van más allá de lo meramente venial.

Louis-Ferdinand Céline

Imagen del pasaporte de Céline

“Yo nunca había dicho nada…” Así comienza la célebre obra de Céline Viaje al fin de la noche (1932), el autor preferido del joven Sartre y el yo más extremo de su siglo en lengua francesa. Un literato desatado, sin freno, que inventa en esa novela el lenguaje patibulario, el frenesí del insulto y la liturgia de la sangre. Niños atravesados por lanzas vestidos de marinerito (“lívidos como el resplandor de la vela”), ligamentos de cachonda que “deben” de arquearse en “el momento culminante”, ruidos selváticos que provocan “francachelas vivas… de erecciones mutiladas”

Difícilmente se podía ir más lejos en los años treinta, en Francia, y en la novela le consagró en su primera madurez. Laureles efímeros: la democracia francesa con De Gaulle instauró la primera y necesaria corrección política y en ese marco un colaboracionista de Vichy no podía prosperar. Poco puede defenderse a un tipo que había llegado a escribir que el objeto principal de la República francesa era ennegrecer a sus ciudadanos y obtener hombres primitivos “mitad negro, mitad amarillo, parte blanco, parte rojo, parte mono, parte judía, partes de todos…” (sic)

Antisemita visceral, misógino lúbrico (no tan lejos de Forocoches) y prosélito de la sangre como estética, es la pesadilla de estos tiempos donde Paulo Coelho es un intelectual, Pablo Iglesias un político señero y Coldplay una banda de referencia. Un “ello” descarnado, sin freno, que inventó el lenguaje moderno, al que sablaron los mucho más melifluos beats, y que todos en Francia temen recordar. En inmortales palabras de Stanley Kubrick a Michael Herr: “mi antisemita favorito”. Julio Tovar

Project X

A Project X (2012) se le podrán criticar muchas cosas, pero de lo que no hay duda es que está rodada de una forma tan brutal, con esa extraña mezcla de  estilo videoclipero y found footage, que es capaz de combinar un perro saltando en una cinta elástica con chicas desnudas chupando formas fálicas mirándote a TI, espectador. La película está tan convencida de que querer ser la mejor representación de una fiesta que su discurso misógino (casi) queda relegado a un segundo plano. Al contrario que comedias de la misma década como las de Judd Appatow, donde (querámoslo o no) hay un cierto control (¿responsabilidad?) a la hora de plantear gente idiota haciendo cosas idiotas, aquí la ausencia de moralidad es tan maravillosa durante la película que uno no puede sino celebrar el absoluto disparate con la boca abierta.

Sin embargo, no se confundan. Esto no es Desmadre a la americana (1978), obra maestra que celebra el hedonismo y la destrucción del Sistema. ¡En Project X todos los personajes son odiosos! Y no solo porque la película sea un ofensivo “campo de coños” (cita del co-protagonista, minuto 35). Les pongo un ejemplo: en un delicioso momento, el protagonista ha conseguido enrollarse con su amor del instituto. Tras confesar el éxito a sus compañeros, tumbados en la hierba en un estado cercano al coma etílico, sus amigos le disuaden de que tenga sexo con ella esa noche. “Christine es uno de nosotros, está bien, pero…Esta noche es la noche donde tienes que follarte a las chicas de tus sueños, tío. ¡Las chicas de tus sueños!. El personaje que habla es Costa, hiperactivo niño judío y pre-Jordan Belfort de 1,45 de estatura que practica el sexo sin protección con más de cinco chicas ebrias, logrando transmitir una fascinante repulsión adictiva. Sus frases son para embarcar: “No me jodas, ¿eso son pastillas?«, “Lorzaman, corre, hay un puto enano dentro del horno!”, “Si quieres entrar en la piscina quítate el tanga! ¡Son las normas!”  o mi favorita, “¡Hasta que salga el puto sol!

Misógina, machista, violenta, inmoral… casi podría decirse que la película es una metáfora del sueño americano: ahí tienen al padre que, aunque se ha cargado la casa y parte del barrio, le dice que está orgulloso de él porque ha dejado de ser un blandengue. También queda por recalcar la escena final, donde el amor de su vida le perdona que le fuera infiel porque, como diría Costa, esa noche era la noche en la que tenían que intentarlo todo, dinamitando la escena con el perverso uso de una canción de The XX. Lástima que los rumores no fueran ciertos y nos priváramos de ver una segunda parte…¡En 3D! Jose Sala

H.P. Lovecraft: mi racista favorito

Ilustración de H.P. Lovecraft

Los lectores que llegamos a Lovecraft a través de la espléndida antología de Rafael Llopis Los Mitos de Cthulhu (1969) lo supimos desde el principio. Allí, en la extensa y documentada introducción del volumen, Llopis nos puso al corriente de las pintorescas opiniones del caballero de Providence sobre todo aquel que no fuera blanco, anglosajón y protestante; sobre la pena que sentía su corazón al ver su Nueva Inglaterra natal mancillada por “esa chusma de extranjeros miserables venidos de Europa Central”, sobre la grimita que le daba rozarse por la calle con las “hordas italo-semítico-mongoloides”, sobre sus simpatías hacia Adolf Hitler y el ideario del partido nazi. No tenemos excusa: supimos desde el primer momento que Lovecraft era un racista de tomo y lomo. Mi primera reacción ante estas revelaciones fue ignorarlas; poner el “dato curioso” entre paréntesis y seguir disfrutando de aquellas alucinantes narraciones de científicos-magos y monstruos ultraterrestres.

Esa siguió siendo mi postura oficial hasta hace bien poco, cuando al calor de la auténtica guerra cultural que se desató por la retirada del busto de Lovecraft que venía constituyendo la parte visible del premio World Fantasy desde mediados de los noventa, hubo que posicionarse. El caso es que a comienzos de la presente década, los premiados Nnedi Okorafor y China Mieville expresaron su incomodidad al estar recibiendo como galardón la cabeza de un notable supremacista blanco, lo que desató el debate que culminó con la retirada del busto en 2015. Digo debate por decir algo; fue una batalla campal, con los de siempre llorando por la pérdida de privilegios culturales de los Varones Blancos Muertos y la gente en general corriendo a parapetarse tras las trincheras de sus respectivas redes sociales. Todos los argumentos que se ofrecieron entonces para disculpar las opiniones de Lovecraft y seguir disfrutando de su obra como si tal cosa, se pueden resumir en estos cuatro:

Ilustración de H.P. Lovecraft

(1) Lovecraft superó antes de morir este estado de opinión, renunciando a lo nazi, abrazando a sus hermanos de otros colores y, en definitiva, convirtiéndose a la religión verdadera de la socialdemocracia. Bonito, pero, desafortunadamente carece de apoyo documental y, desde luego, tal conversión no asoma por ninguna parte en sus relatos, lo que nos lleva a…

(2) Hace falta ser muy gañán para no saber separar la Obra (así, con mayúsculas) del autor. Esto hasta cierto punto es admisible, sobre todo si el autor a lo que se dedica es a pintar bodegones, pero en el caso de Lovecraft es bien difícil separar la Obra de sus opiniones políticas. En El horror de Red Hook, ampliamente reconocido como su relato más claramente racista leemos cosas como estas referidas a ese barrio de Brooklyn: “Su población es una amalgama miserable y enigmática: sirios, españoles, italianos y negros entremezclados entre sí…”. Peor aún, un poco más adelante leemos esto otro: “las columnas aullantes y blasfemas formadas por jóvenes de ojos turbios y rostros picados de viruela que desfilaban durante las horas más tenebrosas de la madrugada”. Esto es exactamente lo mismo que Lovecraft diría de los habitantes de Insmouth y coincide, además con la retórica de la prensa racista de su época, lo que nos conduce a una revelación: los monstruos de Lovecraft no son más que metáforas de gente de otras razas.

Ilustración de H.P. Lovecraft

(3) Lo que pasa es que Lovecraft era un hombre de su época, un tiempo en que la gente consideraba científicas disciplinas como la frenología o la eugenesia. Vale, pero no puede decirse que en nuestra época estemos escasos de negacionistas del cambio climático y creacionistas científicos, lo que no los disculpa, como tampoco puede decirse que en la época de Lovecraft los posicionamientos racistas fueran ni mucho menos unánimes.

(4) Pero es que Lovecraft era un misántropo, odiaba por igual a blancos y a negros, como Harry Callahan. Lo único malo de esto es que, aunque en su obra narrativa y en su correspondencia se habla mucho y muy mal de los negros, los italianos, los eslavos, los judíos y casi cualquier otra etnia que se pueda imaginar, jamás les falta al respeto a los blancos caucásicos. Es más, si hay algún héroe en sus relatos, éste suele estar encarnado por un respetable policía blanco, o un respetable profesor universitario blanco que representa el último baluarte del orden racional  frente a las fuerzas del caos y la disolución.

Pese a todo lo dicho hasta aquí, no se me confundan, Lovecraft continúa siendo mi escritor favorito, el que más influencia ha ejercido sobre mi manera de ver el mundo, la definición misma de mi zona de confort. ¿Cuál es mi excusa? Veréis: cuando leo a Lovecraft nunca me posiciono del lado del orden racional. Contemplo el triunfo del caos y la disolución. Me identifico con los monstruos ultraterrestres. Félix García

Iker Jiménez y sus programas del misterio

Imagen de Íker Jiménez

Tras años escondido tras su aspecto aniñado y su pose mirífica de yerno bueno y saneado, el que para muchos es el magufo número 1 de este país, ha salido del armario del liberalismo más atroz e ignaro. El aviso ya nos llegó cuando supimos que su esposa Carmen Porter le compra la ropa y le lleva el móvil y el dinero, y que solo siente desprecio por quienes escuchan o ven sus programas desde la ironía o sin creer en lo que cuenta en ellos. Pero desde que Iker abandonó la Cadena SER y dejó de ser esbirro de PRISA, donde, como él mismo confiesa, le pagaban un sueldo casi obsceno, para unirse al imperio Mediaset, el alavés ha mostrado sin rubor sus credenciales liberales: Jiménez se declara empresario (cuya mala prensa declara no entender), creador de riqueza, piedra angular de la economía española, asegura pasarse por el forro la corrección política, critica el “parasitismo social”, y nos aconseja que seamos ferozmente libres. Jiménez es un liberal, pero no uno ilustrado y leído sino uno de oídas, un liberal ágrafo, de esos a los que desde pequeños les han contado que los rojos son malos, malísimos, y que posee un credo pseudolibertario que haría llorar al mismo Adam Smith. No sé a ciencia cierta si su cuna es tan alta como la de Esperanza Aguirre y su problema es que habla desde el velo de la opulencia, pero el nivel de sofisticación de sus ideas políticas es similar al de la ex-lideresa.

Y sin embargo -siempre ese sin embargo- Iker Jiménez esconde también una persona mucho más cultivada de lo que parece, con un interés genuino en lo extraño, versada en temas de criptozoología, folklore e historia. Además, Iker se fogueó en la crónica negra durante sus años mozos y esa impronta se observa también en su forma de hacer y en sus intereses. Técnicamente sus programas de radio son inigualables. No hay nadie en España en este momento que realice otros capaces de recrear atmósferas similares y, sobre todo, que sean capaces de narrar de la manera tan perfecta que él practica. Cierto es que no es un investigador de misterio sino un mero divulgador, como se entretiene en afirmar su némesis, el iconoclasta Manuel Carballal, y que poco o nada aprendemos después de escucharle (esas opiniones de expertos, esos cientos de legajos consultados, nunca llegan a nada). Pero eso no quita para que sus programas sobre los sacamantecas, los intrusos ensotanados o los encuentros con humanoides durante su etapa en Milenio 3 sean ejemplos de aprovechamiento total de las posibilidades del medio radiofónico. Y además son un somnífero perfecto. Santi Pagés

The Room

The Room (2003) es una película ofensiva. Y no sólo estéticamente. Porque si rascamos más allá de la absoluta incapacidad de Tommy Wiseau para contar una historia, si pasamos por alto que la mejor actuación de toda la película nos la da el croma, aún nos quedará el abismo devolviéndonos la mirada. Aún nos quedará su subtexto. Ese conservadurismo rancio al estilo teledrama de Antena 3 que podría resumirse en el forocochero “tds pts xddd”. Porque The Room es el último estertor de un manchild de otra galaxia que, nada más aterrizar en la tierra, lo primero que hizo es intentar contarnos su historia. Y eso es lo genial de la película. Que, detrás de su infinito horror, aún sea capaz de fascinarnos. Porque somos incapaces de no seguir gritando “You’re tearing me apart, Lisa!” con una mezcla incómoda de humor y auténtico interés. Álvaro Arbonés

Laszivia

Portadsa de 'Laszivia' de Jan

Si vamos más allá de Superlópez, Jan tiene un montón de pequeñas curiosidades (por ejemplo, Cómo se hace un cómic). La más inesperada es este tebeo erótico de ciencia-ficción fantástica con conciencia social, Laszivia (1984). El capitán Rayón y su tripulación viajan por todas las zonas de un planeta esculpido con forma de mujer desnuda (y cuando digo “todas las zonas” insisto en el “todas”) para conocer las naciones de este planeta, basadas en los pecados capitales: Sobervia, Avharizia, Lujurizia… En cada una de ellas, Jan desata un pequeño y divertido conflicto satírico relacionado con cada uno de estas actitudes pecaminosas.

Hay un pequeño detalle que podría ensombrecer los aciertos de este tebeo: Juanita es un mozalbete homosexual que insiste en ofrecerse a sus compañeros y a su capitán y que va peinado y maquillado como una señorita. Su condición se describe en el cómic como “gustos rarillos”, de los que consigue redimirse en las últimas páginas cuando descubre el deseo hacia las mujeres. Era otra época, los ochenta, en la que todo el mundo hacía chistes de mariquitas. Incluso Jan. Pablo Vicente

A la caza

La película comienza con un brazo podrido flotando en la bahía de Nueva York y con dos policías -uno de ellos interpretado por el viscoso Joe Spinelli, recién salido de dar vida al abisal asesino de Maniac (1980)- que hablan sobre zurrar a sus esposas y obligan a unos travestis a practicarles una felación en el barrio gay. William Friedkin no engaña: esto va a ser toda una experiencia. El emplazamiento de la película es un universo alternativo y claustrofóbico -prácticamente nunca abandonamos la noche, los parques, los leather bar-, una especie de Tierra-2 filmada en helados filtros azules en la que no existen las mujeres y todas las relaciones se cimentan sobre la tensión contenida, el sexo duro y la violencia explícita. Así que admitamos lo principal: la comunidad gay es retratada de una manera sórdida y oscura. Los bares son micromundos ultracodificados: cada plano está atiborrado de merchandising sado y el cuero reina. Las escenas de sexo son realistas y para nada edulcoradas, y todo tiene un aire cortante y peligroso  Está meridianamente claro que A la caza (1980) no es una película gay-friendly… pero tengo muchísimas dudas de que sea lo contrario

Y me explico: en el fondo estamos hablando de una escena muy concreta -la del cruising de los años ochenta en la era pre-SIDA-, de unos espacios muy concretos -la película se rodó en clubs auténticos y con auténticos parroquianos- y de una trama más concreta aún basada en varios casos reales de la época -un asesino sádico que elige sus víctimas en el anonimato de la noche y del sexo casual-. Esto no es un documental, sino un thriller, y el punto de vista, por supuesto, está deformado, como cada vez que una película construye un mundo propio desde una mirada particular -esto es una obviedad, pero también algo que se olvida con mucha facilidad-. A la visión subjetiva también ayuda la interpretación de un Al Pacino perdido en un ambiente que no es el suyo. El trayecto de su personaje es sorprendente, porque el espectador duda entre dos opciones: si el contacto con el submundo nocturno convierte su peripecia en un viaje al fin de la noche, o si el policía carga con sus propios demonios desde el primer momento. Por eso el ambiguo final sugiere varias lecturas, a cada cual más oscura.

La leyenda dice que se quedaron fuera del metraje cuarenta turbios minutos de sangre y sexo aún más explícito. El estajanovista James Franco rodó hace poco un pseudo-documental arty sobre el rodaje que no aporta absolutamente nada. Tras la polémica, lo que queda es una película tensa y pesimista de imágenes poderosas como es habitual en la carrera del gran Friedkin, más cruda de lo habitual en un producto de la industria y con una puesta en escena que se alimenta del miedo al contacto con el otro, con el desconocido, con las zonas de sombra. Javier Trigales

El cine de explotación europeo de los setenta y los ochenta

Vuelvo una y otra vez a revisar incansablemente el cine europeo (especialmente el mediterráneo) de explotación de los setenta y ochenta. No me canso del post-giallo brutal, por supuesto, el de Fulci y compañía, pero ese no me provoca ninguna desazón moral: Fulci te hace odiar al género humano en su más amplia extensión, casi a un nivel cósmico. Más dudas me suscitan, sin embargo, las películas derivadas de los documentales (etiquetémoslos como documentales, de alguna manera hay que definirlos) mondo, que acabaron derivando en el cine de caníbales que estalló debido al monumental prodigio comercial de Holocausto Caníbal (1980), un subgénero con el que se exacerbaron todos los mensajes salvajemente imperialistas y racistas que flotaban en los antipatiquísimos e hipnóticos mondo: indígenas caníbales que se nos comen. ¡Se nos comen!

Y sin embargo, hay algo en ese cine (dejando aparte, por supuesto, lo de «¡es que la sociedad era así!», que eso sí que no lo niego: era y sigue siendo así, aunque ahora sea también, quizás, algo más pudorosa) que me hipnotiza, tanto desde el punto de vista estético (la pornografía de la violencia llego a unos extremos de feísmo documentaloide que aún hoy resulta perturbadora) como desde su más puro mensaje de confrontación entre humanos en vaqueros y humanos en taparrabos. No saco ninguna conclusión positiva de todo aquello, no soy capaz de -tal y como hacían los espectadores de los mondo para calmarse las conciencias y los realizadores para vender la moto- autoexcusarme en mi fascinación por la representación de la violencia extrema. Más allá, claro, de que me viene bien para no colapsar por el otro lado, el que da miedo. Y en ese sentido, como válvula de escape, nada como un Caníbal Feroz o un Comidos Vivos. Te quedas suave, suave.

Eso sí, lo de la tortuga no, ¿eh? Eso no. John Tones

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2 comentarios

  1. E. Martín dice:

    Eh ojo, que justamente el «mensaje» de Holocausto Canibal es que los occidentales hijosdeputa se van al tercer mundo a rodar documentales sensacionalistas (se sugiere bastante claramente que a la mujer empalada la matan ellos) y que se han ganado a pulso que los nativos se los merienden.

  2. John Tones dice:

    Muy cierto, la verdad es que no entré en detalles, pero Holocausto Caníbal es solo sensacionalista en lo visual, no en el mensaje. Pero estaremos de acuerdo en que el género en sí es rancio como pocos, y que hereda ese tonito de autosuficiencia colonialista de los mondo. Pero es cierto: Holocausto Caníbal es la que desató el caos… ¡y es la única disculpable!

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