Páramos desérticos, poblaciones mundiales reducidas a casi cero, reconsideración de los roles que hasta La Bomba, El Desastre, La Invasión o la Gran Tribulación dábamos todos por sentado. El apocalipsis y, sobre todo, lo que se destruye de antes y construye después, es un formato al que la ciencia-ficción recurre una y otra vez. Quizás porque sea la pregunta definitiva (¿qué pasaría si lo perdiéramos TODO?), quizás porque en tiempos de crisis, de amenazas de que todo lo que conocemos está por desmoronarse nos gusta plantearnos... ¿y si...?
En cualquier caso, las narraciones post-apocalípticas pueden tomar decenas de formas, y aquí tenemos unas cuantas. Más centradas en lo social, más realistas y científicas, más en la búsqueda de la aventura pura y dura o como forma de poner a personajes icónicos contra las cuerdas. Bienvenidos a nuestros holocaustos favoritos.
La Tierra permanece (George Stewart, 1949). Explicar por qué La Tierra permanece es quizás el mejor libro post-apocalíptico jamás escrito es complicado pero no imposible. En primer lugar, nos encontramos con uno de los mejores tratamientos que se ha hecho de la (repetida hasta la saciedad) extinción de la humanidad. Sin embargo, al contrario de otras novelas posteriores, como Apocalipsis de Stephen King (1978) o la sobrevalorada La carretera de Cormac McCarthy (2006), George Stewart nos sumerge de lleno en la posibilidad oculta bajo el título: los hombres van y vienen, pero sólo la Tierra permanece. Así, en un tratamiento pastoral pre-Ballard, La Tierra permanece nos describe el paso de una civilización (la nuestra, destruida) a otra (paleolítica, primaria), que empezará de cero desde las abandonadas grietas del viejo mundo para, quizás, construir uno mejor.
Se ha hablado de la ausencia de conflicto real en el libro, o el modesto papel del ser humano (casi zen), insignificante frente al paisaje de un mundo caído. Sin embargo, lo que hace La Tierra permanece algo único (repetimos) es su tratamiento del tiempo. Dividida en tres partes (juventud, madurez ancianidad) y génesis de otras novelas que vendrían a continuación (la obra maestra Soy Leyenda de Richard Matheson (1954) a la cabeza), La Tierra permanece nos habla del poder mítico del tiempo, de lo ínfimo de nuestro paso por este planeta extraño, que aún permanecerá en el cosmos mucho (pero mucho) tiempo después de que el último de nosotros apague la luz. Jose Manuel Sala
Apocalipsis (Stephen King, 1978). El 99.4% de la población mundial ha sido contagiada por el virus de la supergripe, también conocido como el Capitán Trotamundos. La cura no existe. Al cien por cien de los infectados sólo les queda la muerte. Por si fuera poco, en esta América, despoblada como nunca, los inmunes a la enfermedad han comenzado a tener unos sueños extraños. Unos ven a una frágil anciana llamada Abigail Freemantle que los guiará hasta Bolder, Colorado para reorganizarse en una sociedad libre y democrática. Los otros… ¡ah, los otros! El resto de la población oirá en sus sueños la voz del Hombre Oscuro que, bajo el seudónimo de Randall Flagg, creará en Las Vegas una violenta e implacable tiranía. En Apocalipsis, Stephen King nos cuenta su propia versión de la lucha del bien contra el mal y comparte sus ideas sobre la moral y la importancia de la sociedad. Una novela tan cruel como imprescindible. Marta Trivi
2024: Apocalipsis nuclear (Un muchacho y su perro) (L Q Jones, 1975). Antes de Mad Max 2 (1981) fue… esta adaptación al cine de un relato de Harlan Ellison de 1969 que pertenece a la afortunadisima saga de películas post-apocalípticas setenteras (El último hombre…vivo -1971-, Naves misteriosas -1972-, Cuando el destino nos alcance -1973-, Rollerball -1975-, La fuga de Logan -1976-, Zardoz -1974- y tantas otras). Titulada en España con un loco 2024: Apocalipsis nuclear, la película narra las andanzas de Vic, un joven interpretado por un pipiolo Don Johnson, y su telepático perro Blood, fruto de un experimento probablemente militar. La estética de vastedades desiertas, figuras empequeñecidas y bandas de malvados desarrapados nace, o al menos así lo dicta mi memoria, en este pequeño film que con el tiempo ha ganado un estatus de culto. ¿Por qué? Primero por la estupenda química entre sus personajes. Segundo, porque como buen muchacho de su edad, Vic está más salido que el pico de una mesa y el post-apocalipsis es un mal lugar para follar a no ser que te llames Immortan Joe. En el fondo Vic no es un personaje nada agradable. No es un héroe de ninguna clase, ni siquiera de la anti. Es un tipejo despreciable que solo piensa en mojar el churro sea con tu consentimiento o sin él. Y tercer motivo, porque en el último acto se produce un completo cambio de escenario. Persiguiendo a una muchacha que le ha prometido sus favores, Vic se adentra en un mundo subterráneo, una comunidad idílica donde siempre suena música plácida y hay que estar siempre de picnic. Una comunidad que recuerda poderosamente a La Villa de El prisionero, y donde Vic recibirá su propia medicina. Después del éxito de film, Ellison añadiría un par de relatos al arco de A boy and his dog que tendrían su adaptación en forma de cómic durante los ochenta. Todos ellos muy recomendables. Santi Pagés
Superviviente! – Revista Ultramundo (José Ortiz, D. Horton, 1987). Ultramundo: el terror futuro fue una revista de cómics de temática fantástica (principalmente ciencia ficción y terror) que recogía historias de la británica Eagle. Fue editada en España por MC ediciones en los ochenta. Algunas de las historias se iban siguiendo como capítulos, y alguna era autoconclusiva. La más interesante de todas era Superviviente!, dibujada por el Español José Ortiz mientras Horton vertía en cada viñeta la tradición scifi británica de autores como John Wyndham. Como en aquel momento las películas de George A. Romero quedaban lejos para ver con mi edad (aunque accedí a ellas poco después), y no tenía a mano ninguna copia de Soy leyenda (1954), mi primer contacto con la ficción postapocalíptica fue este tebeo por capítulos, aunque nunca supe cómo concluía. Más adelante redescubrí las partes que me había perdido y la cosa desvariaba un poco, pero esa urgencia de saber lo que le pasaba a un niño, como yo, perdido en un mundo devastado, lleno de cadáveres en los huesos, mutantes asesinos y animales salvajes sueltos era mucho más alucinante que leer Spider-Man. La tensión al acabar las escasas páginas de cada número ya daba pistas del poder del cliffhanger con el que The Walking Dead achucha a sus fans. Lo extraño es que nadie en el mainstream utilizara ese fantástico potencial episódico del terror de supervivencia antes. Para el recuerdo, el miedo que transmitían unas pocas viñetas, en las que el protagonista, desorientado, se perdía en una siniestra y zarrapastrosa feria abandonada, digna del inicio de 28 días después (2002). Jorge Loser
WALL·E (Andrew Stanton, 2008). Pilas y pilas de mierda apilada. Montañas de mierda cuadrada: cubo de mierda sobre cubo de mierda sobre mierdecita cuadrada. Así es la tierra en Wall·e. Vale que siendo Pixar no vamos a ver algo desagradable: no veremos descomposición, muerte y destrucción. Pero la tierra sobre la que se pasea el robot durante gran parte de su película no es más que el epítome post-apocalíptico en su deriva del cine de animación de masas del siglo XXI. Nadie como Wall·e expresa lo que significa la soledad, lo que son los recuerdos de una tierra que ya no es, sólo habitada por simpáticas cucarachas. Y lo hace en un prodigio de homenaje a la comedia muda y su germen en el slapstick más puro e inocente. Y mientras, muy muy lejos de nuestra tierra natal, nosotros los humanos pasamos el rato sentados en un sillón viviendo la vida a través de una pantalla y comiendo batidos raros de colores chillones que no sabemos qué contienen. Pero eh: estamos tranquilos porque siempre habrá máquinas que nos limpien la mierda. Francesc Miró
La torre oscura (Stephen King, 1982-2012). Intentando decidir sobre este tema se me han ocurrido un montón de ideas pero no podía decidirme por ninguna, entre otras cosas porque no se me quitaba Firefly (2002-2003) de la cabeza; curiosamente, la mezcla de vaqueros y naves espaciales ha derivado de modo epifánico en la magnum opus de Stephen King, quizá porque su protagonista es también un pistolero. Inspirado por el poema Childe Roland to the Dark Tower Came (Robert Browning, 1855), el escritor norteamericano nos presenta a Roland Deschain, último miembro de un gran linaje de pistoleros de una antigua sociedad con grandes similitudes con la corte del Rey Arturo donde se mezclan rasgos tecnológicos, medievales e incluso mágicos; todo ello ambientado en un Mundo Medio post-apocalíptico donde parece que solo quedan restos de ese pasado, no sabemos lo que ha sucedido para llegar esta situación. Lo que sí sabemos es que el mundo se ha “movido” y que está en una inevitable fase de destrucción: Roland se embarcará en la búsqueda de la Torre Oscura, ya que parece ser la forma de solucionar el caos que se avecina. A lo largo de los ocho libros que componen la serie King tratará de ir respondiendo a todos los interrogantes que se nos irán planteando (o no) al mismo tiempo que sumerge al pistolero en una búsqueda sin fin a lo largo del espacio-tiempo donde todo, prácticamente todo, es posible; hasta tal punto llegó su imaginación que empezó a utilizar la torre como elemento vertebrador de toda su obra, en la que se irían sucediendo referencias a elementos que aparecen en las saga. Siempre he tenido la impresión de que, con la Torre Oscura, no hemos hecho más que empezar y que, afortunadamente, todavía queda mucho por decir sobre ella. Mariano Hortal
La Segunda Variedad (Philip K. Dick, 1953). Los primeros relatos de K. Dick antes de su empanada lisérgica se construyen siempre como las viejas novelas de suspense. A cada paso de la trama, una capa de la cebolla narrativa cae y demuestra que el armazón estaba brillantemente tallado y que nada, estrictamente nada, queda al azar. Uno de los mundos post apocalípticos a los cuales tengo más cariño es la tierra desolada luego de una guerra nuclear de su cuento La Segunda Variedad. Versión tenebrosa de la utopía robótica en nuestro planeta, esta vez los androides han pasado a ser una fuerza aniquiladora sin parangón. Surgidos como un proyecto para aniquilar a los soviéticos, han acabado aniquilándolos a ellos y a casi toda la raza humana. ¿Su artimaña? Construir versiones robóticas, variedades, que engañan a los hombres: un soldado herido o un pequeño huérfano de guerra (primera y tercera forma…) ¿Y la segunda? Dejemos al lector y al oficial Hendricks con la duda. Esa duda es el ingrediente secreto del cocinero K. Dick: la paranoia. Julio Tovar
El día de los trífidos (John Wyndham, 1951). Aún no había cumplido quince años cuando leí El día de los trífidos. Era la segunda vez en poco tiempo que me enfrentaba a una novela de ciencia ficción de temática post-apocalíptica. La primera fue El mecanoscrit del segon origen (1974), de Manuel de Pedrolo, que me cayó por obligación escolar, mientras que a los trífidos los escogí por curiosidad. Recuerdo el mal rollo tremendo que me dio el principio de la historia: Bill Masen es un biólogo que despierta en la cama de un hospital de Londres, lleva los ojos vendados debido a unas curas médicas, e intuye que algo malo está pasando por el silencio que lo rodea. Nadie habla, grita, ríe o llora. No suena ningún teléfono ni tampoco se oye a nadie caminar por los pasillos. Mala señal… El paciente solo recuerda que la noche anterior una enfermera le había dicho que era una lástima que no pudiera contemplar las luces verdes del cometa que se veía en todo el mundo. Esa primera escena se quedó grabada en mi memoria y, años después, me reencontré con ella en un cómic: The Walking Dead (2003), solo que esta vez la historia sucede en los Estados Unidos, y quien se halla en el hospital es policía, y los monstruos a los que se enfrentará son zombis en lugar de unos seres híbridos entre plantas y animales. Roser Messa
Soy Leyenda (Richard Matheson, 1954). Guionista brillante además de escritor, poco imaginaba Richard Matheson que su apocalíptica novela corta estaba destinada a ser uno de los clásicos literarios más influyentes del siglo XX, objeto de tres dispares adaptaciones cinematográficas en 1964, 1971 y 2007 (el video pertenece a la primera, la mejor en mi opinión). Robert Neville es el último hombre vivo del planeta, el resto de la humanidad ha perecido o se ha transformado en mutados no muertos de hábitos vampíricos por culpa de una plaga a la que él es inmune. Vive solo, con su perro, y por las noches se encierra en su pequeña fortaleza y se emborracha mientras en el exterior le reclaman. “¡Sal, Neville!”. Por el día recorre ruinas urbanas, busca provisiones y extermina a la nueva raza, dormida y oculta de la luz solar. Referente inevitable, junto a El día de los Trífidos (1951), en la concepción del zombi contemporáneo nacido con La noche de los muertos vivientes (1968), también resulta fundamental en las posteriores descripciones sobre la soledad del último superviviente en un paisaje de abandono. Pero lo que realmente la convierte en una obra maestra es ese maravilloso giro sobre la naturaleza del monstruo: en un mundo donde lo normal es ser un no muerto, el monstruo es el único hombre vivo. Una reflexión que también es sutil al mostrar uno de los pilares de la ficción apocalíptica posterior: cuando se desata el fin del mundo, no hay peor monstruo que nosotros, los humanos. Daniel Ausente
Mad Max 2: El guerrero de la carretera (George Miller, 1981). No sabía lo que era aquello, lo juro. Pero ya entonces, a mi tierna edad, me olía raro: esos cueros, esos arneses, esos músculos sudorosos, ese “Todos hemos perdido seres queridos en esta guerra” que le soltaba Lord Humungus (Kjell Nilsson) a su esbirro de cabecera (Vernon Wells) cuando le mataban a su boy toy… Y, con el tiempo, la realidad se hizo evidente, cual bumeranazo en el lóbulo frontal: el postapocalipsis con el cual George Miller prolongó su Mad Max: Salvajes de la autopista (1979) no era sólo una trasposición de viejos tópicos western a un futurismo muy macarra. Ni tampoco era sólo esa “Capilla Sixtina del punk” que decía J. G. Ballard. También era gay. Muy gay. Vamos, que perdía más aceite que el Interceptor V8 de Max Rockatansky (un Mel Gibson que, a buen seguro, lo interpreto todo de aquella manera) antes de saltar por los aires.
Durante los años siguientes, servidor cayó en según qué trampas ideológicas, aquellas que consideran al cine, y al arte en general, como algo inútil si no transmite valores ‘positivos’. Y, por lo tanto, se pasó mucho tiempo condenando Mad Max 2 como un ejemplo de la homofobia prevalente en la cultura de masas. Por suerte, las buenas lecturas y las buenas amistades me hicieron apearme de aquella burra y constatar lo evidente. No sólo porque entre los ‘buenos’ de Ciudad Petróleo haya al menos una pareja de hombres, más o menos disimulada por aquello de torear a la censura, ni porque el sentido del humor lucido por Miller (bien miradas, las dos primeras entregas de Mad Max son una sátira de ciertas pesadillas de clase media) acabase convirtiéndolo todo en una hipérbole descacharrante. También porque, concibiendo su película, el australiano había reconocido algo que Hollywood, con su pacatería, se obstinaba (y se obstina) en negar: la gente LGBT existe, y, si existe, también puede ser mala. O malísima. Tanto como una banda de motoristas leather sembrando el terror en el páramo… o como Ernst Röhm y sus alegres musculocas de las SA, hasta que Hitler decidió que sobraban en su Reich ario. Yago García
Vendrán Suaves Lluvias, Ray Bradbury (1950). Ray Bradbury, autor de Farenheit 451 (1953), es notorio por su vertiginoso ritmo creativo. Entre sus cientos de relatos se encuentra este clásico de la narrativa post-apocalíptica, donde el papel protagonista lo ocupa la ausencia de personas. La historia comienza con un modernísimo hogar plenamente automatizado que se dispone a iniciar las tareas del día. Saluda y da los buenos días, prepara el desayuno, e incluso recita un (ominoso) poema de Sara Teasdale. Pero conforme avanza el relato, resulta cada vez más obvio que en la casa ya no queda nadie. Ni en la casa ni en ninguna parte.
Bradbury no pretende sobrecogernos con su visión del futuro. No nos presenta grandes cataclismos ni fulminantes extinciones, su apocalipsis es callado y melancólico. El único eco que deja la humanidad tras su paso por la tierra es el laborioso vaivén de los serviciales artefactos, atrapados en un ciclo infinito. Espeluznante y desoladora, la narración es verdaderamente revolucionaria en su concepto y contenido, especialmente teniendo en cuenta la fecha de su publicación. A los más intrépidos quizás les interese echarle un ojo al corto de animación uzbeko inspirado en el relato. Lewis of Peter
The Punisher: The End (Garth Ennis y Richard Corben, 2004). Con las piernas aún temblonas por el momento cementerio de Daredevil 2×04 (2016), no puedo más que elegir este cómic del justiciero de la calavera como mi post-armagedón favorito. Guionizado por el dios de oro Garth Ennis, a quien tanto le debe la encarnación televisiva del personaje ―iba a decir todo, pero no le quitemos ni un ápice de mérito a la interpretación de Jon Bernthal― y dibujado por el no menos reverenciable Richard Corben, este especial imaginaba un posible colofón para la historia de Punisher arrancando justo antes de un apocalipsis nuclear y siguiéndolo a través de otro cementerio, radiactivo en este caso, de camino a lo que podría considerarse la misión revanchista definitiva: vengar a todo el planeta, trascendiendo la metonimia. En el post-bombazo de The End no hay bandas de motoristas ni aberraciones mutantes, solo filas de coches llenas de cadáveres y hollín cayendo de un cielo cuajado de nubes en llamas. Pasada la décima página todos están muertos salvo el hombre que lleva la muerte en el pecho, su compañero de viaje, y el objetivo que los espera inadvertidamente al final del mismo; y a medida que avanzas por las siguientes, te va quedando bien claro que ningún otro The End de la Marvel (los hubo dedicados a Lobezno, Hulk o Los 4 Fantásticos) tenía tanto sentido como este, porque la guerra personal de Frank solo podía terminar de dos maneras: con él mordiendo el polvo, o con la humanidad convertida en cenizas. Andrés Abel
La noche del cometa (Thom Eberhardt). Cuando el post-apocalipsis se convirtió en cultura pop gracias al tremendo éxito del Zombi. El regreso de los muertos vivientes de Romero en 1978 (y que entre otras cosas desató una visión del holocausto muy europea y descarnada durante los ochenta, Lucio Fulci en cabeza), llegaron las parodias y las versiones para todos los públicos. Mi favorita, sin duda, es La noche del cometa, una película que toma prestada muchísimas cosas de sus ilustres predecesores: principalmente, de la citada Zombi y su influyente idea de que lo primero que haríamos si la sociedad se desmoronara sería ir a un centro comercial a probarnos ropa, aunque aquí despojada del trasfondo satírico de Romero, y zambulléndose de lleno en el lado frívolo de la idea; también de Zombi saca algunos de los rivales de las protagonistas en formato motero y, por supuesto, los zombis que pululan por el metraje. Pero no es lo único que saquea con desvergüenza La noche del cometa. La idea del protagonista que amanece tras un desastre global que ya estaba en El día de los trífidos (quizás la obra más citada en este post; por algo será) y que luego hicieron suyas The Walking Dead o 28 días después estaba ya reciclada aquí, más de una década antes: un letal cometa que pasa sobre la Tierra convierte en polvo a quienes lo miran directamente y en zombis al resto. Desvergonzada, colorista, entremezclando con alegría los códigos del cine teen de la época y el horror puro y duro (los maquillajes de los zombis son extraordinarios), La noche del cometa deja espacio también para la sorpresa gracias a una pareja protagonista femenina (Catherine Mary Stewart y Kelli Maroney) que no solo desborda química y deja de lado los aburridísimos conflictos dramáticos del «aquí todo se magnifica» propio de las narraciones post-apocalípticas, sino que propone un estupendo feminismo pop en el que se invierten los papeles habituales del cine survivalista: los hombres mueren primero o son salvados por ellas, y, vestidas de animadoras y con un par de UZIs por montera, no se necesitan más que a sí mismas y a su refrescante adolescencia para afrontar el final de la civilización. John Tones.
Last man on earth (2015-). ¿Qué harías tú si fueras el último hombre sobre la tierra? ¿Te instalarías en la Moncloa? ¿Recorrerías las carreteras más míticas y con mejores vistas del país? ¿Nadarías en piscinas de mojito? ¿Te volverías loco de remate o sentirías una paz inimaginable hasta el día que sobreviviste a un apocalipsis que nadie pudo explicarte antes o después? ¿Irías al Carrefour EN AVIÓN? Last man on earth, además del talento de Will Forte, tiene detrás a Phil Lord y Chris Miller, dos tipos que han revolucionado la comedia de una manera tan sutilmente salvaje que nadie parece haberse dado cuenta todavía. A punto de terminar la segunda temporada, ya hay una tercera en marcha que llegará para el otoño para salvarnos del síndrome postvacacional. Tandy es inmune a todos los síndromes que existen en el mundo. Hazte un favor y dale una oportunidad, que cada temporada tiene la duración de una peli de autor aburrida de esas de la Filmoteca. Kiko Vega
La genial adaptacion de «Volveran lluvias suaves…» por Wally Wood:
https://marswillsendnomore.wordpress.com/2012/10/16/ec-comics-ray-bradbury-there-will-come-soft-rains/