Una amiga extraordinaria: la mirada compasiva del cine de Marielle Heller

Este marzo debía haberse estrenado Un amigo extraordinario, tercera película de Marielle Heller. El estallido de la pandemia ha motivado que el film no llegue a nuestras salas hasta ahora, en una situación de lo más confusa. En caso de que te haya pasado desapercibido, te proponemos un viaje por la filmografía de esta directora. Una filmografía de una coherencia temática (y moral) apabullante.

(Este artículo contiene spoilers muy leves de The Diary of a Teenage Girl, ¿Podrás perdonarme algún día y Un amigo extraordinario)

Colaborar con mis actores y mi equipo es lo mejor de dirigir películas. Me gustaría ser conocida por eso, por crear ambientes donde todos se sientan cómodos y puedan trabajar a sus anchas”, contaba Marielle Heller durante la promoción de Un amigo extraordinario, meses antes de que el film le consiguiera una nominación al Oscar a Mejor Actor Secundario a Tom Hanks. En esta misma edición, el nombre de la directora —en compañía del de Greta Gerwig o Céline Sciamma— fue utilizado como garante de las acusaciones a la Academia en tanto a la invisibilización de directoras; lucha en la que Heller no tomó parte verbal, pero que ya había suscrito durante la propia gestación de Un amigo extraordinario.

Y es que, mientras rodaba este atípico biopic de Fred Rogers —atípico porque no se trataba en absoluto de un biopic—, Heller fijó una jornada más corta de la habitual para desarrollar el calendario, con el objetivo de que los miembros del equipo con responsabilidades familiares lo tuvieran más fácil. En conversaciones posteriores, la directora defendió que medidas de este tipo podían favorecer el aumento de la presencia de mujeres en los equipos de rodaje. 

No se trata, evidentemente, del modo más combativo de luchar contra la desigualdad —al fin y al cabo, más que acabar con el machismo sistémico, esta estrategia parecía buscar únicamente sobrevivir a él—, pero sí da cuenta admirablemente del carácter de Heller. A lo largo de la promoción de este último film y el anterior ¿Podrás perdonarme algún día? (2018)—que también tuvo una presencia considerable en la carrera de premios—, esta realizadora nacida en Marin County, California, se habituó a conceder entrevistas muy plácidas, poseedoras de un tono naive que mitigaba la rotunda inteligencia que se ocultaba tras esas palabras. Heller, sin ir más lejos, fue alguien que atribuyó cierto cambio de rumbo en su carrera —justo antes de dirigir la citada ¿Podrás perdonarme algún día?— al hecho de tener un hijo en 2014 con su marido, el actor y miembro de The Lonely Island Jorma Taccone. A partir de que Wylie Red Heller pasó a formar parte de su vida, Heller se comprometió a “hacerle bien al mundo”. A que sus películas se imbuyeran de esta vocación, y propusieran experiencias agradables y livianas.

Detalles como estos nos harían pensar en una identificación absoluta con la figura de Fred Rogers, que presentó el programa infantil Mister Rogers’ Neighborhood durante tres décadas y posee el estatus de algo menos que un santo dentro de la cultura pop estadounidense. Y vale, no tenemos problema alguno en defender esta identificación; de hecho, el propio planteamiento de Un amigo extraordinario nos empuja a hacerlo. Pero, también como pretende la película en sí, no deberíamos por ello dejar de ahondar en el resto de facetas de Heller; sobre todo, cuando esta directora empezó en el cine con un debut tan feroz e iconoclasta como The Diary of a Teenage Girl (2015).

Quiero un cuerpo pegado al mío para saber que existo

Todo lo que rodeó a Marielle Heller desde el inicio de su vida le predisponía al ejercicio artístico. Hija de una profesora de arte y un quiropráctico, es hermana de Nate Heller —músico que ha compuesto la banda sonora de sus tres películas— y de Emily Heller —humorista stand up y guionista/productora de Barry—. Conoció a su marido mientras estudiaba teatro en la UCLA, al ser la actuación lo que le interesó inicialmente. De hecho, más allá de numerosos papeles en obras teatrales, Heller apareció en las series Spin City (2002) y Single Dads (2009), tuvo un papel en Caminando entre las tumbas (2014) junto a Liam Neeson y colaboró con Jorma Taccone en las estupendas MacGruber (2010) y Popstar (2016), ambas comedias dirigidas por él. Antes de participar en estos títulos, su hermana Emily le había regalado por Navidad la novela The Diary of a Teenage Girl: An Account in Words and Pictures, publicada por Phoebe Glockner en 2002.

Más de diez años después, Heller se decidió a adaptarla de cara a su debut como directora y queriendo respetar escrupulosamente el peculiar formato de la obra de Glockner, donde las ilustraciones suponían una parte esencial. Se proponía contar, de este modo, la historia de Minnie Goetze (Bel Powley), una chavala de quince años que vive en el San Francisco de mediados de los años setenta y posee un gran interés por el mundo que le rodea. Fascinada por el rock y la obra de Aline Kominsky —junto a su pareja Robert Crumb, dúo imprescindible del cómic underground—, Minnie no se lleva bien ni con su madre (Kristen Wiig) ni con ella misma, asaltada por todo tipo de inseguridades que le conducen a una complicada relación con su propia sexualidad. Alentada por los significantes contraculturales de la época, la protagonista de The Diary of a Teenage Girl concibe el sexo como el único modo de desarrollar una identidad con la que se sienta plena, lo que no tardará en conducirla a problemas variopintos.

La primera película de Marielle Heller se abre con la satisfecha voz en off de Minnie diciendo “Hoy he tenido sexo”, mientras camina pavoneándose por las calles de su ciudad y mirando a otras chicas por encima del hombro. Su euforia, en ese momento, no parece tener nada de problemático; cuando poco después descubrimos que acaba de follar con el actual novio de su madre, Monroe (Alexander Skarsgård) empieza la inquietud. La enorme diferencia de edad entre ambos y el desequilibrio de poder, en opresiva combinación con la baja autoestima de Minnie, encamina a The Diary of a Teenage Girl a unos escenarios de incomodidad considerables; incomodidad que se acentúa por el tono liviano que parece querer conservar Heller en todo momento. No hay melodramatismos estridentes, ni una firme asunción de los tabúes que pueda hacer parecer que lo que pretende esta historia es provocar a las mentes bienintencionadas. Al contrario, persiste una sensación de cotidianidad, de pequeñez, no únicamente lograda por el hecho de que el punto de vista le pertenezca constantemente a Minnie. Aunque eso, desde luego, ayude.

En tanto a ese punto de vista, The Diary of a Teenage Girl podría entenderse como un proyecto revisionista de Lolita, publicada por Vladimir Nabokov en 1955. Ayuda a pensarlo nuestra permanencia dentro de la cabeza de Minnie, y el modo en que se podría relacionar Monroe con el Humbert Humbert de cuya perspectiva nunca nos despegábamos en la citada novela. Donde Humbert era un intelectual europeo de vasta cultura y facilidad verbal, Monroe es un paleto torpón y alcohólico intimidado por la sexualidad de la madre de Minnie; ambos, desde luego, son ridículos, pero de un modo distinto, y mientras que las manipulaciones de Humbert hacia Lolita están envueltas en el derroche verbal y la malicia, las de Monroe tienen un componente instintivo, casi animal.

A partir de la comparativa entre los “cortejos” de ambos depredadores sexuales, sería tentador definir a The Diary of a Teenage Girl como un Lolita desprovisto de retórica, pero no es así del todo. Porque, fundamentalmente, a la directora —en su único trabajo como guionista hasta ahora— lo que le importa son los personajes. Heller no se corta a la hora de subrayar los abusos de Monroe —guardándose las espaldas ante el peligro de dar pie a décadas de lecturas equívocas, como le pasó a Nabokov—, pero tampoco permite que estos le acaparen el discurso; lo que le interesa, más allá de lo que hagan Minnie y Monroe, es explorar quiénes son, del mismo modo que quiere ahondar en las circunstancias de la tercera en discordia —la madre doblemente traicionada—, que en el texto nabokoviano era poco más que un negrísimo alivio cómico, y que aquí en su lugar lleva una tragedia propia a cuestas.

La aparente condición de Charlotte como “mujer liberada” es una de las presiones con las que ha de lidiar Minnie a la hora de definir su sexualidad, cristalizada en frases proclives a trastornar adolescencias del estilo “no es muy feminista decir esto… pero deberías mostrarte más”. Y proyectada hacia un posible tratado generacional de mujeres reaccionando a los cambios sociales, siempre a horcajadas de una cultura donde encuentran un reflejo y un modelo de conducta.

Los terribles pensamientos a los que Minnie recurre para canalizar sus carencias afectivas — “¿De qué sirve vivir si nadie te ama, te ve, te nota?”, “Si pensaran que somos prostitutas sería genial; las prostitutas siempre tienen el poder, lo sabe todo el mundo”— no solo son motivados por una mala relación con su madre o la pura y dura ansiedad hacia su físico, sino que se nutren de ecos de la cultura que consume. Los dibujos de Kominsky, la rabia de The Stooges, el caso de Patty Hearst seguido por televisión, el capítulo aquel de El guardián entre el centeno donde Holden conoce (posiblemente) la pedofilia.

El aparato cultural le empuja a regodearse en sus impulsos y derribar convencionalismos paralelamente a marcos de sensatez; consigue que se haga fuerte en su soledad y desvalimiento, pero no que la persecución de su identidad sea saludable, ni mucho menos se traduzca en un conocimiento franco y colectivo del mundo. Como tantas grandes obras de nuestro tiempo, The Diary of a Teenage Girl habla de la incomunicación con uno mismo y con los otros, teniendo el acierto de hacerlo en la etapa de nuestras vidas donde dicha incomunicación puede ser más traumática, y condicionar todo lo que vendrá después. Pero en la mirada de Heller no hay dureza. En su sumisión a la mirada sintiente de Minnie —expresada con segmentos animados convenientemente creepies y tentativas de engaño de Monroe lanzadas al espectador, como esa insistencia en declarar que “tiene poder sobre él”—, The Diary of a Teenage Girl deja a sus personajes que se equivoquen, que se hagan daño, que vagabundeen.

Apostando por una comprensión visceral, traza un espacio no confortable pero sí amplio para que la protagonista haga lo que le venga en gana y se defina como buenamente quiera, llegando sobre el final a conclusiones sin viso de definitivas —“Mi madre necesita a un hombre, pero yo no. Quizá nadie me llegue a amar nunca, pero no se trata de que te amen”—, pero con las suficientes victorias —una mejor relación con su madre y hermana, un episodio determinante con las drogas— como para seguir adelante en el camino de la vida. Es este sentido de transitoriedad, y esta disculpa preventiva de los fracasos, lo que hace de The Diary of a Teenage Girl una de las obras así llamadas de iniciación —o coming-of-age, o como se les quiera apodar— más sensibles jamás realizadas.

Solo busco a alguien que alimente a mi gata

De cara a desarrollar una carrera como realizadora, no es muy recomendable que tu primera película resulte ser algo parecido a una obra maestra, y sea aplaudida unánimamente por la crítica. “De aquí todo irá para abajo”, comentaba un aturullado Steven Soderbergh cuando ganó la Palma de Oro por su debut Sexo, mentiras y cintas de vídeo en 1989. Lo “positivo”, sin embargo, fue que The Diary of a Teenage Girl tuvo un estreno limitado, sin que su estatus superara el del típico drama indie a rebosar el Festival de Sundance. Con una relevancia llamada a crecer únicamente con los años —o así me gustaría creerlo—, el logro de Heller fue suficiente como para introducirse en el mainstream, dirigiendo episodios de series de éxito como Transparent (2015) o Casual (2016), e irrumpir en el prolífico mercado de las películas oscarizables. Coincidía afortunadamente en el tiempo con el mencionado propósito, motivado por su hijo recién nacido, de hacer películas más accesibles, que emocionaran a todo el mundo. Sin que, por ello, su sensibilidad particular a la hora de asomarse a las vidas de sus personajes cambiara lo más mínimo.

Se da el caso de que ¿Podrás perdonarme algún día? es la peor película de su breve filmografía con notable diferencia, a la vez que un ejercicio cuidadosamente continuista dentro de la forja de una mirada fílmica. El guion ya no es suyo, estando escrito por Nicole Holofcener y Jeff Whitty, y la historia le pilla bastante a desmano. Se basa en las memorias de la escritora neoyorquina Lee Israel, famosa no tanto por sus escritos como por haber protagonizado a principios de los noventa un mediático caso de falsificación literaria.

Las resonancias que esta historia pudieran tener en la experiencia de Marielle Heller son tirando a dudosas, y por eso mismo constituía una oportunidad perfecta para que la realizadora diera cuenta de su profesionalidad en el siempre complicado segundo largometraje. Lejos de la experimentación formal que latía en The Diary of a Teenage Girl al compás de las neuras de Minnie, aquí Heller apuesta por la sobriedad y por ciertas reminiscencias al cine de Kelly Reichardt en su vertiente más cálida —es difícil no ver ecos de la totémica Wendy y Lucy (2008) en la relación de Lee Israel (Melissa McCarthy) con su mascota, y cómo esta sirve a la descripción de un desamparo emocional/económico—, dando pie a una película cuidadosamente académica, pero desbordante de vida.

Sin excesivo interés por abrazar un estilo específico, Heller vuelve a preocuparse de concebir el cine como un ecosistema franco, sin prejuicios en su codificación, donde una serie de personajes puedan relacionarse y meterse en líos, contando con un caudal inagotable de posibles rectificaciones y redenciones. Consciente de la importancia que para una jugada así ha de tener el trabajo de los actores, Heller recurre a este recién acuñado academicismo para relacionarse con ellos desde una gran cercanía, y arranca interpretaciones excelentes tanto de McCarthy —actriz que siempre fue excepcional, pero que necesitaba una oportunidad así para demostrarlo con la espectacularidad debida— como de Richard E. Grant en el papel de Jack Hock, un inadaptado como la propia Israel en cuya dependencia del aspecto físico y la vida sumida en un superficial glamour percibimos ecos de las faltas de Minnie.

Heller, antes que justificar o darle el suficiente background al crimen de Israel como para que el público empatice con ella, prefiere explorar de forma exhaustiva la vida de la protagonista y profundizar en su identidad maltrecha. Lo hace sin el objetivo de que su pasado asiente una línea narrativa con quién es ella ahora —aunque una de las escenas más dolorosas de ¿Podrás perdonarme algún día? corresponda a un encuentro de Israel con su antigua pareja, donde esta le recrimina que “siempre mantuvo la distancia”—, y sin tampoco darle la expectativa de un futuro mejor si cambia ciertas cosas.

Esas posibilidades existen, claro, pero existen de un modo caótico, como semillas lanzadas con arbitrariedad en el día a día, que al fin y al cabo es lo que le interesa a Heller: el presente, quiénes son estos personajes ahora. O quiénes eran, puesto que tras The Diary of a Teenage Girl insiste en ambientar sus historias en un pretérito conocido, de estética llamativa.

Del San Francisco con las flores en la cabeza al Nueva York otoñal de los años noventa, se intuye en la mirada de Heller una pretensión por identificar estos “espacios seguros” con localizaciones que rimen con las inquietudes de sus habitantes, tanto con carácter disruptor —lo que el “amor libre” podía llegar a hacer con el cerebro de la madre de Minnie— como en calidad de orgánico acompañamiento —ese ceniciento Central Park donde se reencuentran las antiguas amantes. En tanto a cineasta segura de sí misma, Heller se yergue por todo ello victoriosa en una película que tenía mucho menos de ella con la anterior, manteniéndose intactos sus intereses y una actitud desapegada, aquiescente, hacia relaciones de seres imperfectos cuya posible mezquindad nunca tendrá por qué ser rebajada en aras de un discurso determinado. Porque ellos son el discurso.

Todo lo cual podría dar la impresión de que Heller es alguien tan convencida del poder sanador y desprejuiciado de las imágenes como otros personajes que han asaltado la cultura pop sin estar carentes de toxicidad, pero nada más lejos de la realidad. Porque su cine siempre ha estado concienciado con el presente, como terminó de demostrar en su tercera película.

Pensar en él como un santo le vuelve inalcanzable

A lo largo de 2019 se estrenó en EE.UU. un sorprendente número de películas que abogaban por el despertar de un hombre nuevo, en consonancia al fortalecimiento del feminismo y al estallido del MeToo. Películas que buceaban en el pasado —cinéfilo y sentimental— para cuestionarlo a partir de las sensibilidades contemporáneas, como Ad Astra de James Gray. Películas que ponían sus esperanzas en el futuro, apartando los remanentes de masculinidades asfixiantes, como Chicos buenos de Gene Stupnitsky, o incluso La LEGO Película 2, de Mike Mitchell y Trisha Gum. Y películas que no tenían por qué tener unas ambiciones tan marcadas, fijándose en un individuo concreto, en sus ansiedades específicas, y en trabajar pacientemente con ellas para dejar en manos de quien terciara la elaboración de un diagnóstico. Es lo que ocurrió con Un amigo extraordinario, llamada originalmente A Beautiful Day in the Neighborhood, tercera película de Marielle Heller.

Suponía, de primeras, un cambio de timón en su carrera tan llamativo como lo había supuesto antes ¿Podrás perdonarme algún día?. Heller se mantenía en el terreno del cine for your consideration, pero ahora además cambiando el punto de vista: The Diary of a Teenage Girl era una película poderosamente femenina; en menor medida, la protagonizada por Melissa McCarthy también. Pero Un amigo extraordinario era una historia de hombres hablando de cosas de hombres. Es decir, de su infelicidad, de su alienación, de su dificultad para mantener redes de afectos y sustraerse de unas dinámicas sociales que los habían definido de forma (casi) irreparable.

¿A qué venía este cambio de tercio? A que, en propias palabras de Heller, “es importante hacer películas sobre hombres buenos y hombres que tratan de ser mejores, y en sus luchas constantes contra la masculinidad”. Era cuestión de tiempo que el pensamiento feminista que asaltaba el mainstream en los últimos años se centrara en deconstruir a su oponente heteropatriarcal, y Heller quiso suscribirse a esta tendencia utilizando un personaje con el cual, forzosamente, iba a tener algo que ver en algún momento. Más que nada, porque sus dos títulos anteriores parecían haber sido gestadas queriendo emular el punto de vista de Fred Rogers.

La importancia de este presentador de televisión nos es algo esquiva en España, pero su empeño por ofrecer a los niños y niñas un espacio de confort y comprensión total a través del programa Mister Rogers’ Neighborhood no desentonaría lo más mínimo en estudios que exploraran el arraigo de la nueva sinceridad (o las nuevas masculinidades) dentro de la cultura norteamericana. A lo largo de 31 temporadas su labor pedagógica fue reconocida por multitud de premios y abordó cuestiones tan complejas como la muerte, el divorcio o el racismo, utilizando un lenguaje medidísimo que nunca había de restarle pertinencia a sus reflexiones. Su férreo vínculo con la religión, por último, contribuyó al establecimiento de un estatus beatífico: una condición de santo irrepetible, que trascendía las flaquezas humanas, y que de primeras parece que Un amigo extraordinario se propone matizar a través de los esfuerzos de Lloyd Vogel (Matthew Rhys), periodista enviado por Esquire en 1998 que se propone descubrir si de verdad es todo tan inmaculado como parece.

Un amigo extraordinario, escrita por Micah Fitzerman-Blue y Noah Harpster, se centra en la escritura del artículo de Vogel y en su intento de desenmascarar al presentador, pero no es en absoluto la historia de Fred Rogers. El personaje de Rhys, en este sentido, es el protagonista además del punto de vista sobre el que se asienta la historia, y son sus descubrimientos y transformaciones las que poseen potencial dramático. Su relación con su esposa Andrea (Susan Kelechi Watson, en un papel muy similar al de This is Us en tanto a su condición de apoyo a un hombre nuevo) y su bebé recién nacido, el trauma por la muerte de su madre, las difíciles circunstancias que le unen a su padre (Chris Cooper). Tras Minnie e Israel, ahora es Vogel a quien la directora ofrece un lugar donde dudar y reflexionar, pero esta vez —en lo que supone la gran diferencia de Un amigo extraordinario con los dos largometrajes anteriores— no está solo, o únicamente rodeado por otros tan confusos como él. Esta vez encuentra una guía en el personaje que interpreta Tom Hanks.

Un amigo extraordinario se asienta sobre una tesitura muy atractiva que combate constantemente la bondad desinteresada con un cinismo escéptico; en el momento que conoce a Vogel, el presentador de Mister Rogers’ Neighborhood se interesa por ayudarle en sus dificultades diarias, de un modo tan insistente y estrafalario que podemos comprender la extrañeza de Vogel, así como sus esfuerzos por demostrar que este tipo no es lo que parece.

Es fácil ser cínico hoy en día, y por eso la perspectiva de Lloyd podía lograr que nos metiéramos en la historia”, comentaba Heller, y ahí radica precisamente el acierto: al principio, la obscena nobleza de Rogers no nos resulta en absoluto confortable, de hecho nos desafía. Nos violenta, nos pone en contacto con una realidad recóndita, que no podemos aprehender, y que somos incapaces de adecuar a los sinsabores de la vida diaria, tendentes a defenestrar la ingenuidad y los buenos sentimientos que parecen no pedir nada a cambio.

Heller intensifica este extrañamiento valiéndose de la actuación de Hanks, que lejos de limitarse a vivir de las rentas como novio de América enfatiza la sobreactuación y conduce los mediáticos manierismos de Rogers —su lenta cadencia de habla, su mirada serena— a unos extremos hasta incómodos. Creer en Rogers, durante los primeros compases de Un amigo extraordinario, es tan difícil como creer que los conflictos que asaltan la cotidianidad de Lloyd tienen arreglo. Los daddy issues no le permiten perdonar, su absorción por el trabajo le impide cuidar a su familia, y sus temores dificultan tremendamente que pueda tomar el rol de padre para su hijo recién nacido.

Ansiedades consustanciales a la masculinidad que la historia ha sabido siempre cómo adecuar a intereses concretos, pero que Un amigo extraordinario (es decir, Rogers; es decir, Heller) busca destruir con pasión. La condición de Rogers como gurú infantil se extrapola por tanto a edades adultas cuyos traumas pueden rastrearse a la niñez, y busca una resignificación del trayecto vital a ojos de hoy. Vogel se reconoce en la frase “los niños son habitualmente queridos por lo que serán, no por lo que son”, como nos reconocemos nosotros. Como reconocemos todo lo que hemos perdido por el camino.

Si las películas previas de Heller eran lugares que favorecían el cambio, pero prometían no mirarte con dureza si al final no lo abrazabas, Un amigo extraordinario está consagrada a este cambio. La compasión que la directora siempre practicó aquí se transforma en una emancipadora llamada a la acción, y lo mejor de todo es que nunca olvida el objetivo primigenio sobre el que se levantó su propuesta. Porque Un amigo extraordinario sí deconstruye a Fred Rogers, después de todo.

La tercera película de Heller rehúye, como rehúye el propio Rogers frente a un Lloyd interrogante, las preguntas incómodas sobre su naturaleza más íntima. No cuenta gran cosa sobre la vida privada del showman estadounidense, más allá de unas breves pinceladas sobre los problemas que ha tenido con sus hijos y su afición por que lo weird invada cada una de sus interacciones sociales. Pero el caso es que cuenta lo suficiente: Un amigo extraordinario se esfuerza en presentarnos a Rogers como alguien que se esfuerza. Que no es así mágicamente, que su misión salvífica es consustancial a un sistema de convicciones por el que ha querido orientar su vida, y que no siempre tiene por qué ser fácil. Rogers, como cualquier persona, es susceptible a la furia, a los accesos de debilidad, a los egoísmos. Pero se sobrepone. Lo intenta. Lo intenta cada día.

La escena de clausura de Un amigo extraordinario lo condensa admirablemente con Tom Hanks desahogándose mientras toca el piano. Esa es la ilustración de la tesis: la exposición textual ha tenido lugar algo antes, cuando Rogers logra convencer a Vogel de que “cualquier cosa de la que se pueda hablar es manejable”. Marielle Heller, a lo largo de su corta pero impresionante filmografía, siempre nos ha exhortado a que hablemos, a que nos entendamos. Ella está dispuesta a escucharnos, como lo está su cine, y no deberíamos dejar pasar un ofrecimiento tan amable.

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