Dejemos a un lado los Tamagotchi, los malditos cantautores o las películas sin fuste: estar vivos y en la edad de la razón (?) hace veinte años nos permitió experimentar cosas que, o no estaban tan mal, o, directamente, estaban bien. Tras haber repasado el lado chungo de los años noventa, CANINO cede esta semana ante los morbosos placeres de la nostalgia... sin perder ese sentido crítico y aguafiestas que nos hace ser quienes somos.
¿Fueron una mierda? Pues sí. ¿Nos espanta la posibilidad de un revival? Pues también, y más aún que no sólo sea una posibilidad. Ahora bien: ¿tuvieron los años noventa algún aspecto positivo? Pues sí, y no sólo uno, sino varios. Tras haber reconocido esto en el ámbito musical, con una playlist que recupera nuestras canciones favoritas de la década, en CANINO le hemos pedido a nuestros colaboradores que recuerden aquellas cosas que les permitieron alegrarse de estar vivos, aún y pese a todo, durante aquella época. Este ha sido el resultado.
El Silencio de los Corderos (Jonathan Demme, 1991)
Antes de esta película, en los ochenta, todo era excesivo: los trajes, el pelo, el sexo y el thriller. La retórica ampulosa, basa de la gran sociedad de Reagan, contagió cualquier producción cultural. Todo empezó a cambiar en 1991, cuando ese director irregular que se llama Jonathan Demme realizó El silencio de los corderos. Con un material escandaloso, las novelas de Thomas Harris, Demme filmó un thriller limpio, frío y cuya violencia es más siniestra en su apuesta minimal. Porque el Dr. Hannibal Lecter, tan distinto en la secuela de Ridley Scott, no necesita grandes exhibiciones de gore propias del fanzine más casposo. Lecter ejecuta el terror con su mirada, que va directa al espectador, que resulta ser un trasunto de Clarice Starling. Terror psicológico, clave en el génesis de todos los filmes sexuales de los noventa, que apabulló y cogió a los espectadores desprevenidos. Del tacto de este filme siniestro y pulcro sale gran parte del mejor Michael Haneke y como primo tardío nuestro querido Yorgos Lanthimos. Todos ellos, todos nosotros, todavía oímos los gritos en el corredor que conducen a la aseada y simétrica celda de Lecter. Julio Tovar
Load y Reload (Metallica, 1996-1997)
A mucha gente le sorprendió la deriva hardrockera (deriva fuera del thrash, en general) de Metallica. A mí no. Los conocí cuando ya habían sacado los Loads, pero si uno observa su carrera con detenimiento, sobre todo si la escucha y es capaz de extrapolar sus características, el cambio de sonido es completamente natural. Metallica habían pasado de ser una banda de cuatro críos borrachos que no sabían muy bien lo que hacían pero tenían mucha energía (Kill’Em All –1983-) a alcohólicos casi completos cuyas inquietudes artísticas contemplaban largos desarrollos instrumentales (Master of Puppets -1986-) a finalmente una banda de treintañeros con serios problemas emocionales que se sentían incapaces de procesar la muerte de uno de ellos (… And Justice For All -1988-). Tras ese disco, el más oscuro de su carrera, se embarcaron en el homónimo, Metallica (1991), el black album. Si creen que Sad But True es una traición al sonido de sus tres primeros discos es que no han escuchado bien For Whom The Bell Tolls, The Thing That Should Not Be o Eye of the Beholder, que prefiguraban un sonido musculoso, denso y machacón donde sólo había velocidad y mala leche. Al final, tras quince años de intentarlo, consiguieron encontrarlo.
Esa progresión culminó con un disco doble, que de haber purgado las evidentes caras B sería el mejor disco de su carrera por encima del black y del Master, y que contiene temas como King Nothing, Fuel o The Memory Remains, cañonazos de hard rock con toques sureños (Mama Said es un tema completamente country) que son el final lógico de ese camino artístico que emprendieron en la mencionada For Whom The Bell Tolls, cuando Cliff Burton les enseñó ese punteo de bajo que ya había ensayado con Trauma. Temas de cuatro por cuatro a piñón fijo, riffs de pocas notas, medios tiempos en lugar de tempos que pasan holgadamente de los 120 bpm, un Lars Ulrich que experimenta con más timbales y platos que nunca (y que dio origen al chiste de Hetfield de «esta vez hemos conseguido que no nos cambie el ritmo cada dos compases» cuando lanzaron el St. Anger -2003-), canciones más cortas y, en general, un sonido más deudor de la tradición rockera americana clásica, desde Bob Seger hasta Lynyrd Skynyrd pasando por las bandas de rock setenteras que no se despegaban de sus pedales Big Muff así los mataran. Incluso Hetfield empezó a probar nuevas formas de entonar y cantar más allá de pegarle unos berridos espantosos al micro. Los Loads abrieron la puerta de la madurez artistica de Metallica y no sólo son buenos discos por sí mismos sino que son un testimonio al valor de unos músicos que siempre ha hecho lo que han querido aunque eso cabrease a los fans. Alberto Mut
El nacimiento de Internet
Viéndolo con distancia, es tentador argumentar en 2016 que Internet es una herramienta plagada de vicios, que en lugar de ser el advenimiento que democratizaría sociedades acabó convirtiéndose en un (deformado) espejo de lo que somos. Sin embargo, en los noventa el Internet era aún algo extraño, tan sólo un ambiguo concepto que se oía en algunas universidades españolas. La palabra “puntera”empezó a formar parte de nuestro vocabulario a finales de los noventa: 64 kps, de alta velocidad, servidores españoles, autoestopista de la información…Eran tiempos de incertidumbre, donde la idea global de permanecer comunicados los unos con los otros se veía con ilusión. Poco tiempo después llegarían mejores ordenadores, los CiberCafés y los foros, pero sin duda los noventa serán recordados por el nacimiento de una manera de comunicarse que hoy considerados tan vital como el agua o la luz. Jose Manuel Sala
Chasey Lain
Ya sea comparándola con esa edad dorada del pelazo que la antecedió, o con el actual reinado del tatuaje y lo «natural-alternativo», la estética del porno noventero se recuerda en general fría y desvaída. Aun así tuvo, claro, sus estrellas, porque el que es guapo es guapo, que diría mi abuela, y en concreto la americana Chasey Lain relumbró tan fuerte como para erigirse fácilmente en lo mejor de la década. Su luz alcanzó además fuera de la industria, y no para iluminar cualquier mierda, sino obras cuyos responsables casi podrían haber optado a ocupar su lugar en esta lista: apareció en Caballero del diablo (1995), la primera película nacida al calor de la maravillosa serie de televisión Historias de la cripta (1989-1996); en Orgazmo (1997), la segunda de Trey Parker y Matt Stone, pergeñada justo antes de que la pareja saltase a la fama con South Park (1997-…); y, por si fueran pocos honores, Bloodhound Gang le dedicó en su Hooray for Boobies (1999) la canción The Ballad of Chasey Lain, con Jimmy Pop metiéndose en el papel del admirador que deviene en trol cuando sus halagos no reciben respuesta. «Dear Chasey Lain / I wrote to explain / I’m your biggest fan»… Andrés Abel
Angel (Joss Whedon y David Greenwalt, 1999-2004)
Nada como el tema de violonchelo con el que comenzaba la intro de Angel, cargado de melancolía y dolor, para poner las bases ante lo que iba a ser el spin off de la exitosa serie principal Buffy, cazavampiros (1997-2003) y que iba a tener como protagonista al atormentado ex novio de nuestra rubia favorita; un Joss Whedon en total efervescencia creativa aprovechó el tirón de Buffy para imaginar algo totalmente distinto.
Hablando de Angel, no me gusta aplicarle la palabra «maduro». Suena demasiado seria. Pero sí que es cierto que el cambio de tono era evidente, algo que se adaptaba al vampiro con alma y su sufrimiento por todos los crímenes cometidos en su larga vida. Para el autor no existían personajes malos: alguien tan aparentemente superficial como Cordelia (Charisma Carpenter) empezó a evolucionar hasta tener tanta importancia como el protagonista; un fracasado como Wesley (Alexis Denisof) se convirtió en un gran brujo; Faith (Eliza Dushku) encontró su camino de expiación; y a todos ellos (y más) , heredados de la serie consorte, se les sumó un diablo que leía el alma de los protagonistas cuando cantaban (Lorne) o la simplemente excepcional ‘Fred’ que se convertía en un demonio ancestral, encarnada por la maravillosa Amy Acker.
Lo más fascinante del asunto es que Whedon no se conformó con desarrollar una serie paralela, sino que concibió una que discurría al mismo tiempo que Buffy y se interrelacionaba con ella. En Angel el director aprovechó la idea inicial del noir para desencadenar una serie de conflictos relacionados con lo sobrenatural a una escala mayor, épica, donde la mitología y las historias se volvieron increíblemente complejas. Buen ejemplo de ello es la excepcional cuarta temporada, un río evolutivo en que el todo lo anteriormente utilizado se mezclaba para conformar una historia en la que Angel se volvía un campeón para la humanidad. Qué manera más sublime de retratar su búsqueda de la redención, el tema que vertebraba toda la serie. Fue todo un prodigio disfrutar de esta serie creada por un audaz Whedon, sin cortapisas, con toda su libertad creativa disponible. Mariano Hortal
American Psycho (Bret Easton Ellis, 1991)
La insultante facilidad con que American Psycho fabrica metáforas eficacísimas sobre el American way of life se debe en parte a su disfraz de ínfima literatura, de bestseller atroz de asesinatos. La endemoniada frialdad del libro lo convierte en una pulpa informe que cada lector puede moldear a su gusto: desde el que busca una novela de horror pura y dura hasta el que encuentra la gran comedia americana de final de siglo. La novela más polémica de la década de los noventa aniquila el tan mitificado y codiciado estilo de vida de yuppies y brokers en los años ochenta a través de unas páginas que, según Rodrigo Fresán, son un “cruce entre Ernest Hemingway, Joan Didion y Hal 9000”. En ese sentido es divertido comprobar que otro guión del escritor dio lugar a The Canyons (2013) donde Paul Schrader levanta el acta de defunción de buena parte de la generación millennial. Bret Easton Ellis, el asesino de décadas.
El desquiciado Patrick Bateman -mezcla eufónica de otros dos chalados, Batman y Norman Bates– vive en un infierno cool de oficinas que no producen nada y restaurantes de moda donde los rostros son intercambiables y olvidables. Ellis rellena páginas y páginas de puro horror vacui: interminables listados de productos de belleza, descripciones obsesivas de tarjetas de visita e hilarantes estudios sobre canciones de Whitney Houston o Phil Collins -muy probable influencia para Música de mierda, el libro de Carl Wilson sobre Celine Dion-. Todo ello es un concentrado puro de lo que nos tragamos a diario a través de la prensa, Internet, TV…
La cotidianeidad absurda de nuestras vidas es aterradora una vez nos la ponen delante de las narices, y mucho más intolerable para el lector que las gráficas descripciones de asesinatos y canibalismo que salsean el libro. Para escapar del tedio existencial, nuestro héroe mata de vez en cuando, pero queda meridianamente claro que el capitalismo es el verdadero asesino en serie, y lo peor es que a nadie le importa. 25 años después seguimos en las mismas: hace tiempo que la sociedad ha colgado el cartel de “no molestar”. En el fondo, lo que pide Bateman es una llamada a la revolución, pero no hay reacción, no hay catarsis, no hay nada. Como se dice al final del libro y de la infravalorada adaptación al cine que dirigió Mary Harron (American Psycho -2000-), “Esto no es una confesión. Esto no es una salida”. Y nosotros estamos muertos. Javier Trigales
Poder ser gay (casi) sin miedo
La lucha no se acaba nunca, pero los tiempos heroicos, los de partirse la boca a hostias y predicar en el desierto, parecían ir camino de terminarse. Al menos, a pie de calle, y en según qué sitios: las capitales de provincia, y no digamos los pueblos, seguían siendo terreno vedado, entonces como ahora, pero las ciudades grandes estaban ahí. Y, lo más importante, estaban ahí de una forma inconcebible tan sólo unos pocos años antes.
A ojos de un experto, de un historiador o de alguien que sepa más de la vida, esto puede sonar a risa, pero quien suscribe lo recuerda así. A partir de la segunda mitad de los noventa, un proceso inesperado (como la relajación súbita de un músculo que que se había hecho notar, tenso y dolorido, desde donde llegaba el recuerdo) hizo que uno se encontrase de golpe con personas que se declaraban lesbianas, gays o incluso bisexuales en los círculos del estudio, de las amistades o incluso del trabajo, sin que dichos individuos fueran expulsados de la universidad, apaleados por quienes antes decían ser sus colegas, detenidos por la policía o despedidos por sus jefes. El caso transgénero, me temo, quedaba excluido, por razones fáciles de adivinar y que en este momento siguen en vigor.
A efectos de la acusación, admito lo siguiente: soy un varón cisgénero, blanco, de clase media-baja, sin pluma (casi siempre), residente en Madrid y que vivió este período una vez cumplidos los 18. Justo la clase de individuo que pudo beneficiarse de un cambio social de este tipo. Y también admito que mi conducta fue del todo menos ejemplar. Pero lo que es, es lo que hay: servidor tiene buenos amigos, mayores que él, a quienes les tocó vivir épocas muchísimo más oscuras, y para quienes la normalización del hecho LGBT (relativa, paulatina, irregular y de tapadillo) que comenzó a vivir España hace 20 años supuso un respiro inconcebible por aquellos que no habíamos tenido que tragar con lo que había antes.
Aunque zonas como Chueca se hayan convertido en mostrencos inmobiliarios, aunque los imbéciles de siempre sigan perorando, con las autoridades muchas veces de su parte, aunque el Orgullo comenzara justo entonces a convertirse en caricatura (y a desvincularse, en el caso madrileño, de esas fiestas vecinales de San Pelayo que lo habían ayudado a educar e integrar) y aunque Perdona, bonita, pero Lucas me quería a mí (1997) me parezca una puta mierda de película, tengo que reconocerlo: para mí, lo mejor de los noventa fue esto. Pero, en el fondo, no fue una victoria, porque aún queda mucho por lo que pelear. Queda todo por lo que pelear, en realidad. La lucha no se acaba nunca. Yago García
La Full Moon
Para muchos fans del cine fantástico, la Full Moon es un recuerdo agridulce: pese a los encantadores valores de sus películas, supuso la prueba definitiva de que su antecesora, la Empire, había muerto. Esto es, la generadora de gloria absoluta en la forma de Ghoulies (1984), Re-Animator (1985), Re-Sonator (1986), Trancers (1984) y muchas otras. Pero quizás no sea la forma más justa de verlo: Full Moon, tras el quiebre de la Empire y con la ayuda de una invasión estajanovista del mercado del VHS familiar, es la prolongación del emporio Charles Band. Pierde la inocencia, pierde la magia absolutamente milagrosa que dio pie a un producto hoy aún incomprensible de puro redondo como es Re-Animator, pero sistematiza franquicias del fantástico basadas en la épica pulp de baratillo y el saqueo de mitos en versiones rebosantes de efectos especiales encantadores y un reciclado constante de escenarios cada vez que Band pasaba un par de meses de vacaciones en Europa del Este. De la renovación (en fin…) del mito vampírico con Subspecies (1991-1998) a la larga y gloriosa saga de Puppet Master (1989-) y su infatigable cruce con otras franquicias de monchitos endemoniaos (Demonic Toys -1992-2004-) o policías interespaciales minúsculos (Dollman -1991-1993-), pasando por una adaptación apócrifa de Dr. Extraño, Dr. Mordrid (1992), que sigue siendo una de nuestras adiovisualizaciones favoritas de un tebeo Marvel. Es cierto: en términos generales, Full Moon no es comparable a la chispeante anarquía creativa de Empire, pero es una productora consagrada a la chorrada, la diversión, la necedad y la emoción. Casi como si no fuera algo nacido en los noventa. John Tones
No…, los GLORIOSOS…, fueron los ’80.
Sin duda alguna.