‘Transformers’ vs ‘Fast & Furious’ – ¿Qué saga es más valiosa para el cine (y menos para el mobiliario urbano)?

Uno de los estrenos más potentes del verano -temporada que, este año, parece mostrarse especialmente prolífica en cuanto a la calidad y desempeño comercial de sus blockbusters- es Transformers: El último caballero. Meses antes se estrenó Fast & Furious 8, y ambas entregas hacen plantearnos el porqué de la longevidad y el éxito de sus sagas. ¿Hasta qué punto es alarmante la cantidad de dinero recaudado por películas tan supuestamente descerebradas? ¿Tienen algún valor artístico? ¿Molan? ¿Supondrá este artículo una pérdida irreparable de tu tiempo? No queda sino comprobarlo.

Coches de alta gama. Monólogos sonrojantes sobre la familia. Testosterona oxigenada. Ciudades al borde del colapso, por su propio bien. Personajes caricaturescos. Humor cuñao. Velocidad. Destrucción.




Pocos productos culturales se preocupan tan poco por el ridículo y más por el disfrute desacomplejado de sus fans que las sagas cinematográficas de Transformers y Fast & Furious. Abanderando la acción por la acción, y una filosofía mercantilista que no repara en si siete secuelas igual son muchas secuelas ya, las franquicias iniciadas por Michael Bay y Rob Cohen y 2001 y 2007 respectivamente no muestran síntomas de tener la fórmula agotada. O, si los muestran, únicamente unos cuantos críticos se molestan en denunciarlo. Las razones de su triunfo son de muy variado pelaje, y no cabe distinguir originalidad, pasión, o una especial distinción entre ellas.

Tanto Transformers como Fast & Furious son productos de estudios de mercado, que no ocultan su desvergüenza a la hora de entregar más de lo mismo envuelto en más ruido. Sin embargo, en su génesis y desarrollo es fácil percibir una inteligencia y pragmatismo bastante similares a aquéllas de las que Disney alardea en su búsqueda incansable por la conquista mundial. Ambas sagas han evolucionado atendiendo a los deseos de su público y, sobre todo, a la intención nada censurable de seguir ganando dinero, y han tenido tal éxito que hoy día, con cinco y ocho películas estrenadas, se vislumbran multitud de nuevas entregas en el futuro. Estudiemos los motivos de esto en función a sus características fundamentales, y a todo aquello que las une y separa.

Aquí estamos por la pasta

Ni Transformers ni F&F nacieron de la pluma inspirada de ningún guionista, o de algún fenómeno best-seller, sino de unos juguetes multiventas y del artículo de una revista de tendencias. El argumento, o al menos unas mínimas nociones narrativas, sólo empezó a tomar forma cuando ya unos cuantos productores habían puesto bastante dinero sobre la mesa, y buscaban una excusa cualquiera para reventar las taquillas.

Steven Spielberg fue el padrino de Transformers, no sólo ejerciendo de productor ejecutivo -papel que conservó en el resto de entregas- sino dando con la clave para unos productores que, con la multimillonaria licencia de Hasbro en la mano, sabían que la cosa iba a ir de robots gigantes dándose guantazos, pero no cómo inyectarle una perspectiva humanista al asunto. Al director de E.T. El extraterrestre (1982) se le ocurrió que la historia tenía que ir de “un chico en su coche”, y de ahí a coger al floreciente Shia LaBeouf y un Camaro del 69 los trámites fueron aligerándose que da gusto.

Transformers

El caso de Fast & Furious, por otro lado, hizo gala de bastante más desvergüenza de la esperable. Queriendo exprimir la efímera cultura tuning que desgranaba Kenneth Li en su texto Racer X -publicado por VIBE en mayo de 1998-, fue tomando forma en los despachos de Universal un guión que aglutinaba los esqueletos de La tierra de nadie (1987), Le llaman Bodhi (1991) y Donnie Brasco (1997), y que para acabar recibiendo el título de The Fast and the Furious los ejecutivos tuvieron que comprárselo a Roger Corman -vaya, este señor ha tardado en aparecer incluso menos de lo que esperaba-, ya que existía una película homónima datando de 1955. Vin Diesel y su forma shakesperiana de entender la vida hicieron el resto.

Los directores de estas primeras películas, sin embargo, no podían diferenciarse más entre sí, siendo Rob Cohen un discreto profesional entre cuyos encargos hallamos cosas tan estimables como Dragonheart (1996) y matafranquicias del palo de La Momia 3: La tumba del Emperador Dragón (2008), y Michael Bay siendo… bueno, Michael Bay. Este último rechazó inicialmente la propuesta de Paramount para dirigir la primera de Transformers, pero al ver lo bien que este universo podía combinarse con su impronta personal -sobre todo si le dejaban añadir de su cosecha tías buenas y un ejército estadounidense super amigable y profesional- no pudo menos que abalanzarse sobre el encargo como el hueso que era, y hasta El último caballero, cuatro películas después, no ha querido soltarlo. O eso parece.

Lo escueto de sus premisas, y la habilidad para sacar personajes de la nada apenas suficientes como para recibir el status de arquetipos, marcó los inicios de estas sagas, junto con el taquillazo consiguiente. A Fast & Furious, sin embargo, le costó un poco más de tiempo centrarse, ya que el venir de un fenómeno con fecha de caducidad de tres años y no de algo tan atemporal como -insistimos- robots gigantes dándose guantazos, hubo de pasarle factura. Hasta el estreno de la quinta parte en 2011, de hecho, la epopeya automovilística no acabó de consolidarse como el fenómeno de masas que es actualmente, pero ya hablaremos de eso un poco más tarde.

Sus constantes vitales

La facilidad de Transformers y F&F para conectar con la audiencia, no obstante, va mucho más allá del placer estético que proporciona ver cosas hacer bum. Esto está muy bien pero como que las películas darían un poco el cante si se limitaran a ello, y por dicho motivo ambas sagas se han preocupado de cultivar unas temáticas muy marcadas y, no por casualidad, similares.

Fast & Furious

Desde que Brian O’ Conner -un excepcional Paul Walker cuya labor en el canon de la furia y la rapidez nunca será suficientemente valorada- tuviera que cuestionarse el deber y la amistad en la entrega inaugural, Fast & Furious ha insistido, al menos en su mayor parte, en cultivar esa emoción elemental que tan fácilmente puede extraerse de las historias familiares: un patriarca atormentado (Dom Toretto, es decir, Vin Diesel) que sufre cuando alguien de su clan muere o le traiciona. En el caso de la primera entrega –llamada A todo gas en España por las risas–, Toretto tenía que lidiar con la traición de su amigo/hermano/hijo-que le ha salido respondón O’Conner; en películas posteriores, a Toretto le moverían la venganza, el orgullo, y las ganas de demostrarle a una familia alternativa, los Shaw, quién de verdad era el más chulo y honrado. Uno de los giros más jugosos posibles, en consecuencia y desde su propio punto de partida, sería que el propio Toretto traicionara a su familia, y es de hecho la posibilidad que explora, con suma torpeza, Fast & Furious 8.

El planteamiento de Transformers es tan sumamente similar que su quinta entrega parte de esa misma coyuntura: Optimus Prime, líder de los Autobots, traicionando a su familia tras hartarse de los humanos y enfrentándose a Bumblebee después de haber cruzado tollinas con la maliciosa tribu de los Decepticons. Un personaje, Optimus Prime, definido por las mismas obsesiones de Toretto -y del propio Vin Diesel, quién sabe-: su caso particular es más dramático porque han perdido su hogar, pero el modo de impartir justicia y de hablar dándose mucha importancia es muy reconocible, al tiempo que bastante más digno que la vaga intentona de replicarlo en el personaje de Cade Yeager (Mark Wahlberg), incorporación de la cuarta entrega que, pese a suponer uno de sus mayores hallazgos, tenía su propia y descafeinada historia familiar, que le deja solo y muy atormentado al comienzo de El último caballero.

Transformers

A lo largo de su aventura épica ni Toretto ni Prime están solos, sino que se ven acompañados por todo tipo de secundarios carismáticos o, al menos sobre el papel, cómicos. Además de la duología facilona de Bumblebee/O’Conner (que en estadios avanzados de la saga podría ser sustituido por el agente Hobbs interpretado por Dwayne Johnson), el objetivo compartido por ambos productos de divertirnos -además de dejarnos sordos- cristaliza en la monumental figura de Roman Pearce (interpretado por Tyrese Gibson, también un actor recurrente de Transformers), por un lado, y en las incombustibles presencias humorísticas de las películas de Bay: John Turturro en calzoncillos, robots de personalidades increíblemente racistas, padres que no se enteran de nada… la lista continúa, y llega a su punto álgido con el robot-mayordomo-ninja-músico-esquizofrénico de El último caballero. Cojo aire y seguimos.

En relación directa a los temas tan universales como, al mismo tiempo, exclusivamente varoniles que tratan tanto F&F como Transformers, está lo de su escasísima paridad. La primera saga se obstina en ser hipermasculina a base de sudorosas barbacoas y chicas-objeto dando la señal para empezar a correr, mientras que la segunda no puede despegarse de la afición del bueno de Bay a los culos femeninos a cámara lenta. Ambas han intentado paliar estas faltas en compases más avanzados con resultados desiguales: si bien Giselle (Gal Gadot) y Ramsey (Nathalie Emmanuel) mostraban en las Fast & Furious que su pertenencia al equipo obedecía a más motivos que ser las comparsas de los personajes masculinos, la marcha de la primera actriz para hacer Wonder Woman pasando por muerte ridícula de su personaje dejaba a las claras que nunca había sido realmente importante, y los conocimientos informáticos de la segunda eran relegados en función a lo gracioso que era ver cómo Tej (Ludacris) y Roman le metían ficha de la manera más babosa posible en Fast & Furious 8.

Al hilo de esta última, es no obstante imprescindible mencionar la presencia de Charlize Theron como villana -aunque se limite a poco más que aporrear teclas mientras mira a cámara- y de Helen Mirren como el personaje más genuinamente divertido de la función, saliendo F&F en este apartado mejor parada que Transformers, cuya aportación al feminismo en su última entrega se ha visto reducida a insistir muy fuerte en lo lista que es Vivian Wembley (Laura Haddock) y en todas las carreras que tiene mientras la viste como la profesora de una peli porno.

Del tuning al superheroísmo, de las explosiones a muchas explosiones

Sagas de tan larga andadura como estas que reseñamos no podrían haber seguido vivas si sus avispados productores no hubieran sabido exactamente qué cambios debían hacer, y en qué momento había que hacerlos. Por supuesto, tanto F&F como Transformers fundamentan el espectáculo en la acción y el más difícil todavía, pero ambas sagas han sabido exactamente cómo mutar para que este despliegue de medios cada vez mayor no les llevara a un callejón sin salida.

La saga de Michael Bay, si bien suspensa en conciencia social y facilidad para distinguir las pelis entre sí, ha sabido ser más coherente respecto a su premisa que la franquicia de Universal. No sólo porque el mayor atractivo de su función haya sido el mismo de un tiempo a esta parte, sino porque también esa pequeña idea de Spielberg, de “el chico y su coche”, ha permanecido como parte indivisible de su ADN -el primer spin-off programado para el año que viene, de hecho, se centrará en la relación de Bumblebee con una chica interpretada por Hailee Steinfeld-. ¿Cómo han conseguido estas películas no cansar, entonces? No tanto por la potencia de la premisa -en serio, ROBOTS GIGANTES DÁNDOSE GUANTAZOS, ¿cuántas veces tenemos que decirlo?-, sino por el apego a una lógica mercantilista bien interiorizada gracias al origen juguetero de sus criaturas: Transformers nuevos y más poderosos, básicamente. Ah, y dinosaurios robot que escupen fuego, introducidos por primera vez en La era de la extinción (2014).

El último caballero, además, está programado como fin de fiesta para la etapa Bay, y eso da pie a que se profundice en la mitología Autobot, juntando al rey Arturo con los Transformers y metiéndolos a estos en la Segunda Guerra Mundial sin ningún tipo de miedo al ridículo. Y persistiendo en una fidelidad a unos preceptos cuestionables, pero eficaces, que F&F no comparte en lo más mínimo.

Las películas protagonizadas por Vin Diesel, ya de primeras, empezaron mal si pretendían que su producción se prolongara en el tiempo. El tuning iba a morir, ni los más creyentes lo dudaban, y en base a esta desazón existencial tomó forma la inmediata secuela, con el título en inglés más genial de la historia cinematográfica: 2 Fast 2 Furious (2003). El director designado fue nada menos que John Singleton, nominado al Oscar con 24 años al que le tocó lidiar con la película más injustamente vilipendiada de la saga, cuando cambió drásticamente los dilemas cruzados de brazos de Toretto por las simpáticas desventuras de O’Conner. Al menos trajo consigo a Tyrese Gibson, con quien había trabajado en Baby Boy (2001).

Fast & Furious: Tokyo Race (2006) profundizó en esta desorientación, siendo no obstante su director, Justin Lin, el encargado de dar el volantazo que salvaría a la franquicia en Fast & Furious 5. Aquí dejó de lado las macarrónicas carreras de coches para centrarse en la acción deliciosamente irreal que ya asociamos automáticamente a estas películas, y la apuntaló con el ingrediente familiar que, a partir de la asunción de Vin Diesel de labores de producción, no hizo sino intensificarse… al menos hasta Fast & Furious 8. En esta última, dirigida por F. Gary Gray, el guión ha vuelto a encontrarse con ese temido callejón sin salida que enunciábamos antes, y el tomar conciencia de que el rollo de “no te metas con la familia” ya no daba más de sí ha originado una entrega cínica -curiosamente, estrenada después de la infinitamente conmovedora Fast & Furious 7 (2015)- en la que está claro que los personajes no importan un carajo, y el verdadero leitmotiv de la saga ha sido, desde siempre, una genérica sucesión de golpes, tiros y derrapes. Viéndose relegada por tanto a compartir la etiqueta, que Transformers lleva tan orgullosamente, de aparatoso sacacuartos.

Show me the money

Centrando la batalla ahora en el ámbito económico, inicialmente no habría duda en catalogar a F&F como el contendiente en alzarse fácilmente con la victoria. Fast & Furious 8 logró destronar a El despertar de la Fuerza (2015) como la película que recaudó más dinero durante su primer fin de semana, pero no parece que su taquilla total vaya a superar lo conseguido por la película precedente.

Fast & Furious 7 supuso la consolidación de la franquicia como la maquinaria multimillonaria que es hoy y que planea dos secuelas más y un spin-off protagonizado por Dwayne Johnson y Jason Statham tras la increíble química que mostraron en la octava película (y la muy posible negativa de The Rock a salir con Vin Diesel en una película más). No en vano, el film que nació en la tragedia luego de la muerte de Paul Walker ingresó en sus arcas más de mil millones de dólares -más que todas las entregas anteriores- y confirmó que el cambio de rumbo establecido en la quinta película había sido el adecuado.

Fast & Furious 8

Hasta entonces, las películas de F&F no habían sido precisamente producciones independientes, pero sus ambiciones estaban lejos de llegar a amasar semejante fortuna algún día. La evolución de la saga, acompañada por la mayor exposición mediática de sus estrellas, que se mostraban cercanas a los fans y no dejaban de insistir en que eran una familia de verdad -hasta un punto quizá surrealista-, fue lo que llevó unas películas cuya razón de ser casi nadie recordaba a un lugar tan privilegiado dentro de la cultura de masas, mientras que la loable integración racial exhibida en su reparto ayudaba también lo suyo a la hora de encontrar nuevos públicos.

Dicha integración ni está ni se la espera en Transformers, cuyos repartos siempre vienen encabezados por tíos blancos y guapos que abogan por la integración de los Autobots en la sociedad, importándoles bastante poco discriminaciones más mundanas. No obstante, si Transformers se puede permitir tratar de rivalizar con F&F en el terreno de los números, es gracias a la considerable diversificación de público que fue acuñando a partir de El lado oscuro de la luna (2011), cuando la diferencia de más de setecientos millones entre lo recaudado en el mercado mundial y el doméstico provocó que los productores empezaran a expandir sus horizontes.

Dado que la misma procedencia de los Transformers es japonesa, el componente asiático devenía inseparable del desarrollo de sus películas, pero no fue hasta La era de la extinción –muy similar, por su voluntad de reboot, a la concepción de Fast & Furious 5– cuando la saga cuidó de vigilar su atractivo para las audiencias de este mercado, fijando sobre todo China como objetivo, y ambientando en consonancia gran parte del metraje de la película protagonizada por Mark Wahlberg en su territorio. El resultado, en su momento, fue el film más taquillero de la historia de China, gracias a la coproducción del film por parte de Jiaflix Enterprises, a un product placement muy marcado, y a cambios en su propia narrativa.

Así, La era de la extinción no significó sólo la salida de Shia LaBeouf como protagonista y el relevo de Mark Wahlberg; ni siquiera supuso, como trató de ser la sosísima Fast & Furious 4 (2009), un intento de volver a las raíces más minimalistas y ligeras que El lado oscuro de la luna -muy probablemente, la peor película de la saga por culpa de su equivocadísimo dramatismo- había dinamitado. El camino hacia el exceso total que había emprendido la primera Transformers encontró un nuevo desvío gracias a esta apertura en su mercado -que, sobre todo, derivó en películas insensatamente largas con agotadoras sucesiones de clímax- y a una reinterpretación del exceso primigenio que acabó desembocando en esa escena, de inextricable belleza plástica, compuesta por Optimus Prime, armado con una espada, subido a un tiranosaurio y espoleando a su ejército de Dinobots sobre Pekín.

Optimus Prime y un dinobot

El futuro del combate

Por supuesto, la insospechada aportación china a los ingresos totales dista de colocar a Transformers a un nivel semejante al absoluto fenómeno económico y social que supone Fast & Furious, y siendo pantagruélica la cantidad de dinero amasada por los robotitos, todavía se halla lejos de lograr un hito como la recaudación de Fast & Furious 7, o la cantidad de veces que escuchamos See you again en esos meses de incendio.

Lo que no quita que los éxitos masivos de ambas franquicias constituyan un hecho, y que los ambiciosos planes de Universal y Paramount de crear Universos Cinematográficos a partir de sus marcas -hasta catorce posibles pelis de Transformers hay planeadas, dicen los benditos-, sean más razonables de lo que parece. El estreno de El último caballero, de hecho, ha sido bastante decepcionante en los Estados Unidos comparado con la taquilla de películas anteriores, pero la situación no ha tardado en normalizarse gracias a la ayuda del mercado extranjero. Concretamente, chino.

Hay Transformers y Fast & Furious para rato, en resumen, y antes que tratar de dilucidar qué franquicia se merece más este obsceno éxito, o qué demonios les pasa a esos espectadores que se dejan insistentemente los ahorros en películas tan estúpidas y perniciosas, sólo cabe relajarse y disfrutar en la medida que pueda cada uno. Que será mayor cuanto más adolescente y benditamente impresionable sea su corazón, y cuando de una maldita vez Paramount y Universal se decidan a hacer ese orgánico y lógico crossover que esperamos tan ansiosamente.

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