En los ochenta conocimos a unos peculiares justicieros que encarnaban los miedos e inquietudes que asolaban a los Estados Unidos de la época. Ahora, Damon Lindelof prosigue su historia, trasladando los problemas de los enmascarados a un mundo donde el racismo institucionalizado y el auge del fascismo sacuden nuestro día a día.
¡Cuidado! Este artículo contiene spoilers tanto de la reciente serie de HBO como del cómic original.
Cualquiera que se haya interesado mínimamente en los cómics o los superhéroes habrá oído hablar de Watchmen (1986-1987), para muchos considerada la obra culmen de ambos mundos. No es para menos, pues la historia de Alan Moore dibujada por Dave Gibbons se ha convertido en un icono, una obra de culto fusilada en repetidas ocasiones en la industria de las viñetas, pero a la que solo Zack Snyder ha podido echar mano en el terreno audiovisual.
Al menos hasta ahora, pues a finales de noviembre se estrenó en HBO la producción de Damon Lindelof, co-creador de Perdidos (2004-2010), una serie de nueve capítulos que llevó a los fans a preguntarse si sería una digna sucesora. Es cierto que los temores de muchos se han confirmado, pues nos encontramos ante una ficción sin miedo a ser abiertamente política. Pero no es menos verdad que la versión televisiva recoge el espíritu del cómic para actualizarlo, adaptarlo a nuestro presente y arreglar algunos de los problemas que lastraban al original.
A tortas con el género superheroico
Si algo se ha repetido hasta la saciedad sobre el cómic es la errónea concepción de que es una deconstrucción del género de superhéroes, una parodia que se mofa de sus tropos. En realidad, se trata más bien de una reinvención y de una crítica directa a los peligrosos mensajes que lanzan las acciones de estos enmascarados que son idolatrados. Una manera de actuar de tintes claramente fascistas, aunque el propio autor haya intentado negarlo.
Moore, como anarquista reconocido, quería criticar la impasibilidad con la que héroes como Míster A u otras creaciones de Steve Ditko actuaban, utilizando sus privilegios de hombre blanco adinerado para ejercer la violencia en pos de un supuesto bien mayor. El poder de Watchmen siempre ha residido en esto, en saber trasladar el concepto de superhéroes a nuestra realidad y en reflexionar sobre cómo sería un reflejo más aproximado de los justicieros enmascarados.

Por eso, no deja de ser irónico que el Watchmen de 2009, la película de Warner Bros., fuese alabada como la mejor obra del género a pesar de que ideológicamente se alejaba tanto de su referente. Lo mismo sucede con el hecho de que DC Comics siga aprovechando el tirón del original para hacer crossovers tan vacuos como el reciente El reloj del juicio final (2017-2019), constantemente necesitado de recurrir a viejas caras conocidas para sostenerse, incluso cuando eso implica revivir a personajes que llevan tiempo muertos.
A lo largo de los años, la editorial ha comercializado varios productos derivados de este universo, como las miniseries englobadas en Before Watchmen (2012-2013) -un divertimento con más forma que fondo que, a modo de precuela, se centraban en el pasado de varios de los protagonistas- o La chapa (2017), cuatro grapas en la que Bruce Wayne y Flash unen fuerzas para investigar los acontecimientos del evento DC: Rebirth y su relación con el universo Watchmen que es más bien una precuela del Batman de Tom King.

En todos los casos, los temas y conflictos de la obra madre se difuminan, dando lugar a historias vacías sin nada que aportar al canon. No es que no sean de calidad, puesto que encontramos algunos elementos interesantes en ellas, pero se nota que los intereses económicos han primado frente a la idea de respetar y homenajear las intenciones tras la obra de partida.
Por su parte, el trabajo de Snyder era una adaptación casi punto por punto de la historia de Moore, que destacaba por su estética cuidada, su hiperviolencia estilizada a cámara lenta y su sorprendente capacidad para ignorar casi en su totalidad la enorme carga política del original. En ella, las escenas de acción dejaban de ser sucias, rápidas y escasas para convertirse en grandes secuencias coreografiadas al milímetro. De la misma manera, el Rorschach de un soberbio Jackie Earle Haley aparece mucho más idealizado, como si fuera un héroe trágico en lugar de un pirado peligroso. Aunque si hay algo que no se le puede criticar es su derroche estético, su apuesta por un tono marcado de videoclip y su capacidad para fusionar la epicidad con el mamarracheo más puro, ya sea con escenas de sexo a ritmo del Hallelujah de Leonard Cohen o con un Ozymandias (Matthew Goode) de opereta que nunca llega a imponer respeto.

Pero nada termina nunca y las adaptaciones están condenadas a repetirse. ¿Es que nadie vigila a los adaptadores? Parece que no, pues por último nos ha llegado la serie secuela que llevaba años rumoreándose que haría el propio Snyder. Sin embargo, el elegido ha sido otro polémico creador, un fan confeso de la obra de Moore y Gibbons, que quería “explorar ese mundo a través de una lente nueva”.
De esta manera, mientras que en los cómics nos encontramos con una torpe continuación, que busca más contentar a un estereotipo de fan-admirador de personajes como Rorschach o El Comediante que aportar realmente algo interesante al cómic original, la serie prefiere extender y actualizar su legado. Y haciendo de paso multitud de homenajes a otros superhéroes icónicos, como Superman.

Lindelof, padre de esa maravilla llamada The Leftovers (2014-2017) decide abrazar los clichés del género: superhéroes que se ponen el traje a ritmo de temazos de Trent Reznor y Atticus Ross, niños traumatizados que buscan el bien mayor o villanos que claramente son malvados, sin grises. En fin, una retahíla de clichés que le sirven para hacer un retrato de los problemas actuales y para volver a retomar los temas centrales de su obra: la búsqueda de Dios, la fe entendida de distintas maneras y el amor como única vía de alcanzar la salvación.
Unos personajes que hacen historia
Como ya habrás intuido, no tienen nada que ver los personajes originales de Watchmen con los que encontramos en el reciente crossover de El reloj del juicio final. Los primeros están claramente influenciados por las experiencias históricas y personales vividas, mientras que los segundos son meras sombras de los originales que vagan de cameo en cameo, sin mucho que aportar o decir.

Respecto a los protagonistas, el Comediante representaba el norteamericano cínico capaz de hacer todo por su patria -incluyendo abusar de sus privilegios-; Ozymandias estaba preocupado por la inminente catástrofe nuclear que podía producirse en cualquier momento; Espectro de Seda y Búho Nocturno querían volver a sentirse útiles, formar parte de algo ya desaparecido; y Dr. Manhattan había obtenido un poder tan absoluto que era incapaz de sentir arrepentimiento, incluso a pesar de la masacre que causó en Vietnam. Todos encuentran justificaciones para sus errores, aunque no las tengan.
Las heridas recientes de Norteamérica los afectaban profundamente, modelando sus personalidades. Quizá el mejor ejemplo sea Rorschach, un absoluto psicópata misógino creado como una hipérbole de Batman y la ultraderecha que se ha acabado convirtiendo en un icono de la propia ultraderecha. Al final, Walter Kovaks es el personaje peor interpretado de Watchmen, en cualquier de sus versiones… salvo en la de HBO, donde evidencian su estatus de ídolo fascista.

Si Lindelof y su equipo rescatan a los personajes conocidos es para contarnos algo nuevo, para que sepamos cómo ha cambiado a Espectro de Seda (Jean Smart) todo lo que ha vivido, cómo Ozymandias (Jeremy Irons) ha acabado de perderse en su egomanía o cómo Dr. Manhattan puede tener anhelos y sueños después de todo. Y lo hace presentando también un interesantísimo elenco de protagonistas completamente nuevos, con la Angela Abar de Regina King como hilo conductor que nos guía a través de su complejo presente. Junto a ella, una mujer impulsiva, tosca y repleta de dudas, descubrimos su pasado familiar, su legado, cómo hereda los traumas y la necesidad de vengarse de su abuelo Will Reeves (Louis Gossett Jr.), el primer superhéroe. No por nada inspira su nombre en dos de los actores que han encargado a Superman.
De esta manera tenemos más enmascarados -incluida una pirata y un hombre panda-, un político fascista de atractivas maneras y peligroso mensaje, policías con raíces en el Ku Klux Klan y un buen puñado de mujeres racializadas. Los tiempos han cambiado. Y en Watchmen lo saben, por eso le dan voz a quienes antes no la tuvieron.

La pega que le podemos poner a la serie viene del trato que reciben algunos de ellos. Aunque todos tienen carisma e interés de sobra, hay cabos e intenciones que quedan sueltos. Por ejemplo, nunca se profundiza en por qué Laurie Juspeczyk abandona el apellido de su madre para adoptar el Blake de su padre, el Comediante. Ni nos queda claro qué buscaba la progenitora de Lady Trieu (Hong Chau) al quedarse embarazada de Ozymandias. Otros detalles simplemente no se mencionan en la serie, como que Lube Man -sí, ese señor que se lubrica para colarse en alcantarillas- es en realidad el agente Dale Petey (Dustin Ingram), autor de los documentos transmedia que encontramos en la Peteypedia y que se subían semana a semana tras la emisión del capítulo.
De la misma manera, Looking Glass (Tim Blake Nelson) se nos dibuja como uno de los personajes más interesantes, un sabueso traumatizado por ser uno de los pocos supervivientes de la masacre calamárica de Nueva York, un paranoico de apariencia antisocial cuyo mundo se derrumba al descubrir que las teorías conspiranoicas son ciertas. Su estética y porte nos recuerdan a Rorschach. Pero, aunque la serie juegue a que es su sucesor y sus arcos presenten ciertos paralelismos, el fondo y su mensaje son muy diferentes pues, al final, este policía enmascarado está del lado de la ley.

Por otro lado, en ningún momento se cortan en mostrar a Joe Keane (James Wolk) como un peligroso embaucador. Mientras que con el policía Judd Crawford (Don Johnson) la serie juega un poco al despiste, a los prejuicios y a las falsas apariencias, con el senador republicano rápidamente revelan que todo es una careta y que bajo esa sonrisa radiante y unos modales engatusadores se encuentra el peor villano de todos: un hombre blanco cishetero que cree que la ampliación de los derechos humanos pone en riesgo los privilegios de los que ha disfrutado toda su vida, un fascista que busca el exterminio de quienes no son como él.
Es evidente que la serie televisiva no quiere ser otro producto derivativo ni basado en la nostalgia. Busca establecer un estatus de secuela independiente y, por eso, se aleja al máximo de la película de Snyder, a la que sí homenajea a través de una descarada parodia en la ficción dentro de la ficción llamada American Hero Story. En ella se relata el supuesto pasado de Justicia Encapuchada, blanqueando -en todos los sentidos- su historia. Como curiosidad, al personaje le da vida Cheyenne Jackson, un recurrente en el casting de American Horror Story (2011-).

Por eso, en la serie de Watchmen, sus vidas están marcadas por un mundo post 11-S, o post-calamar, pues aquí se atreven a mostrar a la criatura gigante en lugar de incluir una bomba atómica sin más. El terror a una catástrofe nuclear ha sido sustituido por el miedo ante el nuevo auge que el fascismo está viviendo en todo el mundo, un fascismo que amenaza más que nunca a las personas racializadas, que llevan toda su vida sufriendo discriminación y arrastrando heridas que nunca llegaron a cerrarse. En este panorama, la nostalgia no tiene sentido. ¿Quién echaría de menos Vietnam si fue una masacre? ¿Quién recordaría con cariño una época en la que no tenían derechos por ser negros, homosexuales u ambos? Es absurdo anhelar revivir ese miedo.
Moore nos hablaba de la situación del norteamericano estándar, entendido como parte de la clase media. Y, aunque en la serie esto se mantiene, Lindelof se interesa también en cómo se vive el presente cuando la historia de Estados Unidos está escrita sobre la colonización y el racismo, con el objetivo de revisarlo, comprender lo que realmente sucedió y aceptar esta verdad antes de poder construir algo nuevo, algo que curiosamente también se ha hecho de manera más suave en Frozen 2 (2019).

Desde el comienzo la serie evidencia que esta va a ser su tesis central, ya que comienza con los disturbios de Tulsa de 1921, un verdadero acontecimiento histórico y uno de los incidentes más graves de violencia racial de la historia de E.E.U.U. Quiere hablar de las heridas que no acaban de cicatrizar, del trauma que empapa a la población tras estos eventos traumáticos (ya sea un tiroteo masivo o un calamar telépata gigante) y de cómo no debemos pasar por alto estas injusticias. Todo ello acompañado por una poco sutil imaginería religiosa y un evidente homenaje a los orígenes de Superman.
Ni el huevo ni la gallina: del homenaje a la reinterpretación
Si la Watchmen televisiva ha triunfado es por su inteligencia y su completo respeto a la obra original. Pues por mucho que Lindelof la modele a su antojo, se nota que es desde la profunda admiración hacia el material y los temas que en él se tratan, que han tenido una gran influencia en su vida. Simplemente ha buscado redirigir la atención a problemas más actuales, preguntándose cómo sería el 2019 si todo lo visto en el cómic se hubiese cumplido.

Estos guiños son un regalo añadido para los fans, que deben permanecer atentos si quieren captar todos los matices y detalles. Y es que la serie no deja nada al azar, ni los títulos de los capítulos repletos de juegos de palabras ni los elementos que se repiten, ya sean lluvias de calamares que nos recuerdan la existencia de un peligroso pseudo-Cthulhu, la presencia recurrente de huevos o los chistes que actualizan el del pobre payaso Pagliacci por un clásico de “tres personas entran a un bar”.
Adrian Veidt es quizá el personaje que más referencias pasadas acumula. Por ejemplo, el libro que lee desde su celda en el paraíso de Europa es Fogdancing de Max Shea, el autor de Tales of the Black Freighter, o el cómic del pirata para los amigos. No es casualidad, pues por un lado el escritor fue engañado por Ozymandias para que trabajara en el diseño del calamar -para luego ser asesinado- y, por otro, la historia de Veidt está estrechamente relacionada con la suya.

El propio Moore ha confirmado que el relato del pobre náufrago que se vuelve loco en altamar era un reflejo de la existencia del hombre más inteligente del planeta. Por eso no es de extrañar que Lindelof se lo haya tomado de una manera más literal, hasta el punto de encerrar ocho años a Ozymandias en una prisión vigilada por un enmascarado y repleta de clones a los que tendrá que asesinar para utilizar sus cadáveres como balsa salvavidas. Descansen en paz, señor Phillips (Tom Mison) y señora Crookshanks (Sara Vickers).
Por supuesto, esta constante referencialidad también se permite jugar con el humor, dejándonos momentos tan cómicos como cuando un desatado Veidt aprovecha la visita de Jonathan Osterman a su base antártica para recuperar su icónica frase de “lo hice hace 35 minutos”, solo que con un resultado mucho menos dramático. Aunque seguramente es precisamente el papel de Dr. Manhattan el que más pendiente ha tenido a los espectadores. Además, la revelación de que el dulce Cal Abar (Yahya Abdul-Mateen II) era en realidad el hijo del relojero es la más grande de las reinterpretaciones y el cambio que mejor entronca con lo que quiere hacer la serie.
WATCHMEN, la serie de televisión de HBO, nos deja con una ristra de significados a su paso que vamos a tardar tiempo en descifrar. Nosotros nos adentramos en su profundo comentario social y en cómo se distancia de la obra original de Alan Moore.
No es casualidad que el personaje más icónico de Watchmen sea ahora un hombre negro a quien buscan apresar los supremacistas blancos. Ni tampoco pretende serlo. Es una declaración de intenciones y una revelación sorprendente, pero que estaba bien plantada desde el principio. Lo demuestran la fascinación que Laurie siente por él desde que lo ve, el comportamiento tan opuesto que presenta respecto al Dr. Manhattan e incluso que el gigantesco dildo azul de la comisaria de policía se llame Excalibur o, lo que es lo mismo, “ex-Cal-Abar”. Ojito con Lindelof.

Todos somos marionetas. O la fuerza del amor
Todos estos guiños y referencias hacían que nos cuestionásemos constantemente qué era de los personajes desaparecidos. Si en el episodio 3 se nos decía que Búho Nocturno estaba en la cárcel (y ahí se ha quedado), no era hasta el capítulo 6 que descubrimos el destino de Dr. Manhattan, a quien dedicaban entera Un dios entra en Abar, que posiblemente sea el capítulo más redondo dentro de una temporada espectacular.
Este superhumano omnipotente capaz de experimentar a la vez todo el espaciotiempo, de crear vida y de acabar con ella, había perdido la capacidad de empatizar con los humanos. Para él, no somos más que parte de un plan mayor, un puñado de moléculas, y, por tanto, no merece la pena intervenir en los acontecimientos predestinados. O no lo era. Al menos hasta que Angela Abar llegó a su vida. Vale, es cierto que hay cierta inconsistencia, porque él siempre supo que esa relación ocurriría. Pero la clave está en cómo es presentado, desde su primer encuentro en un bar de Vietnam llamado Eddy’s Bar -¿una referencia a Eddie Blake, el Comediante, y su problemático paso por el país?- hasta su trágica despedida, en la que se ha convertido en la historia romántica del año.

Frente a la frialdad y cierto cinismo que nos transmitía Jon Osterman en las viñetas, en la serie nos encontramos a un Dr. Manhattan humanizado a través del amor. Frente al superhéroe que quería a Laurie de una manera egoísta, tenemos a un hombre que, más que nada, quiere ser humano. Y que está dispuesto a arriesgar todo y morir por vivir estos 10 años de felicidad y proteger a su amada. Por primera vez, el superhombre se nos muestra vulnerable, asustado ante la certeza de la muerte.
Además, se han explotado al máximo sus habilidades de estar en todas partes a la vez y las consecuentes paradojas temporales que eso genera. De manera inteligente y emotiva, Angela habla con su abuelo a través de Jon, desencadenando la tragedia. Pero nadie dijo que ser una Hermana de la Noche y estar casada con Dios fuera fácil. En realidad, el amor nunca lo es. Requiere esfuerzos y sacrificios, pero siempre hace que todo merezca la pena. Esa es la magia de la termodinámica.
Pero entonces, ¿tú te has leído el Watchmen?

Está bien, hablemos del elefante en la habitación. Es inevitable cuando se menciona el Watchmen. Por un lado, los repartecarnets pesados que necesitan saber si recuerdas lo que sucede en cada página. Por otro, quienes aseguran que los Social Justice Warriors se han cargado toda la cultura pop. En medio de este diagrama, se dan la mano quienes no han entendido nada del mensaje original de la obra.
El Wokemen -como algunos con más ingenio que sentido común han decidido llamarlo- pone el dedo sobre la yaga capítulo tras capítulo, presionando más fuerte en lugar de aflojar. Llevar un traje es una cuestión ideológica, ya sea para ocultar tu rostro al perpetrar masacres xenófobas, para proteger tu identidad al realizar tu trabajo o para hacer el bien sin que te juzguen por tu color de piel. Y, en una serie que peca de evidente a pesar de jugar a ser críptica, no podían dejar más claro su alegato antifascista: las máscaras vuelven crueles a las personas.

Uno de los mayores problemas que presenta el cómic es precisamente ese: las constantes malas interpretaciones que lo han acompañado. Alan Moore reflexionaba sobre el significado de la existencia y quién posee el control del mundo. Pero lo hacía de manera pesimista, concluyendo que el mal siempre acecha, que la guerra y la muerte de inocentes son inevitables. Este tono casi nihilista y el hecho de que el narrador sea un completo desequilibrado son los culpables de que sea tan fácil sacar determinadas lecturas de la obra.
Por mucho que el final fuese abierto, la posibilidad de que el diario de Rorschach viera la luz era aterradora por las probables consecuencias que tendría. Sin embargo, Lindelof opta por un tono más optimista, por la esperanza de que un futuro mejor es posible siempre que aprendamos de nuestro pasado como sociedad. Aunque no sea un objetivo fácil de alcanzar, por mucho que duela, la verdad debe conocerse.
Todo acaba. Esta vez va en serio

Sí, esa es la sinopsis oficial del último capítulo, aunque no sabemos si será cierto. En él, todo acaba como empezó: en un cine. La ficción nos moldea, nos da ídolos a los que imitar, nos enseña qué caminos seguir y nos llena de esperanza. Quizá también por eso la religión cobre un peso tan significativo en los últimos capítulos. La ficción es poderosa. Su capacidad de modificar el discurso imperante tiene la fuerza suficiente para cambiar el mundo. Eso es lo que buscaba Watchmen. Y es lo que ha conseguido.
La serie es un sincero homenaje sin resultar solamente interesante para los fans más acérrimos. Es una reinterpretación sin llegar a empañar el nombre de la original. Es una secuela sin caer en lo vano. Es una más que digna sucesora del cómic de Moore y Gibbons, aunque el guionista nunca diera su consentimiento o aprobación.

Entretiene, cautiva, maravilla y ha sido capaz de revivir el concepto de reunirse alrededor de una televisión para ver un capítulo o, en su versión más actual, de coincidir en Twitter para comentarlo. Es una apuesta arriesgada, inteligente y emotiva. Analiza la importancia del legado y cómo las estructuras supremacistas de poder están ligadas a las bases mismas de la sociedad. Derriba la falsa concepción de que la violencia es una herramienta para un fin, pues insiste en que no tiene justificación alguna, ya provenga del más oscuro de los lugares o tenga la intención de ser un medio para alcanzar un bien mayor.
Watchmen nos recuerda que la única manera de sanar es dejar las heridas al descubierto, no intentar cubrirlas hasta que desaparezcan, porque no lo harán. Y deja claro que, si aquellos que ostentan el poder actuasen más en consecuencia, usando sus privilegios en beneficio de todos, el mundo sería un lugar mejor. Dr. Manhattan podría haber hecho más. Pero seguramente nosotros también.