El mito del Cid no desaparece del pop español, de regreso a la actualidad por el rodaje de la serie de Amazon y la novela de Pérez-Reverte. Rodrigo Díaz ha pasado de icono nacionalista en tiempos de la Dictadura a personaje secundario de la cultura popular patria. Aprovechamos para repasar cómo cada versión ha dicho más de la visión de España sobre sí misma que del oscuro caballero cristiano del siglo XI.
Mito de la Reconquista, icono del franquismo, dibujo animado de la Transición… el Cid Campeador, Rodrigo Díaz, nació ya como una ficción popular en la Castilla medieval, y su regreso a la actualidad con la novela de Arturo Pérez-Reverte y el rodaje de la serie de Amazon Prime con Jaime Lorente –La casa de papel, Élite– como protagonista solo vuelve a recordarnos que cada versión habla más del momento en que se produce que del personaje histórico.
En el caso de Pérez-Reverte se observa la voluntad de retratarlo más cerca de la figura del “honrado mercenario”, fetiche de académico de la lengua, que del caballero defensor de la fe cristiana o de la unidad de España instalado en el imaginario colectivo con el Franquismo mediante.


El escritor cartagenero anuncia que ha adaptado pasajes de la leyenda que sabe perfectamente que no son históricos, y cita como influencias La leyenda del Cid (1882), poema narrativo de José Zorrilla y El Cid (1961) de Anthony Mann protagonizada por Charlton Heston. Pero aparenta ignorar que ese Rodrigo Díaz que él pretende reflejar, “gente dura en un relato de frontera, alejado de patrioterismos” ya apareció en El puente de Alcántara (1991) del tudesco Frank Baer donde los protagonistas son un soldado cristiano, una huérfana judía y el poeta musulmán Ibn Ammar, los cuáles se acaban cruzando con una partida de saqueadores y mercenarios al mando de un jefe justo pero implacable, que nunca interviene en primer plano, identificado como solo como El Don.
El Cid de ficción más canónico es el de la película de 1961 de Anthony Mann, al que un guión muy pegado a los trabajos de Ramón Menéndez Pidal ya presentaba de forma bastante clásica y conveniente a la propaganda franquista, y que además se complementó con un algún aderezo de doblaje para que fuese todavía más patriotera. Aún así llaman la atención escenas tan poderosas como el reencuentro entre Rodrigo y Almutamín de Zaragoza –personaje reflejado igual de históricamente que pueda estarlo Xerxes en 300, más o menos–, abrazándose sobre el río Ebro tras abandonar sus armas como preludio a una fiesta mixta de moros y cristianos.
El Cid histórico
Para empezar ya la idea general de quién fue, o pudo ser, Rodrigo Díaz tiene mucho de ficción. Los datos que los historiadores coinciden en dar por seguros son tan escasos que ya la versión ‘oficial’ de la historia del Cid implica un enfoque político. Más heredado del siglo XIX y la creación de la identidad nacionalista española –que es inventada y ridícula como lo son todas por definición, sin meternos en polémicas– que de Franco, aunque evidentemente el Régimen fuese a usarla a diestro y siniestro.
En el ensayo La invención del pasado (2012), el historiador Miguel-Anxo Murado agarra a Menéndez Pidal como ejemplo de manipulación histórica al servicio de una determinada imagen nacional y desmonta su construcción del Cid canónico como, básicamente, pura ficción. El ejemplo, además, se escoge por sobreentender que puede ser el más escandaloso para un lector español, cosa que estaría por demostrar.
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Es decir: hay que darle la razón a Reverte en que el Ruy Díaz histórico estaría más cerca de un mercenario que se vende al mejor postor que de un héroe de cuento, y que física y moralmente sería más una mula de varas que un guaperas al estilo de Heston en su apogeo –sí, en serio, Charlton se las llevaba de calle–.
La infanta doña Urraca malvada y celosona, que fastidia a Rodrigo porque en el fondo se lo quiere [censurado], aunque ya aparece en algún cantar medieval, la consagran Las Mocedades del Cid (1606) de Guillén de Castro en el siglo XVII –hay que darle ‘picorsito’ al argumento y nuestros clásicos lo que querían eran llenar los teatros– y su plagio posterior por parte de un gabacho, Pierre Corneille, en El Cid (1636).

El resultado es que incluso los intentos de narrar al Cid histórico más concienzudos beben más de la leyenda literaria que de otra cosa, como es el caso de El Cid (1971-1984) de Antonio Hernández-Palacios, obra maestra del cómic español con el interés temático de haberse completado en plena Transición, pero tan pegada a Las mocedades o El poema que en poco desafía al canon establecido. O al menos, en lo que el autor pudo completar, ya que que tenía planificadas 25 entregas y solo realizó cuatro.
El Cid histérico
La primera oleada de ficciones más o menos cercanas al mainstream que se ríe o reinventa esa imagen del Cid “con camisa azul” del Franquismo llega inmediatamente sobre la Transición y tiene su principio, fin, alma máter, gloria y vergüenza en esa obra maestra de la caca de vaca que fue El Cid cabreador (1983) de Angelino Fons. El chiste de padre del título viene luego seguido del impacto emocional de contemplar al mismísimo Ángel Cristo como Rodrigo Díaz y el argumento desopilante de que una maldición lanzada por el conde de Oviedo vuelva a Mío Cid afeminado. Sí, toda la película es un inmenso chiste de mariquitas de los ochenta. Pero antes de juzgar con nuestro filtro actual convendría pensar que hace 36 años llamar mariquita al Cid era revolucionario.
De la misma época es Ruy, pequeño Cid (1980), producida por la española BRB Internacional del mítico Claudio Biern Boyd y animada por la japonesa Nippon Animation, que también adaptase Ana de las Tejas Verdes. Con las producciones de la Toei como espejo en el que mirarse –y del que copiar sin mucha vergüenza–, la serie es recordada con cariño por lo más viejos del lugar y presenta un Cid también revolucionario, aunque no tan lejano del de Heston, que juega con niños moros, perdona a los enemigos y aboga, como en toda buena serie infantil de la época, por la tolerancia, los cuidados y los buenos sentimientos.

Las intenciones se vuelven más tranquilas y menos iconoclastas conforme se alejan de la necesidad de enfrentarse al referente franquista. Muy meritoria en el esfuerzo pero fallida cara al público resultó El Cid. La leyenda (2003) de José Pozo, versión de dibujos animados más recordada por las voces, con Manel Fuentes como Rodrigo –¿por qué?–, Sancho Gracia como el conde de Oviedo y Natalia Verbeke como doña Jimena, aparte de El Sevilla de secundario gracioso y Carlos Latre como un Ben Yussuf con toda la pinta del Jafar de Aladdín (1992). Más cerca de Dreamworks y El Príncipe de Egipto (1998) o La ruta hacia el Dorado (2000) que de Disney, no innovaba en cuanto a la construcción del mito más allá de que, al final, Rodrigo no muere y ni, por tanto, goza de victoria después de muerto. Por otra parte, como en Pequeño Cid, las mesnadas de Ruy Díaz no son un ejército de tres mil extras, sino un grupo de amiguetes y secundarios graciosos con mascota incluida –un tejón o algo así al que cuida, cómo no, el personaje de El Sevilla–.
En 2006, desde el género fantástico y finalista del Premio Minotauro, llegó Juglar, novela de Rafael Marín en la que El Cid es un secundario presentado como ‘avatar antimagia’ de los cristianos, doña Urraca y doña Jimena tienen poderes de bruja y el traidor Bellido Dolfos, que en la versión de Heston es un moro infiltrado y en la de dibujos animados actuaba seducido por Urraca, es, directamente, un lobisome sacado de las leyendas gallegas. La novedad es que se repasa todo el arco del Cid canónico filtrado desde el punto de vista de la magia, y que su regreso de entre los muertos es, directamente, sobrenatural. La novela no pretende tanto deconstruir ninguna identidad como proponernos, sencillamente, jugar con ella sin complejos desde el género.
Mención muy especial, porque no entra ni en el rango temporal ni en las condiciones de ser una creación más o menos española, para Il cento cavalieri (1964), de Vittorio Cotafavi, producción italiana exploitation de la de Mann en la que Don Fernando, presunto hijo del Cid tan histórico como casi todo lo demás que hemos ido comentando, va de pueblo en pueblo enfrentándose a los moros, desfaciendo entuertos y rescatando a fermosas doncellas. Vista hoy es más infumable que El Cabreador de Ángel Cristo, pero también tierna, a su manera.
El Cid en los tiempos de Amazon
Estas semanas ha arrancado finalmente el rodaje de El Cid versión Amazon Prime, con Zebra Producciones a los mandos, el mencionado Lorente como Rodrigo y secundarios de relumbrón como Carlos Bardem o Juan Echanove. Está por ver qué nos depara, si una ensalada pop a lo Águila Roja (2009-2016) –la “Xena española”, si se me permite la blasfemia–, hiperrealismo sucio a lo Vikings (2013-) –que viene a ser chapa y pintura a lo de siempre, aunque se disfrute–, una Edad Media limpita y con algo de culebrón pero que respete el canon –estilo a la local Isabel (2012-2014)– o directamente un cacao que mezcle todo, al estilo Starz y sus Spartacus (2010-2013), Da Vinci’s Demons (2013-2015) o The Spanish Princess (2019). Puestos a elegir, esta última opción sería la ya completamente desacomplejada y la más divertida.

Y luego pídele al argumento que sea realista.
En cualquier caso, la oleada reciente del inconsciente POP colectivo representada por las series de televisión ya ha arrojado su versión de El Cid para el siglo XXI, que mezcla lo canónico, lo metalingüístico, la ciencia-ficción, la fantasía y reírse del Franquismo, todo en uno. Llegó con el Capítulo 9, o 2×01, de El Ministerio del Tiempo (2015- ), y se llamó Tiempo de Leyenda.
En este capítulo la patrulla del Ministerio del Tiempo descubre que el verdadero Cid murió por accidente cuando dos agentes de 1962 grababan imágenes de documentación para la película de Heston por orden de un jerarca franquista. Para evitar que la Historia se vea alterada la solución chapucera será que Rogelio Buendía, el agente responsable del descalabro, se haga pasar por el mismo Ruy Díaz. Amelia Folch lo descubrirá porque este Cid se limita a cumplir con el Poema a rajatabla, y cualquier persona culta sabe que es imposible, porque el poema no es histórico. Pero es que este Cid es tan bueno y tan heroico que no se atreven a desenmascararlo, al estilo de Robin Hood (2010) de Ridley Scott.
El regreso de entre los muertos para la última batalla no es tal: Buendía muere exiliado de su propio tiempo y añorando a su familia por cumplir con su deber de preservar la Historia, así que Alonso de Entrerríos –el Alatriste con corazón del Ministerio– lo sustituye portando su armadura y la espada Tizona. Es decir: el Cid no existe y lo crean quienes creyeron en su leyenda, aplicando la nobleza, la tolerancia y el heroísmo que se desprenden de la misma. El discurso de la serie no es histórico, sino metaficcional: qué más da cómo fuese el Cid “auténtico” si los españoles de 2016 –emisión del capítulo– pueden usarlo para ser mejores y aplicarse el famoso lema del Cantar: “qué buen vasallo fuese, si tuviese buen señor”.
Y si eso no es mejor que Heston, que los chistes de mariquitas de Ángel Cristo y que Manel Fuentes de actor de voz, que baje Reverte y lo vea.