"... aunque sea cancerígena desde la Edad de Piedra", como decían Siniestro Total. O quizás no haya que ponerse tan tremendos, pero lo que está claro es que las familias son el núcleo social más odiado y amado de todos los que nos rodean. Como ya viene dada y tampoco puedes escoger, pues a veces toca lo que toca. Lo que es estupendo a veces y horrible otras, y casi siempre ambas cosas mezcladas, con suerte con más de lo primero que de lo segundo.
La cuestión es que la ficción (o no tan ficción) se ha encargado de hablar de familias largo y tendido, y por supuesto ha aprovechado para cargar las tintas en los conflictos, los desencuentros, los choques y los contrastes. Hemos seleccionado unas cuantas familias de pro, unas mejor avenidas que otras, para que comparéis con la vuestra y traguéis saliva: madres, hermanos, abuelos, ancestros… un árbol genealógico de familias que debería hacerte pensar que a lo mejor la tuya tampoco merece tantas quejas.
Los Panero (El desencanto, 1976)
Luego de una tremenda bronca con el saturnal y uranista sentimental Juan Luis Panero, ese chico entre soñador y fracasado, Michi Panero, dice una frase divertida y triste a la vez: “oye, a lo mejor, yo embarazo alguna chica…”. Juan Luis, perro viejo con más alcohol que sangre, responde: “¡Milagro, milagro!”.
Esa escena resume a la perfección ese fin de raza astorgano –“¡nada wagneriano!”– que suponen los Panero. Una especie de El cuarto mandamiento de Orson Welles donde los magníficos Ambersons derivan en hombres moribundos y fracasados; “estragados por el tiempo” en el vocabulario pedante del filme. Desde el poeta franquista y reaccionario Leopoldo Panero -que provocó un clima de terror en mujer y vástagos- hasta el bohemio definitivo que es Leopoldo María, todo está sujeto a una maldición faulkneriana que deja los problemas familiares de los Compson al mismo nivel bobalicón de Emilio Aragón en Médico de Familia. La película de Jaime Chávarri que los inmortalizó, El desencanto, destruyó a esa familia: les expulsaron del paraíso rancio de Astorga, se pelearon entre ellos por el malicioso montaje (que pinta a Juan Luis como un tipo ridículo con frases delirio como “soy muy bizantino…”) y encumbró inadvertidamente a Leopoldo María como héroe desarraigado y transicional de los novísimos frente a la senilidad de la familia cristiana.
La decadencia para los Panero, en los últimos años, dejó su ruido y furia para ser puro esperpento en un posible Sálvame literario presentado por Sánchez-Dragó. Felicidad Blanc, esa Electra con voz de telenovela, malgastó su vejez yendo de un sanatorio mental a otro visitando a su particular Heine en su exilio mental. Juan Luis Panero, escondido en la costa catalana con un cáncer brutal y odiando de manera callada a Leopoldo María: éste le condenó a poeta de antología leído por los relamidos (otros dirán babosos) labios de Luis Alberto de Cuenca. El poeta loco, en fin, será el triunfador final en su fracaso (toma posmodernidad), transmutado como bufón doliente y genial que vive entre mamadas a mendigos, alejandrinos matemáticos (¡Mallarmé!) y Coca-Colas en 2666 de Roberto Bolaño (2004).
¿Y Michi? Será la gran víctima de esa producción, de la que fue instigador. Llegó incluso a ser profeta de su desgracia en el tiempo del filme al intitularse según Francisco Umbral como “la menor de las hermanas Brontë”. Al terminar los ochenta comenzó su progresiva invalidez, después de marasmos sentimentales y excesos dipsómanos, y su melancolía trocó en amargura: le pagaban por escribir de las Mamachicho. En su última entrevista, postrado en la cama, declaró su pecado y condena por este filme: “En este país quién subvierte lo cutre lo paga muy caro”. Julio Tovar
Los Hoover (Pequeña Miss Sunshine, 2006)
Hay quien dijo en su momento -probablemente un servidor, un día que se vino muy arriba- que la película dirigida por Jonathan Dayton y Valerie Faris hace ya diez años podría pasar por la mejor adaptación cinematográfica posible de Los Simpson. Dicha afirmación no tiene mucho fundamento más allá del desengaño que provocara la definitiva simbiosis de la familia amarilla -acaso el clan televisivo de mayor relevancia cultural- con el celuloide en 2007, y la descacharrante comicidad y efectismo del guión de Michael Arndt. Así como los actores encargados de interpretar a los Hoover, claro, una familia tan normal y disfuncional como emblemática.
Galardonada con un muy merecido Oscar al Mejor Guión Original y otro al trabajo de Alan Arkin como el hilarante abuelo, esta película sigue sorprendiendo hoy día por el equilibrio con que combina el existencialismo de andar por casa –Steve Carell, al margen de su carrera cómica, nunca ha estado mejor que como el guía espiritual del floreciente Paul Dano-, con la emotividad más puramente feelgood, envolviéndolo todo con un humor negro e incómodo que reserva su mayor puntazo para el final.
Así es. Allá donde otros melodramas reservarían estos minutos para el catártico clímax, Pequeña Miss Sunshine hace lo propio, sí, pero sin permitir que el espectador se refugie completamente en la satisfacción y alegría que, de primeras, produce el baile de la jovencísima Abigail Breslin -y que comparte, mediante perversa manipulación empática, con los propios Hoover-. Sobre todo, porque dicho desenlace no deja de tener un trasfondo retorcido e inquietante que, bueno, ríete tú de Los Simpson. Aunque a estas alturas ya no puedas. Alberto Corona
Los Corleone (El Padrino, 1972, 1974, 1990)
Resulta curioso y algo inquietante que al pensar en una familia en abstracto, la primera que nos venga a muchos a la cabeza sea la protagonista de la trilogía de El Padrino (1972, 1974, 1990): los Corleone -que recibe su nombre de un pequeño pueblecito siciliano, cuna de verdaderos mafiosos como Luciano Leggia o Salvatore Toto Riina–. Asesinos, violentos, machistas… pero ¡ah! ¡La famiglia! La base shakesperiana de la tragedia en tres actos de Francis Ford Coppola pone el foco en conceptos como el honor, la lealtad y la “nobleza” entre los miembros del clan consanguíneo, único núcleo humano que no entiende de traiciones dentro de la vorágine criminal. Por eso cuando hay una falla en el sistema, el mundo entero se resquebraja. En la segunda entrega de la saga, el pusilánime Fredo Corleone -descomunal, descomunal John Cazale- hace tratos con el gángster rival Johnny Ola, lo que desemboca en el intento de asesinato de su hermano Michael y su familia. Y como por arte de magia, desaparece del recuerdo del espectador la montaña de cadáveres acumulada hasta el momento, peccata minuta comparada con ese acto imperdonable y su posterior ajusticiamiento, verdadera imagen límite de la trilogía y de la memoria cinéfila.
Por otro lado, tenemos al incontrolable Sonny Santino Corleone, mujeriego, visceral, pura furia de vivir. El personaje que interpreta James Caan muere como vive: de forma espectacular, acribillado a lo Bonnie & Clyde (1967) en un puesto de peaje por sicarios a sueldo del marido maltratador de su hermana Connie -una Talia Shire más allá del bien y del mal. Dios mío, QUÉ REPARTO-. Andy García se encargará más adelante de heredar el espíritu atrabiliario de Sonny, pero con un carisma de perfil definitivamente más bajo.
Y sobre todos ellos, la sombra entre ominosa y protectora del patriarca, Vito Corleone, que ya sea en el cuerpo desbordante de un Marlon Brando con algodones en los carrillos o en los gestos de tensión contenida de Robert de Niro cuando aún era Robert de Niro, eleva al personaje al Olimpo de la ficción -cinematográfica o no-. La figura paterna, fuente de todo mal y de amor incondicional: el vínculo de sangre como una dulce maldición eterna. No existe el libre albedrío en casa de los Corleone. Por eso cuando el eslabón más débil de la familia se atreve con el acto más valiente -buscar su propio destino- recibe a cambio un paseo en barca en el lago Tahoe y una frase que retumbará en nuestra cabeza por siempre jamás: “sé que fuiste tú, Fredo. Me destrozaste el corazón”. Javier Trigales
Los Rovellón (¡Hala, hala, a mogollón… con la familia Rovellón!, 1988-1998)
Un matrimonio de mediana edad entrado en carnes, dos niñas y un niño, una abuela y un perro. La estructura funciona tanto para la familia Ulises (1945-1979) como la familia Rovellón (1988-1998). La primera es del TBO de nuestros abuelos, y la segunda está más cercana a nosotros, en el TBO de Ediciones B. La propuesta original era recrear a la familia Ulises desde cero actualizada a nuestros días: un reboot. Ultimate familia Ulises.
Guionista y dibujante, Pérez Navarro (el guionista de Superlópez y el Supergrupo) y Sempere respectivamente, construyeron su familia a partir de un conflicto básico, el choque generacional. Si en otras familias de cómic (por decir algunas, Zipi y Zape y compañía, la Familia Cebolleta, los Trapisonda…) los niños son una comparsa para los padres, personajes impersonales de fondo, aquí eran ellos los que marcaban el ritmo. Frente a un matrimonio rancio y chapado a la antigua, los jóvenes representaban el mundo moderno en casi todos los ámbitos: el informático, la artista de vanguardia y la punky. El peludo perro Trekky creaba el caos allá donde pasaba, mientras que la abuela disfrutaba de la pensión con sus amigas consumiendo unos productos de la herboristería que les producían alucinaciones. Si hubiera que buscar cuáles personajes han sido “los Simpson españoles”, mi voto va para los Rovellón. Pablo Vicente
Los Sanchez-Smith (Rick y Morty, 2013-)
Cuando Rick y Morty eran Doc y Mharti, los protagonistas de la parodia más NSFW de Regreso al futuro (1985) jamás concebida -con permiso de Fap to the Future (2015)―, su familia empezaba y terminaba con ellos; de hecho, en aquel entonces ni siquiera eran familia. La idea de convertirlos en abuelo y nieto se la dio un ejecutivo de Adult Swim a los creadores Justin Roiland y Dan Harmon, justo cuando estaban pensando en introducir más personajes para conseguir alargar los episodios hasta los veintitantos minutos que les requería la cadena. Así es como nacieron el yerno/padre Jerry, la hija/madre Beth y la nieta/hermana Summer, elevando al cubo el universo de posibilidades de esta potencia de la ciencia ficción diarreica (por su tendencia escatológica, y por situarla entre la blanda y la dura): ya no se trataría solo de explorar otras dimensiones, luchando contra monstruos y robots, sino también las relaciones paternofiliales y de pareja… normalmente con robots y monstruos implicados. Pero eh, así es como nos gusta. Andrés Abel
Yo me quedo con los Onodera, de Oyasumi PunPun