Uno de los grandes tropos de la ciencia-ficción es la creación de inteligencia artificial. De la nada. El típico y tópico jugar a ser dios y generar amantes, amigos, protectores, desafíos a las leyes de la naturaleza. Seres artificiales indistinguibles de los humanos, o radicalmente distintos pero con la misma entidad.
O casi. El término «robot» nació de una pieza teatral checa de principios de siglo, en la que unos androides nos servían ciegamente y luego se revelaban contra nuestros caprichos. Pero antes, los autómatas, las simulaciones de vida no natural habían existido en la vida real, a veces como trampas de ilusionistas, a veces como ramplonas imitaciones de los seres vivos. Hoy es una de las grandes aspiraciones de la ciencia y una de las grandes ficciones de la literatura y el cine de género. En CANINO hemos decidido homenajear a tan vasto y fascinante tema escogiendo a nuestros robots favoritos: reales, malvados, gigantes, indistinguibles de los humanos, ridículamente artificiales… estos son los grandes hitos de la inteligencia artificial.
JULIO TOVAR – David (Inteligencia Artificial, 2001). “¡Los cuentos son falsos! ¡tú no eres real!” grita Monica, la madre adoptiva, a su pequeño niño androide David, quizá el mejor papel interpretado nunca por Haley Joel Osment. Esta frase, tan cruel, deconstruye una fábula devastadora que traslada Pinocho al siglo XXI. Steven Spielberg aportó cierta sentimentalidad y notable oficio a un duro tratamiento pergeñado por Stanley Kubrick que el director neoyorkino veía como su próximo proyecto luego de Eyes Wide Shut (1999).
La historia, mucho más cruel que E.T. (1982), narra el viaje a ninguna parte del inocente David en el marco de una distopía terrestre; un mundo en ruinas e inundado a causa del cambio climático. El periplo acaba en el sitio donde hay respuestas para los robots: la base de datos. Se contrapone en el filme muy maliciosamente ésta con la Iglesia. Es un juego simbólico con muy probable origen en el malévolo tratamiento original de Kubrick e Ian Watson y que resulta totalmente ajeno al imaginario de Spielberg.
Lo fascinante de la película, lo que resuena en el resultado final, es que los cuentos para los robots pueden ser reales: los mechas del futuro son capaces de implantar una realidad en la que Monica y David viven en la eterna felicidad de la infancia imperecedera. Es esa memoria doliente y edípica (esos días azules, de Antonio Machado…) que cierra el excepcional relato original de Brian Aldiss: “…David cortó una flor de color de rosa brillante y la llevó consigo a la casa. La colocaría en la almohada cuando se acostara. Su belleza y suavidad le recordaban a mamá”.


Imagen de urbexspain.com
ROSER MESSA – Mazinger Z gigante en Cabra del Camp (Tarragona). Posiblemente Mazinger Z no sea mi robot favorito pero sí lo es su versión gigante de la urbanización Mas de la Plata ubicada en Cabra del Camp, Tarragona.
Mazinger Z, el primer robot gigante tripulado en la ficción, es uno de los personajes fijos en la memoria de una generación de niños que, cada sábado por la tarde, nos acomodábamos ante el televisor esperando oír el grito de «¡Puños fuera!» Una actividad que se truncó tras la emisión de 32 episodios, ya que la serie fue cancelada por quejas de televidentes que la consideraban violenta para los niños.
En esa misma época, finales de los setenta, un empresario catalán quiso crear una urbanización de viviendas destinadas a segunda residencia en el municipio de Cabra del Camp. Hasta aquí, todo normal. Lo insólito es la manera en cómo se le ocurrió promocionar el lugar: instalando una escultura enorme, de 10 metros de alto, de Mazinger Z. El proyecto, además, debía incluir a su compañera Afrodita y otros personajes de series infantiles japonesas, Heidi y Marco entre ellos. Al final, la idea no cuajó y Mazinger se quedó como guardián de una urbanización a medio construir.
Con los años, Mas de la Plata se transformó en un lugar de culto y peregrinaje para los seguidores de la serie y, de hecho, aún lo sigue siendo. Yo misma estuve en una ocasión y quedé fascinada con esa imagen impactante: un lugar agreste, decrépito y dejado en el que, de repente, aparece Mazinger Z puños en alto mostrando su poder.
KIKO VEGA – El robot de Paulie (Rocky IV, 1985). La década de los ochenta te colocaba un robot donde menos te lo esperabas, ya fuera una boda, un cumpleaños o una película de boxeo patriótica que nos hacía brincar sobre la butaca del cine del pueblo.
Pero el caso de SICO, el robot que Rocky regala a su cuñado en el cumpleaños de la peli, tiene una historia con tanto corazón como el personaje de Sylvester Stallone. Sly, que es un tío de puta madre, tenía un problema entonces: su hijo fue diagnosticado con un trastorno del espectro autista. Un buen día, vio en televisión una entrevista a Robert Doornick, fundador de International Robotics, donde el tipo explicaba los avances de estos robots para relacionarse con niños autistas, así que Stallone no dudó y se marcó una llamada para ver qué podía hacer con su pequeño. El resultado fue tan positivo que Stallone consiguió colar a uno de esos robots de amor en la exitosa cuarta película anti-soviets. El resto es historia, y SICO consiguió discutir sobre el futuro con Leonard Nimoy, cantar con James Brown o figurar para Grace Jones y Carly Simon.
FRANCESC MIRÓ – Marvin, el androide paranoide (Guía del autoestopista galáctico, 2005)
“Los primeros diez millones de años fueron los peores. Los siguientes diez millones: eran lo peor, también. Y los terceros diez millones no me gustaron en absoluto. Así que después de aquello entré un poco en declive”. Marvin.
Primero le puso voz el actor británico Stephen Moore cuando la Guía del autoestopista Galáctico aún era un show de comedia radiofónico que emitía la BBC allá por 1978. Él mismo lo interpretaría cuando la Guía se convirtiese en serie de televisión en el 81. Su espíritu impregnaba las páginas de los libros de un encanto particular ya antes de que en el 2005, el recientemente fallecido Alan Rickman le pusiese voz en una adaptación al cine de la que muchos reniegan. Yo no. Pero desde entonces se convirtió, para siempre, en uno de los personajes secundarios más encantadores de mi imaginario.
Marvin es un androide que define por sí solo lo que todos sabemos pero no queremos decir sobre el porqué de seguir vivos. Él vive deprimido, sabe que nada tiene sentido y así lo defiende, aunque eso conlleve cabrear a más de uno. Es, o así se define, el robot más inteligente de la galaxia. No es de extrañar, pues, que habiendo desentrañado el misterio de la vida, nada le parezca mínimamente alegre. Marvin vive en la mierda, siempre ve el vaso medio vacío, sabe que todo terminará en lágrimas y que nuestras probabilidades de sobrevivir a todo son siempre nulas. Vive para recordarnos que aunque intentemos alcanzar grandes metas, lo importante seguirá ahí y seguirá sin ser explicado. Y lleva desde siempre en nuestros corazones, y en los de Radiohead, que bautizaron en su honor el tema Paranoid Android del álbum OK Computer (1997). Tiene, por cierto, 20 veces la edad del universo.
MARIANO HORTAL – Optimus Prime (Transformers, 1984-1987). Básico que es uno, descubrir que existían unos robots que se transformaban según su voluntad en coches, camiones, aviones y viceversa supuso un impacto inigualable para un niño impresionable ávido de ciencia-ficción. Curiosamente, no los descubrí por los comics sino más bien con la serie de televisión, y lo mejor de dicha serie era que mostraba a la perfección las posibilidades que ofrecían, y que fue evolucionando hasta extremos que en un principio no podíamos ni imaginar: planetas robots, uniones de robots, humanos que eran capaz de formar parte de los robots como armas o cabezas… tantas posibilidades estimularon mi imaginación y me hicieron fan incondicional de sus aventuras.
Lógicamente, en este contexto, Optimus Prime, el líder de los Autobots, brillaba con luz propia. No sólo por ser el líder carismático de un grupo de luchadores incansables contra la facción liderada por el malvado Megatrón sino porque, además, se transformaba en un camión con trailer inmenso. Ah, y, además, usaba una espada en no pocas ocasiones en sus peleas míticas contra los Decepticons. Muchas buenas historias que quizá no sean obras maestras ni tienen filosofía de fondo pero… ufff.. sigo salivando con cada transformación.
CARLOS RAMÍREZ – Geminoid F (Sayônara, 2015). Hace no mucho, una amiga norteamericana me contó una anécdota sobre la primera vez que vio la Cabalgata de Reyes Magos. Me dijo que se llevó las manos a la cabeza cuando comprobó que Baltasar (el negro) era interpretado por un blanco con la cara embadurnada. Algo que en un país como Estados Unidos sería recibido como una grave muestra de racismo aquí se ve como lo más natural del mundo. Porque, ¿para qué disfrazar a un blanco de negro pudiendo contar directamente con un negro? Una pregunta parecida es la que debió hacerse el director Kôji Fukada, esta vez en el campo de la robótica y el cine. Solo así se entiende el nacimiento de Geminoid F, la primera actriz androide de la historia del cine. Insistamos sobre el hecho en cuestión: no estamos hablando de androides interpretados por actores, ya sea mediante disfraces (Anthony Daniels y su papel como C-3PO) o mediante artificios digitales (Sony, el personaje de Yo, robot -2004-), sino de androides interpretando a androides. Porque el razonamiento es el mismo: contamos con androides, contamos con películas en las que aparecen androides, así que ¿por qué no dar el siguiente paso lógico en esta proposición?
Muchos hablan ya de punto de no retorno. El propio padre de la criatura, el profesor Hiroshi Ishiguro, de la Universidad de Osaka, afirmó tras el estreno de Sayônara que la película es la prueba de que los androides pueden expresar tanta humanidad como los actores humanos. No nos embalemos. Es cierto que se trata de un acontecimiento histórico, pero todavía son muchos los avances necesarios para que esa realidad que ilustra Ishiguro sea del todo cierta. Para empezar, Geminoid F no puede caminar en el filme, por lo que nos encontramos con la chocante imagen de un androide interpretando a un androide en silla de ruedas. Y aunque no hay duda de que este hándicap será superado dentro de muy poco, todavía queda la cuestión de cuándo (o si) serán capaces los androides de interpretar a humanos. Los humanos ya han hecho lo contrario. Ahora les toca el turno a ellos.
HENRIQUE LAGE – Giant Robo (Giant Robo: The Animation, 1992 – 1998). Influenciado por el Metrópolis (1949) de Tezuka – que a la vez tomaba nota de la película homónima de Lang – Mitsuteru Yokoyama se propuso convertirse en mangaka. De su pluma saldrían dos de los abuelos del género mecha: Tetsujin 28-go (1956) y Giant Robo (1967), cuya influencia posterior es inabarcable. Pero la versión más interesante de Giant Robo es la de Giant Robo: The Day the Earth Stood Still (1992 – 1998), también conocida como Giant Robo: The Animation para diferenciarse de su versión en imagen real de 1967 conocida en Occidente como Johnny Sokko and his flying robot (sic). Se trata de una serie de OVAs donde el director Yusihiro Imagawa combinaba los distintos trabajos y personajes de Yokoyama en una sola trama operística, difusa, experimental y profundamente obsesiva con las relaciones paterno-filiares y la destrucción de la civilización. El Giant Robo de esta versión es gigantesco, amenazador, estoico. No se mueve si su dueño de doce años, Daisaku Kusama, no lo ordena desde su reloj con antena, pero esa ausencia de autonomía no lo hace menos vivo: es un personaje con un entendimiento tácito que apenas se ve desarrollado más allá de su misión de proteger al hijo de su inventor. La variedad de grandes personajes, aliados y enemigos, que giran en torno a este golem titánico también ayudan a engrandecer su figura y una de las obras más apabullantes del anime. Giant Robo es un padre sustituto, inescrutable y amenazante por el que uno no puede sentir más que una silenciosa fascinación.
XAVI SÁNCHEZ PONS. Galaxina (Galaxina, 1980). Pocas robots femeninas pueden presumir de tener una película titulada con su nombre. Ese es el caso de Galaxina, una androide multitarea interpretada por la malograda playmate Dorothy Stratten, un actriz y modelo que murió asesinada poco tiempo después del estreno del filme a manos de su posesivo marido, justo cuando pensaba divorciarse de él para normalizar su relación con el director Peter Bogdanovich. El caso es que la película dirigida por William Sachs, héroe bis responsable también de la fantástica Viscosidad (1977), venía a ser un spoof de La guerra de las galaxias (1977) y demás space operas de la época, de ahí que necesitara un robot de invención propia para su universo.
Galaxina no es muy habladora, es letal cuando se lo propone, y hasta puede hacer de chacha, pero ojo, no te acerques a ella con intenciones amorosas porque te suelta un calambrazo. Sin duda alguna se trata de una de las robots más sexys de la historia del cine de explotación. Su aspecto explosivo y sensual está inspirado de forma descarada en la Barbarella de Jane Fonda, aunque aquí hay que sumarle chips, circuitos eléctricos y las curvas de escándalo de la Stratten.
JESÚS ROCAMORA. Jenny (Mientras los mortales duermen, Kurt Vonnegut, 2011). Cuando en 1920 el checo Karel Čapek introdujo el término “robot” en su obra de teatro R.U.R. (Robots Universales Rossum), vinculó su nacimiento a un sueño propio de la época: liberar al hombre de la esclavitud del trabajo. Del humillante, monótono y penoso trabajo. Y cuando treinta años después Kurt Vonnegut curraba para el departamento de relaciones públicas de General Electric, parte de su día a día consistía en escribir notas de prensa sobre maravillosos cacharros destinados a liberar al ser humano de las servidumbres de su hogar. El gigante tecnológico norteamericano estaba ampliando su negocio y, tras aprovecharse de sus contratos con el gobierno de EEUU para multiplicar sus beneficios a lo largo de dos guerras mundiales, buscaba terminar de instalarse en los hogares norteamericanos. El progreso se traducía en aplicar el optimismo atómico que recorría el país a todas las áreas de la vida doméstica. ¡Neveras, tostadoras y lavadoras de la GE en cada casa! ¡Confort supersónico!
La Jenny de Vonnegut (publicada en español por Sexto Piso en el volumen Mientras los mortales duermen; puede leerse el relato aquí) es hija de aquel tiempo, víctima de un escenario dominado por la cháchara de los vendedores y el bobalicón espíritu de empresa, empujada a bailar y cantar de concesionario en concesionario a lo largo de EEUU y Canadá personalizando la promesa de un nuevo lujo al alcance de todos, estimulando las ventas, dejando boquiabierto al público. Jenny ni siquiera es más robot que cualquier electrodoméstico. Es solo lo que parece: una nevera con curvas humanas, con una batería limitada (la señal de que se está acabando es un bostezo) y un interior donde “no había nada salvo aire frío, acero inoxidable y un vaso de zumo de naranja”. Y es George, su creador y dueño, el encargado de animarla (¡a través de botones ocultos en su zapato, que enviaban señales a “los sesos de Jenny”!), de hacerla hablar y también de llevársela a la cama, porque en gran medida está enamorado de su creación, enamorado de la magia que emana de toda tecnología capaz de hacer cosas inexplicables. Como Joaquin Phoenix en Her (Spike Jonze, 2013). O como nosotros cada vez que hacemos el ganso delante de Siri.
SANTI PAGÉS – R Daneel Olivaw (primera aparición en Las bóvedas de acero, Isaac Asimov, 1954) . ¿Quién no ha querido tener un robot como compañero? ¿Quién no ha querido tener un cómplice de investigaciones, de juegos, un mentor, un maestro, un amigo, una versión mejor de nosotros mismos? Es así, como un reflejo esperanzado y voluntarioso de la humanidad, como los robots aparecen en la ficción de Isaac Asimov.
R Daneel Olivaw (la inicial sirve para denotar su origen mecánico) fue el más duradero y frecuente de los personajes del panteón del escritor de origen ruso. Treinta y dos años median entre su irrupción como un androide de aspecto nórdico, casi indistinguible de un humano, en Las bóvedas de acero (1954), y su última aparición en Fundación y Tierra (1986), ya decrépito, escondido en las profundidades de la Luna, a punto de hacerse carne en un último intento de esquivar el deterioro irremediable de su cerebro positrónico. Esas tres décadas de nuestro tiempo cubren casi veinte mil años de ficción asimoviana en los que R Daneel Olivaw fue evolucionando desde primer prototipo de androide hasta dios benevolente empeñado en guardar y encauzar a la humanidad.
Pero aunque este itinerario alambicado fuera resultado del empeño de Asimov en la última parte de su vida por hacer de toda su obra un enorme arco argumental, el orígen de R Daneel Olivaw aún refulge, aún consigue que hasta el corazón más cínico vuelva a él como se vuelve siempre al amor. Es bajo las bóvedas de Nueva Nueva York donde se forja su amistad con Elijah Bailey, un modesto pero sagacísimo detective, junto con el que resuelve crímenes que le llevan desde la Tierra hasta los planetas exteriores, mundos colonizados por los altivos “espaciales.” Crímenes, asesinatos enrevesados, puras imposibilidades lógicas por culpa de las famosas Leyes de la Robótica, normas que además de excelentes mecanismos de ficción era también expresión de ese ideal que Asimov creía que los humanos deberíamos aplicar los unos con los otros. R Daneel Olivaw y Elijah Bailey los resolvieron todos, aprendieron el uno del otro, aprendieron a ser mejores, y así hasta la muerte del segundo. Para entonces, su compañero, su amigo fiel, no había envejecido ni un ápice, por supuesto. Pero aún llevaría prendido su recuerdo 19.200 años después, cuando Elijah era ya leyenda. “Fue aún más grande que el mito”, diría de él R Daneel Olivaw, ya cansado, a punto de expirar. Ser más grandes que nuestro propio mito. Ese es también nuestro imperativo.

Fan-art de Pengono.
YAGO GARCÍA – El Alcaudón (Hyperion, 1990). En nuestro universo, el alcaudón (con minúscula) es un pajarillo de aspecto inofensivo y costumbres brutales: su forma de conservar el alimento consiste en empalar vivas a sus presas en un espinar, para así disponer de una módica despensa compuesta por insectos, lagartijas e incluso polluelos de otras aves. En la segunda, y casi mejor, novela de Dan Simmons, el Alcaudón (con mayúscula) es una criatura menos riquiña, pero igual de violenta. Con un cuerpo mecánico cubierto de púas y una letal habilidad para desplazarse en el espacio-tiempo (haciéndote pedazos en el proceso, si le apetece), esta máquina de pesadilla es, sin embargo, buscada con ansia por los llamados “peregrinos” que acuden a su santuario. ¿Por qué? Pues porque, de entre aquellos que le visitan, el Alcaudón escogerá a un afortunado al que otorgará el mayor deseo de su corazón, mientras que el resto de los visitantes quedará ensartado en su Arbol de Espinas para sufrir una eternidad de tormento. Y, lo mejor de todo, nadie sabe cuáles son sus criterios a la hora de dispensar sus dones y sus atrocidades.
Sólo alguien muy desesperado o muy estúpido parte en busca del Alcaudón. Pero si se piensa que la desesperación y la estupidez son los dos rasgos definitorios de la naturaleza humana, uno puede pensar que la criatura imaginada por Simmons se parece mucho al Destino. O, si se prefiere, a la Vida. Sus decisiones son incognoscibles, su forma de tratarnos es tan arbitraria como cruel, desconoce la piedad y el último destino que nos reserva es un horror que priva de sentido a cualquiera de nuestros actos. Y, sin embargo, la mayoría de nosotros se obstina en pensar que puede ofrecernos algo más que eso. Que me aspen si soy capaz de entenderlo.
CAROLINA VELASCO – Pris (Blade Runner, 1982). Ni las lágrimas en la lluvia de Rutger Hauer ni la relación entre Sean Young y Harrison Ford. Mi momento favorito de Blade Runner es la aparición de Pris, el androide por antonomasia, la replicante que se niega a ser sumisa y dócil, que quiere matar al padre, en sentido literal. Una replicante “defectuosa” de aspecto punk que muere luchando en vez de tratando de integrarse o pasar desapercibida. Puede que su personaje sea sólo secundario, pero siempre será uno de los grandes nombres de esas heroínas que se niegan a quedarse en su sitio, quietecitas y calladas, y que llega hasta nuestros días con la Beatrix Kiddo de Kill Bill (¡y qué buen combo harían!).
ELISA MCCAUSLAND – Terminatrix – Las Crónicas de Sarah Connor (2008-2009). Frías, calculadoras, efectivas. Son las mujeres perfectas del siglo XXI. Programadas para garantizar el futuro, apocalipsis mediante: en la infravalorada Las Crónicas de Sarah Connor, la terminatrix -término acuñado por John Connor en la tercera entrega de la saga fílmica a propósito de la TX (Kristanna Loken); y licencia semántica con la que nos referiremos a los androides asignados a género- interpretada por Summer Glau encarna uno de los grandes miedos de la Humanidad, sublimado en la más interesante escena de la segunda (y última) temporada de esta serie. En ella, nuestra terminatrix es observada desde el marco de la puerta por el hermano de Kyle Reese, Derek, venido del futuro mientras Sarah Connor manifiesta en off su pavor ante la inminente extinción. ¿A qué se debe esa falta de esperanza? La máquina es capaz de emocionar (y disfrutar) con su delicado baile. Derek y Sarah temen el paso lógico, el despertar: que de la imitación se pase, a través del aprendizaje, a la sustitución.
Shirley Manson, por su parte, da forma a la gélida Catherine Weaver, máquina de matar paradójicamente preocupada por la supervivencia de unos y otros, humanos y robots, aunque las apariencias puedan llevar a engaño. Versátil en la forma, Weaver goza de un sentido del humor que solo pueden explicar las imágenes.
ANDRÉS ABEL – BB (Amiga mortal, 1986). Seguro que sabes la historia de la película que empezó llamándose Friend (como la novela de Diana Henstell que adaptaba) y que pretendía ser un romance oscuro para todos los públicos, pero que a base de volantazos de la productora se acabó añadiendo un Deadly al título para convertirse en todo lo que los espectadores esperaban de su director, nuestro añorado Wes Craven. (El guionista Bruce Joel Rubin escribiría tanto Ghost, más allá del amor como La escalera de Jacob, ambas de 1990, así que de él te puedes esperar cualquier cosa). Ni siquiera BB, el simpático roboto que acompañaba a Matthew Labyorteaux y Kristy Swanson, logró escapar a la perversión de los reajustes, hasta el punto de verse obligado a abrir y cerrar la película metiendo sustos como un monstruo cualquiera, sin ser él nada de eso. Y por si no fuera bastante agravio para tamaño ser de luz, después lo ningunearon en el tráiler. Al menos tuvieron el detalle de dejarle interpretar la canción de los créditos.
ÁLVARO ARBONÉS – Astro Boy (Astro Boy, Osamu Tezuka, 1952-1968). Quien conoce la obra de Osamu Tezuka sabe que no estar enamorado de Astro Boy es una anomalía incurable relacionada con la ausencia fisiológica de órganos estructuralmente importantes. Principalmente, de corazón. Es imposible obviar la belleza detrás de un diseño tan económico, de una intención tan pura; sus historias siempre son sencillas, básicas, mal catalogadas como infantiles: Tezuka no sólo cargó el peso de la narración en el carisma de su protagonista, sino también en el subtexto de sus historias. El racismo, los sentimientos, qué significa ser humano o dónde están los límites de lo que implica estar vivos recorren cada página de las aventuras del niño robot más famoso de la historia de la cultura popular. Y eso debería ser suficiente. Pero si además le sumamos que Naoki Urasawa no pudo evitar poner las manos en su mundo para crear Pluto (2003-2009), un siniestro relato noir de, que no con, robots, o que David Bowers lo presentó animado en 3D en 2009 a los niños (y no tan niños) occidentales del siglo XXI, el plato está servido: algo debe tener el de las mejillas sonrosadas para que siempre vuelvan a él no sólo para dárselo a los niños, sino sobre todo para devolverlo a los adultos.
ADRIÁN ÁLVAREZ – L-RON (Liga de la Justicia). Bautizado así por el fundador de la cienciología, L-Ron es un robot sirviente del megalómano Manga Khan, hasta que un trato poco honesto le lleva a ser administrativo de la Liga de la Justicia primero, y momentáneo superhéroe después. Todo esto en 1988, en mitad de esa etapa oscura del mundo del cómic llena de sociópatas y crujir de dientes en las que la serie de Keith Giffen y J.M. DeMatteis brillaba con luz propia por todo lo contrario, por un sentido del humor que sin Watchmen hubiera sido la deconstrucción del superhéroe definitiva.
Más tarde, L-Ron reaparecería en el que es el cómic más descacharrante de la Liga de la Justicia y probablemente del género superheroico en general: Antes conocidos como la Liga de la Justicia (2003). L-Ron es ahora sirviente de Maxwell Lord y le ayuda a refundar una Liga pero, sin el apoyo de la ONU ni el presupuesto de antes, se tienen que conformar con los Súper Colegas, héroes de barrio porque no había otra opción. No es sólo que L-Ron robe cada escena en la que aparece, es que se reserva las mejores contestaciones en un cómic con mayor número de réplicas graciosas que he leído: con muy pocos números se convierte en uno de los personajes más entrañables de la miniserie.
Por desgracia, L-Ron no tenía cabida en el universo DC que vendría muy poco después, y que venía a desmontar con saña todo lo que Giffen y DeMatteis habían construido: un mundo sin un recoveco de luz. Quiero pensar que, gracias a su olfato y su instinto de supervivencia, consiguió escapar junto a su novia J-Lo (otro robot, no la diva), porque lleva desaparecido desde hace casi diez años. Algún día volverá, a tiempo para otra réplica ingeniosa.
JOHN TONES – Big dog. Como aficionado a las historias de terror y al lado más amenazante de la ciencia, no puedo evitar contemplar con horror los últimos avances en robótica que, maldita sea, están concebidos con la misma intención que los primero robots de ficción: ayudar al humano en tareas tanto cotidianas como de mayor envergadura. La intención de darles una fisonomía ante todo utilitaria les otorga también una carencia absoluta de humanidad que, claro, es que la ciencia no se para en concederla porque está a otras cosas. Esas patas capaces de avanzar por cualquier terreno pese a recordar a un pánico cerval de cualquier ser humano, los insectos, convierte a estos monstruos (aquí pongo al ya caduco Big Dog por sus ominosos andares, pero su sucesor, la Cheetah que se enorgullece de -glups- correr más rápido que cualquier humano es igualmente paradigmático y aterrador) en seres ante los que sabemos -porque lo sabemos- que acabaremos inclinando la cabeza para reconocerlos como nuestros amos. No nos queda otra.
No (The Gender) Bender, no party.
No Canti de FLCL, no party.