[Todos a una] Michael Caine – La huella del hombre que reinó

Hace no demasiados días, el gran Michael Caine, una de las presencias más reconocibles y celebradas del cine mundial desde los años sesenta, uno de esos nombres capaz de dignificar absolutamente cualquier producción en la que aparezca, daba una mala noticia y una buena. La mala: con un aplomo tremendo reconocía saber muy bien que, a sus 84 años, sus días estaban contados. La buena, que no piensa retirarse nunca. Celebramos especialmente esa última, seleccionando algunos de sus mejores trabajos.

En confianza: estamos cansados de recordar a los que se van cuando ya se han ido. Por eso el propio Michael Caine, vivito y coleando, nos da la excusa perfecta para homenajearle sin necesidad de tenebrismo fúnebre: a sus 84 años sigue trabajando, y aunque reconoció que su salud estaba peor que nunca en una entrevista para The Sun on Sunday, también afirma que mientras tenga fuerzas, seguirá regalándonos su talento. Hemos seleccionado algunas de nuestras películas favoritas del actor, e incluso algunas que le homenajean. Por supuesto, faltan muchas (con más de ciento cincuenta en su haber, no podía ser de otro modo). Pero estas son, seguro, imprescindibles.

El hombre que pudo reinar (1975)

En algún momento de este filme imperialista y cipotudo, en las antípodas de Chomsky, Galeano y demás dioses del discurso altermundialista, Michael Caine dice esa frase definitiva: “No somos dioses; somos ingleses: lo que viene después”. Esa cita, tan fanfarrona como irónica, resume en gran parte el encanto esta película de aventuras; totalmente fuera de tiempo y lugar en una década domeñada por la contracultura y el cine experimental. Es ese ambiente inglés y colonial ahogado de gin-tonic, puros jamaicanos e hijos secretos con la doncella birmana en el cual se mueven como peces en el agua unos ya maduritos Sean Connery y Michael Caine.

Película de entretenimiento tardía, excelentemente adaptada del original de Rudyard Kipling, resulta uno de los últimos productos anteriores a Steven Spielberg de lo que podríamos llamar estilo épico a la manera de David Lean. Esto es, planos largos continuos, flema y alcoholismo, con pequeñas secciones de aventura al fondo. No tan densa, en ese sentido, como Lawrence de Arabia, es más una crónica divertida sobre ese colonialismo de ensueño que noveló Kipling. Aquí no hay, en efecto, ningún tratante de esclavos de oscuro corazón propio de Joseph Conrad; más bien dos pícaros con mucho de borrachines que buscan su fortuna en un Afganistán de pega. Su espíritu se resume bien en el cockney de oro Michael Caine -que ya había hecho la épica Zulú en 1964- soltando parlamentos tan políticamente incorrectos como este: “Hay salvajes aquí, casi todos. Déjales que vuelvan a descuartizar bebés y jugar a polo con las cabezas de otros, además de orinar en sus vecinos”

Una estupenda sucesora tardía de El tesoro de Sierra Madre del mismo John Huston en el modelo de aventura picaresca y que está condenada a provocar en la actualidad un motín si se proyecta en cualquier Facultad de Antropología. Julio Tovar

IPCRESS (1965)

1962 fue EL año del anti-Bond. John Le Carré publicó El espia que surgio del frio y Len Deighton IPCRESS. Ambas eran aproximaciones realistas y cínicas a un mundo que hasta entonces estaba dominado por el glamuroso, mujeriego e hiperviolento James Bond creado por Ian Fleming. En IPCRESS, Deighton introducía un vector hasta entonces desconocido en la ficción de espías: la crítica de clase. El protagonista era un innominado espía de clase trabajadora, que vivía una existencia gris, aburrida e infectada de burocracia, solo iluminada por algún esporádico affaire, y sujeta a los caprichos de unos superiores aristocráticos, inútiles, crueles o ambos.

En 1965, IPCRESS sería adaptada a la pantalla bajo la dirección del infravalorado Sidney J Furie, que creó una de las obras maestras del género gracias a una extraordinaria conjunción de factores. Primero, las composiciones manieristas y los paranoicos encuadres de cámara. Segundo, la banda sonora de John Barry. Tercera, que el productor Harry Saltzman decidiera contratar para el papel de espía working class que pasaría a llamarse Harry Palmer a su actor favorito del momento, recién salido de Zulú: Michael Caine. La primera escena de IPCRESS le veía levantándose perezoso en un apartamento desordenado y sucio, preparándose el café en una cocina cochambrosa mientras se aparta las legañas. Pero la operación tambien era comercial. Pese al supuesto realismo de Harry Palmer, a todos se nos ha quedado su imagen vestido con gabán y gafas de pasta proporcionadas por la lujosisima óptica londinense Curry & Paxton. Es cierto que Palmer, al contrario que Bond, casi siempre va un paso por detrás de sus rivales, pide aumentos de sueldo a su jefe para comprarse un coche y sufre de una manera impensable para el 007 de aquella época. Pero tras dos secuelas –Un funeral en Berlín (1966) y Un cerebro de un billón de dolares (1968)- Michael Caine quedó asociado de manera icónica al cine de espías. Santi Pages

La mano (1981)

La senda del director Oliver Stone comenzó, como la de tantos otros, en el cine de terror. Michael Caine, sin embargo, ya venía de vuelta y, aunque no era ajeno al cine de género, tuvo en esta uno de sus trabajos más comúnmente desprestigiados. Como película de manos asesinas, La mano es uno de los mejores exponentes del siglo XX, pero si se diferencia de otras muestras de su momento en la calidad, no crean que es por la mano (no pun intended) de su director, sino por el trabajo de un Caine pletórico, histriónico, genial. Muchos de los tropos de la película son familiares para el fanático del terror, pero se logran elevar gracias a la credibilidad del británico.

Su personaje, Jonathan Lansdale, es un artista del mundo del cómic que pierde la mano accidentalmente, lo que le lleva a una espiral de visiones de su extremidad y alucinaciones dentro del marco del naufragio de su matrimonio. El descenso de un creador por tortuosas laderas hasta los abismos de la locura es un argumento que se había visto un año antes en El resplandor (1980), pero lo que hace que esta sea más una revisión de Las Manos de Orlac (1924) o La bestia con cinco dedos (1946), es que trata más acerca de cómo se perciben los sucesos que sobre lo que realmente ocurre. Michael Caine profundiza en el papel de Jonathan de una manera que sólo él podría conseguir: comienza con notas de ese tipo de encanto inglés sencillo, pero altivo e irascible que, incluso mientras discute con su esposa, parece ser un compañero simpático. Cuando se produce la inflexión, el actor muta hasta dotar de total credibilidad al hombre aterrado tras el shock del accidente, brillando al retratar la fría paranoia de presenciar que su mujer le abandona.

No es fácil describir con detalles las pinceladas más finas de la actuación de Caine, pero la emoción cruda que retrata con sus ojos y las suaves diferencias en la inflexión y matices de su voz dan a la película alas y convierten a su Jonathan Lansdale en uno de los protagonistas del cine de terror más complejos en su día. La historia que lo rodea no es nada especial, pero tanto él como el tour de force final de Oliver Stone, crean un pequeño miniclásico cada vez más olvidado que, aunque sea por nuestro brillante caballero inglés, hay que revisar con urgencia. Jorge Loser

Comando en el mar de la China (1971)

Michael Caine no tiene westerns en su filmografía, pero sí un par de apreciables piezas de cine más o menos bélico como la colonialista Zulú (su primer papel destacado), Ha llegado el águila (donde interpretaba a un díscolo oficial alemán con la misión de matar a Churchill) o la deportiva Evasión o victoria. Pero la que más se aproxima al canon del género, ya en su etapa descreída y crepuscular, es Comando en el mar de la China. De entrada, cuenta con una baza tan considerable como la dirección del gran Robert Aldrich, que acomete aquí con su áspera virilidad habitual una especie de variación de sus Doce del patíbulo en clave lumpenproletariado del Reino Unido. Un oficial yanqui muy viva la virgen se ve transportado contra su voluntad al frente asiático para una misión suicida en un remoto islote selvático plagado de japoneses. Le acompaña un comando de despojos británicos, carne de cañón de la que Caine forma parte, bajo mando de un coronel (maravilloso Denholm Elliott) con escaso aprecio por la vida propia y ajena. La película, que guarda un inesperado cambio de rumbo hacia la mitad del metraje, permite a nuestro cockney favorito construir el tipo de personaje que le ha hecho famoso en la carne de un soldado raso irónico, diletante, amoral y tentado por la deserción, pero también un rebelde enfrentado a toda autoridad. Aldrich sabe aprovechar las virtudes del actor y del resto del elenco británico (plagado de secundarios tremendos) ponerse duro con la violencia, con muertos que miran a los ojos de los vivos, y la paradoja de que el más honesto de los personajes sea, precisamente, el alto mando japonés. Daniel Ausente

Asesino implacable (1971)

La imagen última que tenemos de Michael Caine está relacionada con la bonhomía y el calor humano, como en su rol del fiel Alfred, mayordomo del Batman borde de Christian Bale. Cosas de alcanzar una edad provecta. Pero esto no siempre fue así: cuando se estrenó Asesino implacable (1971), nuestro gentleman favorito era -discúlpenme-  el puto amo, y la película de Mike Hodges, la confirmación absoluta de dicha aseveración.

El film empieza con una proyección de diapositivas hardcore similar en sordidez a una situación análoga en Carretera perdida (1997), pero en lugar de un striptease de Patricia Arquette y un cover de Marilyn Manson, tenemos a Caine arreándose lingotazos de whisky de malta a ritmo del estiloso crime jazz de Roy Budd. Más tarde chasquea los dedos en un sucio pub para pedir una pinta en vaso de tubo -a James Bond le daría una lipotimia- para deleite de la parroquia local: estamos en un Newcastle feo, sórdido y gris que hace honor a la ciudad descrita por Jamie Delano en los cómics de Hellblazer y en la que John Constantine sufría un oscuro y traumático episodio. La amoralidad de la película alcanza cotas pocas veces holladas gracias a que el protagonista no es un detective de mala catadura a lo hard boiled ni un policía que va por libre tipo Harry el sucio (1971): Caine encarna directamente a un asesino en busca de venganza -tras el homicidio de su hermano y el estupro de su sobrina- lo que le permite alcanzar un altísimo grado de sadismo con sus víctimas, entre la delectación y la frialdad.

Pocas veces fue más difícil la identificación del espectador con un antihéroe. Aquí no hay concesiones ni justificaciones: la violencia con la que se emplea con las mujeres en particular consigue el propósito de romper tramposos asideros morales. Si queremos ser cómplices de Jack Carter, tenemos que mancharnos las manos. Michael Caine incorpora al personaje con un laconismo de pura violencia latente. Su impecable aspecto contrasta con los tugurios por los que se mueve, y solo se quitará el traje para encamarse con la dueña de la pensión en la que reside: así le encontrarán un grupo de pobres sicarios, a los que ahuyenta saliendo a la calle como dios le trajo al mundo, escopeta en mano y mientras un desfile infantil cruza la calle, en una imagen para la posteridad. En la tierra de los angry young men, nadie más angry que él. Javier Trigales

La huella (1972)

Al igual que en las posteriores La trampa de la muerte (1982), o ¡Qué ruina de función! (1992), Michael Caine demostró que le gustaba un tablao (de teatro) más que nada en este mundo. La adaptación de la obra de Anthony Shaffer (guionizada por él mismo) tenía pocos nombres detrás, pero qué nombres: Joseph L. MankiewiczLaurence Olivier y el homenajeado Caine. La huella es pura maquinaria artesanal perfectamente engrasada, tanto como los juguetes que expone en su mansión museo uno de los dos protagonistas en este duelo personal cocido a fuego lento y que puso punto final a la filmografía de su director.

Con dos pesos pesados como Oliver y Caine es tan difícil tomar partido como saber quién de los dos es más hijo de puta. Más que un «quién lo hizo», un extraordinario «cómo quieres hacerlo» digno del mejor suspense británico. Tan brillante, sobrado y retorcido es Michael Caine que en el remake dirigido por Kenneth Brannagh decidió interpretar al otro personaje. Solo los más grandes pueden hacer la misma película dos veces interpretando a los dos únicos personajes de la obra. MENUDA SOBRADA, MICHAEL. Kiko Vega

¡Qué ruina de función! (1992)

Hasta mediados de los ochenta la faceta humorística de Michael Caine siempre parecía mezclada con otras, sobre todo con la de acción -como Un trabajo en Italia (1969) o La huella (1972)- o bien, en el caso de Alfie (1966), con el drama. La aparición primero de Lío en Río (1984) y su inclusión luego en el reparto coral de Hannah y sus hermanas (1986) parecieron servir de punto de partida a un nuevo campo en el que pronto estaría haciendo Un par de seductores (1988) o esta que nos ocupa, además de continuar con esas mezclas como Sin pistas (1988), Ejecutivo ejecutor (1990) y, por supuesto, esa secuela espiritual de La huella que era La trampa de la muerte (1982) obra que, además, coincidiría en el tema teatral y el trabajo de Christopher Reeve con la que nos ocupa aquí.

Esta vez a las órdenes de Peter Bogdanovich y adaptando una muy popular obra del británico Michael Frayn, Caine vuelve a tomar parte de un amplio elenco de muy capaces actores (Al mencionado Reeve hay que unir a John Ritter, Marilu Hennerm, Mark Linn-Baker, Julie Hagerty, Nicollette Sheridan, Denholm Elliott y la otra gran estrella de la función, Carol Burnett) en una farsa meta-teatral en la que parte de la fuerza de su papel está no solo en encontrarse a cargo de todo dentro de la obra sino ser una suerte de narrador de la misma en esta narración que expande y añade la obra original, algo de lo que su papel se beneficia especialmente. Y es que si algo logra traer de todas esas otras comedias de acción es manejar su ira contenida, su condición de única persona cuerda -o al menos la más cuerda de todas- en la obra. Frente a las payasadas del reparto Caine es el augusto, el straight man que intenta que la obra no se desmadre incluso aunque algunos de los problemas salgan precisamente de sus pecados e indiscreciones.  

El Caine humorístico, casi sardónico, que prefiguraría ese secundario excepcional en el que se iría convirtiendo con el paso de los años para la última parte de su carrera, está aquí perfectamente representado. Mucho menos con una película como ésta que logra endulzar la comedia original y termina recordándonos que no hay negocio como el del espectáculoJónatan Sark

Ejecutivo ejecutor (1990)

No puede saberse qué título de esta peliculilla de Jan Egleson parece pertenecer más a una película de venganza suburbial a lo Steven Seagal directo al vídeo, si el español Ejecutivo Ejecutor o el también muy lapidario A Shock to the System. Pero esta comedia negra, negrísima, es otra cosa: Caine da vida a un ejecutivo que, cuando descubre que un ansiadísimo ascenso no le va a llegar nunca, decide -al fin- quitarse de enmedio a todos aquellos que le han hecho la vida imposible durante años. De esta no se libra nadie, en un desnortado precedente de American Psycho que impide al espectador tener asideros morales: absolutamente todos los personajes que pululan por esta Wall Street en clave sociópata son seres despreciables. El guion es obra de Andrew Klavan, un experimentado autor de novela negra que clava el ambiente sórdido y deshumanizado que precisa una historia como esta, y Michael Caine hace justo lo que se espera de él: tentar al espectador con un atisbo de empatía hacia el que es un auténtico hijo de puta. El resultado, una de las películas menos clásicas pero más representativas del genio de Caine. John Tones

My Cocaine: las imitaciones y parodias de Michael Caine

El término shanzai es un neologismo chino popularizado hace más de una década para justificar la copia como instrumento para el avance tecnólogico y cultural en un país que, a diferencia de occidente, considera que la copia o imitación de un elemento único es tan válida como el original.

Hace medio siglo, Michael Caine creó un prototipo único  y original, la del espigado muchacho, con gafas de pasta y acento barriobajero, libertino seductor de mujeres y temible espía con escopeta. Su versión cockney de Buddy Holly se convirtió en un icono del Swinging London a la vez que daba una lección de éxito de clase obrera a la clasista sociedad británica. Con estos mimbres, no es de extrañar que el arquetipo de Caine sirviera de modelo y ejemplo a seguir para toda una generación de actores y creadores que, ya fuese desde la imitación formal a la parodia, se han encargado de mantener vivo el legado del de Rotherhithe. Así que… ¡Enter the shanzai!

Lo fundamental es la voz, ese acento del sureste londinense que hace que el nombre del actor suene a “mi cocaína” y es el primer rasgo de sus parodias. Sin embargo, el propio Caine ha hablado en numerosas ocasiones de cómo tuvo que ocultar su acento para interpretar al oficial británico de Zulú (1964) a pesar de su orgullo de clase y de cómo este pequeño gesto para él era una manera de mostrar a los suyos que se podía llegar lejos viniendo de un entorno poco privilegiado.

Treinta años más tarde, un director bastante pijo crecido entre reposiciones de estas producciones, decidió que ya era hora de volver a llevar el acento cockney a las grandes ligas, con Lock & Stock (1998) y, sobretodo, Snatch. Cerdos y diamantes (2000), Guy Ritchie rescató el groove de aquellos años adaptándolo a la era de los diálogos post-Tarantino y el montaje sincopado. Tal fue el éxito que tanto el cine como la televisión británicas se llenaron durante los años siguientes de producciones de género negro protagonizadas por indeseables de acento y moral disoluta. Como siempre, llegó la comedia para poner los puntos sobre las íes, aunque esta vez fueron los estadounidenses quienes supieron sacar oro del tema, con esta parodia de Saturday Night Live (1975-) que no habría tenido lugar sin el trabajo original de Caine. 

Pero no era la primera vez que la sombra del inglés se asomaba por el mítico programa estadounidense, ya que Michael Myers una de las mayores estrellas del programa en los noventa, no dudó en apropiarse de las gafas de Harry Palmer para crear su exitoso personaje Austin Powers, en su visión miope, grosera y ligera de cascos del Universo Bond.

Como parece que no hay parodia de espías que resista su halo, la hiperescatológica (y divertidísima) Agente contrainteligente (2016) de Louis Leterrier volvía sobre la imitación de Caine en el momento en el que el más cabestro de los hermanos Grimsby, un Sacha Baron Cohen con sendas trazas de Noel Gallager, tiene que hacerse pasar por su hermano, perseguido agente secreto al servicio de su majestad. Lástima que, más allá del título bochornoso, la edición española de la nos privase de ese momento en la sala de doblaje.

Aunque si hay una obra que ha sacado partido al asunto ha sido The Trip (2013-) de Michael Winterbottom. Concebida como prolongación de su propuesta en Tristram Shandy: A Cock and Bull Story  (2006) y camuflada como un falso documental culinario capitaneado por la química entre Steve Coogan y Rob Brydon, la serie refleja como ninguna las conversaciones y divertimentos con los que se entretienen muchos actores fuera de cámara. Un clásico de esto son las imitaciones, y hay ejemplos gloriosos, de Kevin Spacey a Jim Carrey, y hasta secciones como la ruleta del programa de Jimmy Fallon que bien darían para otro artículo en CANINO, pero fue una de esas sobremesas de charadas la que viralizó e hizo no solo que la serie tuviese un éxito mucho mayor del esperado, si no que fue uno de las razones para su remontaje y estreno internacional en forma de largometraje.

El gag fue replicado en la secuela ambientada en Italia y estamos a la espera de ver si la tercera parada de este viaje, rodada en España, nos traerá de vuelta a un Michael Caine entre paellas, tapas y vino tinto. Solo esperamos, si pasan por Murcia, no les de por andar gritando a los cuatro vientos eso de /aim mai cokein/ en Molina de Segura, Cieza y otras pedanías donde alardear de eso pueda llevarles a otro tipo de viaje menos planificado. Pedro Toro

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Un comentario

  1. qwerty_bcn dice:

    «And all I wanted was a word or photograph to keep at home.»

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