Bienvenidos a Todos a una, la sección de Canino que pone a todos sus colaboradores en un brete con preguntas pertinentes. Cada miércoles tendremos una duda que plantearles, y quienes puedan o quieran, contestarán como su entendimiento buenamente les permita. Las quejas, a los interfectos: el otro nombre que teníamos pensado para la sección era, al fin y al cabo, Que Cada Palo Aguante Su Vela. Por supuesto, el diligente lector está más invitado a redondear las respuestas con su aportación en los comentarios. Nuestra pregunta, sencilla, directa, apropiada para que todos se luzcan (ya vendrán los tiempos oscuros): ¿Cuál es tu secuencia de muerte favorita de la historia del cine?
Daniel Ausente: Nunca me lo había planteado pero la respuesta ha sido inmediata: la muerte del Capitán Rhodes en El día de los muertos, la tercera entrega de los zombis de Romero. Por un lado, tenemos una de esas muertes catárticas del cine, la de ese personaje que odias y que cuando por fin palma te levantas de la butaca haciendo cortes de manga y gritando muy fuerte “¡JODETE HIJO DE PUTA!”. Vamos, lo que viene a llamarse la magia del cine. La peli viene marcada por el mensaje antibelicista, y el capitán Rhodes encarna el odio hacia lo militar, porque es una mala persona y un imbécil que lo complica todo. Hay dos elementos más que la hacen una muerte extraordinaria. La primera es que la provoque Bub, el primer zombi que desarrolla inteligencia, y que encima cae simpático. Un zombi que se venga, que utiliza una pistola y que prefiere despedirse de su víctima con una mofa, despreciando sus tripas. Y dos, claro, sangre y tripas, ese mítico estallido de gore explícito firmado por el maestro Tom Savini, ese tronco separado a lo bestia mientras el tipo sigue chillando. Pero no se trata de algo gratuito, porque ahí los zombis no son más que una extensión del espectador, de nosotros, que llevamos media película deseando verle morir comido vivo. De hecho, justo antes, está ese plano maravilloso, esa cámara subjetiva con el punto de vista de la masa zombi, un plano enmarcado por las manos de los muertos vivientes. Nuestras manos.
https://www.youtube.com/watch?v=fjikkKdnyck
Azul Corrosivo: La escena final de El hombre elefante relata la inevitable muerte de John (o Joseph) Merrick de la forma más bonita posible: recoge toda la injusticia, la tragedia y el rechazo que provocó su enfermedad y las pone a dormir en un placentero sueño lleno, por fin, de paz. Mientras prepara su cama, decidido a pasar sus últimas horas de vida aferrándose a una “normalidad” que nunca consiguió, suena el Adagio para cuerdas de Samuel Barber, elegida en 2004 como la “obra clásica más triste”. Una muerte que actúa como elegía a la dignidad, al coraje, a la bondad; una parábola de la existencia.
Noel Ceballos: Shelley Winters en La noche del cazador. No la vemos morir, no vemos el acto en sí, pero ahí está la prueba ontológica. Sentada plácidamente en su coche, con las aguas del lago moviendo sus cabellos como en un cuento de hadas, la mujer ha muerto. No hay duda de ello. Pero aún así… ¿no se crea un efecto siniestro, como si siguiera, de algún modo, entre nosotros? El coche no debería estar ahí, aunque lo cierto es que hay una cierta sensación de pertenencia. Es una de las claves más viejas del género gótico (y esta película es gótico americano en su más pura expresión): el desplazamiento de objetos o personas hasta lugares donde no se supone que podrían estar. Pero todo encaja en estas escenas postmortem. Sobre todo, la quietud. Si el cine es el truco más viejo que tenemos para hacer que los espectros del pasado vivan de nuevo, esta secuencia es una de las más logradas de su historia. Todo lo que aparece en ella está muerto. Y, al mismo tiempo, rebosante de vida.
Israel Fdez: La muerte ha de ser por definición inevitable. Recuerdo lo jodido que me dejó, en El hombre de mimbre (1973), el sacrificio ritual del sargento Howie. Howie cae con pretextos catedralicios en una isla-cepo para investigar un asesinato y todo el pueblo le anda con subterfugios y deliciosas deformaciones de la verdad. En la naturaleza la muerte está siempre a la vuelta de la esquina. Lo cogen y atan y él gime y reza salmos y maldice mientras la cámara implacable no parpadea hasta el instante mismo que pierde la consciencia y nosotros la fe en que alguien aparezca a rescatarlo. Y el puto Christopher Lee cantando y bailando, coreando frente a un esquizoide amanecer. El Hombre de Mimbre cae decapitado devorado por las llamas; fundido en negro. No es tanto una impactante forma de morir como una forma de hacer cine.
Yago García: Augusto (Brian Blessed) en Yo, Claudio. Un rostro. El rostro de uno de los actores más vocingleros de la historia, además, acariciado por un lentísimo movimiento de cámara. Y la voz de Sián Phillips (su esposa, su asesina) pronunciando reproches con un tono que no es de furia ni de arrepentimiento, sino de resignación, posiblemente también de afecto. El paso del ser a la nada, el colapso de un poder que se creía indestructible, el fin de una pareja que ha perdido, no ya el amor, sino cualquier tipo de confianza mutua, resumidos mediante un parpadeo, una boca entreabierta, una respiración que se apaga, una voz en off que resuelve en llanto (¿sincero? ¿hipócrita? ¿ambas cosas?). Todo ello en televisión, en los setenta y en una serie que aún ahora (tras Los Soprano, tras la inevitable Roma e incluso tras Hannibal) sigue sorprendiendo a los novatos mediante su truculencia. Al viejo criminal le han cerrado los ojos. El declive del Imperio ha comenzado. Sólo cabe un último consejo: “No toques los higos”.
Alberto Mut: Decía mi abuelo que «quien es desgraciado hasta con los cojones se tropieza». John McClane, en La jungla de cristal, es tan perdedor que incluso cuando gana parece que vaya a perder. En lo que sería sin duda el momento álgido de su vida hasta ese momento, John se carga a dos terroristas de sendos disparos con las últimas balas de la pistola. Pero el hado adverso actúa y Hans se aferra a la vida, personificada en Holly, y amenaza con arrastrarla con él. La maestría de John McTiernan se muestra una vez más en la forma de rodar la escena: la ominosidad e inevitablidad de la cámara lenta se une a la tensión contrarreloj y termina con la cara de sorpresa de un Alan Rickman que estaba esperando a la cuenta de tres para ser arrojado al vacío pero que, por orden expresa de McTiernan, es lanzado tras contar sólo hasta dos para pillarlo desprevenido y grabar una genuina reacción de incredulidad.
Víctor Navarro: Escupiré sobre vuestras tumbas, de Boris Vian, es una novelaza sorprendente y demoledora. Es imposible hablar de ella sin destriparla, así que me guardo los detalles. Si no la habéis leído y os apetece sentir ascazo, corred a por ella. Boris Vian no estaba contento con la adaptación a la gran pantalla. Discutió mucho con los señores del cine. Sin embargo, no se privó de ir al estreno. No pudo rechazar la oportunidad de avinagrarse y quejarse con vehemencia. Habría sido un tuitero estupendo. Se cuenta que, diez minutos después de que comenzara la película, se puso de pie en la sala y criticó a los actores: «¿Y se supone que estos tíos son americanos? ¡Y una polla!«. La traducción es un poco libre, pero la idea es esa. Después de montar el numerito, sufrió un ataque al corazón y murió en su butaca. Genio y figura. Esta es, sin duda, mi muerte favorita en el cine. [¡El tío no se ha enterado de nada! ¿Quién contrató a este colaborador? ¡No toleraré esto en CANINO! ¡Lo quiero en mi despacho YA! ]
Jesús Rocamora: Hay una leyenda urbana que afirma que el muy nazi juez Doom de ¿Quién engañó a Roger Rabbit? fue el responsable de la muerte de la madre de Bambi. Hijodeputa. Ahora bien, ¿cómo diablos ajustamos cuentas con un dibu? Aplastarle los huesos con un objeto contundente –piano, yunque, una buena apisonadora– puede ser liberador, aunque nunca es suficiente. Tampoco tirar del catálogo de utensilios ACME: son jodidamente resistentes a las torturas. La mejor opción es el Baño, una solución final a base de acetona, benceno y trementina que funciona como un millón de gomas de borrar. ¿Se acuerdan del inolvidable martirio sufrido por Stripe, el jefe de los gremlins? Pues más o menos eso le esperaba al juez: una muerte lenta y dolorosa y una peste insoportable.
John Tones: Quizás no una muerte, sino todo lo contrario, y no solo porque, obviamente, Crank tenga una secuela. Chev Chelios pasa toda la película en estado de aceleración ascendente constante: no puede parar porque un veneno que corre por sus venas le liquidará si deja de generar adrenalina. Cuando en pleno éxtasis de venganza se lanza al vacío desde un helicóptero arrastrando con él a su némesis, y acaba reventándole los sesos de un tiro, todo se acaba. Ya no hay contrarreloj ni motivo para seguir. Se toma con calma lo que en una película de espías al uso sería una frenética lucha contra la gravedad buscando un paracaídas porque sabe que ese paracaídas no existe y hace una última llamada de teléfono a su novia. Es el único momentos de genuína paz de Crank, y el espectador lo recibe como un auténtico bálsamo para el alma. Y entonces, Chev Chelios se estrella contra el suelo y se mata. O no.
Carolina Velasco: Deshacerse de Vito Corleone no es fácil: lo saben bien sus enemigos, pero sobre todo lo sabía Coppola, que decidió dar al mafioso una muerte dignísima, poética y hasta envidiable en El Padrino. Admitámoslo: don Vito es el clásico hijo de puta que no querríamos cerca, capaz de vender a su abuela con tal de lograr lo que se proponga, y pese a todo, nos cae bien. Vito tiene principios y prioridades, y Coppola hace que se deje querer mostrándonos a un joven que en realidad, no tuvo otra salida. Podía haber muerto a manos de sus enemigos, retorcido de dolor, o abandonado a su propia suerte… pero Coppola optó por llevárselo una tarde de verano, mientras juega plácidamente con su nieto, cayendo delicadamente en un huerto con una cáscara de naranja en la boca. Don Vito muere feliz, y haciendo sonreír a su progenie… mientras al espectador se le hace un nudo en la garganta cuando ve partir al mejor mafioso que nos ha dejado el cine.
All That Jazz sin duda, las muertes con número musical de 9 minutos son mejores muertes 🙂
https://www.youtube.com/watch?v=IyXYPsDsOHY
Lo siento, pero cuando he visto el artículo no he podido evitar acordarme de esto https://www.youtube.com/watch?v=mBxq75sFgtA
Lo siento, pero cuando he visto el artículo no he podido evitar acordarme de esto https://www.youtube.com/watch?v=mBxq75sFgtA
Podrían destacarse muchas muertes en función de los criterios que se elgieran. Molonismo (no hay ninguna muerte Bond, ntchs…), emoción (secundo la propuesta de All That Jazz), justicia poética, gore extremo (cualquiera de Battle Angel Alita)…
En la linea de Crank yo elegiría Gladiator (Ridley Scott), una muerte que es el al mismo tiempo una victoria. Máximo puede morir tras vengarse finalmente de Comodo y descansar de nuevo junto a su esposa asesinada y su hijo asesinado en los Campos Eliseos que ya mencionaba al principio de la película. Y ya con un pié ahí, al otro lado, con la música de climax final ya sonando, todavía tiene tiempo de despedirse y de avisar de lo necesario de que vuelva la república (puntos extra por decírselo al mismísimo Claudio). El final de Gladiator es épico e íntimo al mismo tiempo.
(aunque, sinceramente, yo demandaría un Todos A Una exclusivamnete de Muertes Molonas y ahí va mi candidato: el terrorista disparado colago de un misil al grito de "you’re fired" del final de Mentiras Arriesgadas)